Epílogo de Fernanda Melchor. Nueva York: New Directions, 2021. 80 páginas.
A poco más de cuatro décadas de su publicación en México en 1981, Las batallas en el desierto sigue siendo una de las novelas más leídas y celebradas de las letras mexicanas de nuestros días. Las razones para esta aceptación de parte de sus lectores son muchas. Sin embargo, basta leer la excelencia de su prosa para comprobar en seguida la hondura psicológica de la voz que cuenta y la portentosa imaginación de un narrador que pronto nos hace cómplices de los más tiernos dilemas de la niñez.
Considerada una novela de aprendizaje o de educación sentimental—acaso la segunda acepción sea esta vez la más precisa—, Las batallas en el desierto cuenta la infancia de Carlitos, su memorable protagonista, en la ciudad de México de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial y del sexenio del presidente Miguel Alemán (1946-1952). Para contar su historia, Pacheco pone en marcha a un narrador en primera persona, autobiográfico y confesional, que cuenta el obligado ingreso de Carlitos, un niño de ocho años, al mundo adulto. Todo esto ocurre tras enamorarse de Mariana, la madre de Jim, su mejor amigo en la escuela. Aclaremos, sin embargo, que este es un “yo” que se desdobla una y otra vez a lo largo del relato para darle cabida a la voz madura de Carlos, un sujeto memorioso y nostálgico, quien evoca su odisea amorosa cuarenta años después de los hechos. Pero a diferencia de la voz inocente de Carlitos, el relato de Carlos está marcado por las cicatrices que su niñez y su experiencia amorosa le dejaron. De allí que el relato se abra expresando cierta duda sobre esos años lejanos: “Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél?”, dicen las palabras iniciales del relato, una frase que reaparecerá al final del libro cuando el protagonista trate de saldar cuentas con los hechos que marcaron su niñez y el descubrimiento de su primer amor.
El presidente Miguel Alemán es una figura capital durante los años formativos del protagonista. Alemán fue el primer presidente mexicano que accedió al poder en México después de la Revolución Mexicana (1910-1920) sin tener un pasado militar. Miembro del Partido Revolucionario Institucional, que gobernó México durante setenta años en el siglo XX, el régimen de Alemán abrió México a la inversión de las multinacionales norteamericanas y propició un sexenio de gran corrupción que la novela se ocupa de denunciar. Al mismo tiempo, uno de los temas centrales en el relato será el conflicto entre la tradición mexicana y la obligada modernidad que propone (e impone) la presencia de los Estados Unidos en la vida nacional. Pero si el poder del PRI influye en los primeros años de Carlitos (siempre prometiendo mucho desarrollo y “progreso”), así como el ingreso a una incipiente modernidad, al estallar la crisis amorosa del protagonista otras instituciones sociales que forjan la personalidad del niño (como el colegio, la familia, la Iglesia y el psicoanálisis) también revelan la falsedad de sus discursos.
Además del retrato político que la novela nos ofrece, la influencia de la cultura popular en la formación intelectual y afectiva de Carlitos también es evidente. En la década de los años cuarenta, el medio de comunicación dominante es la radio. De allí que el protagonista evoque las voces de programas como “Las aventuras de Carlos Lacroix, Tarzán, El Llanero Solitario, La Legión de los Madrugadores y … La Doctora Corazón en su Clínica de Almas”, pues éstas son las que permanecen grabadas en su memoria. Junto a ellas, están las imágenes del cine norteamericano, con Errol Flynn, Rita Hayworth y Tyrone Power a la cabeza, que poco a poco desplazan a los íconos mexicanos de la época. A todo ello se suma el recuerdo de la música tradicional latinoamericana, como el tantas veces mentado bolero puertorriqueño “Obsesión”. La canción de Pedro Flores resulta ser todo un leitmotiv en la novela, pues resume a cabalidad el confuso estado sentimental de Carlitos: “Por alto esté el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo que mi amor profundo no rompa por ti”. A todas estas manifestaciones de la cultura popular deben añadirse las muchas menciones de los productos norteamericanos que invaden el mercado mexicano. Por ejemplo, “los primeros coches producidos después de la guerra: Packard, Cadillac, Chrysler…”; la comida chatarra (“hamburguesas, pays, donas, jotdogs, áiscrim, margarina, mantequilla de cacahuate”); y, claro está, la aparición de novísimos aparatos electrodomésticos, como la lavadora de ropa, la aspiradora o la licuadora, que transformarán la vida doméstica mexicana. A largo plazo, la fuerza de la cultura norteamericana alterará grandemente las viejas costumbres nacionales; ahora el nuevo modelo a seguir es el “American Way of Life” que impulsa el gobierno de Alemán, con todas sus paradojas y contradicciones. El dato no resulta menor, pues, bien leída, la novela de Pacheco, además de ser un bildungsroman, es una reflexión sobre las relaciones económicas y sociales entre México y los Estados Unidos, un vínculo históricamente difícil, que no parece perder su actualidad.
Las batallas en el desierto también es una novela que da cuenta de todo el contexto histórico internacional tras el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945; a saber, la llegada de la Guerra Fría, la amenaza de una guerra nuclear, la formación de Israel en 1948, con la consecuente pugna entre árabes y judíos. A todo ello se suman las corrientes populistas que subsisten en América Latina a través de figuras como el general Henríquez Guzmán en México o Juan Domingo Perón en la Argentina, dos líderes con los que simpatiza Héctor, el hermano mayor del protagonista. Otros asuntos en cuestión son el paso del tiempo—una preocupación constante en toda la obra de Pacheco—y el ejercicio de una memoria individual y colectiva. Por eso, si al iniciarse el relato, el narrador se pregunta por el año de sus recuerdos, no debe extrañarnos que sobre el final del mismo, mientras repasa la muerte de Mariana, diga con cierta amargura lo siguiente: “Qué antigua, qué remota, qué imposible esta historia. Pero existió Mariana, existió Jim, existió cuanto me he repetido después de tanto tiempo rehusarme de a enfrentarlo. Nunca sabré si el suicidio fue cierto. Jamás volví a ver a Rosales ni a nadie de aquella época. Demolieron la escuela, demolieron el edificio de Mariana, demolieron mi casa, demolieron la colonia Roma. Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola. Nunca sabré si aún vive Mariana. Si hoy viviera tendría ya ochenta años”.
Tiene razón Fernanda Melchor cuando en el comentario incluido en el volumen afirma que una engañosa sencillez está presente en las páginas de este magistral relato; una virtud que la excelente traducción de Katherine Silver comparte ahora con lectores angloparlantes.