Amar a Olga. Gustavo Valle. Valencia: Editorial Pre-Textos. 2021.
Amar a Olga, la nueva novela de Gustavo Valle, nos induce a pensar en la idea de que la persona con la que uno comparte una vida puede llegar a ser un extraño. Valle pone al descubierto parejas que se traicionan, deslealtades y conflictos, bajo el eje conductor del dilema entre la vida pasada y la vida presente. La memoria y el amor como dos grandes temas presentes en esta obra marcada asimismo por la indagación psicológica, una historia que nos recuerda en algo al film Perfectos desconocidos.
Este autor venezolano, acreedor del XIII Premio Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana (2013) y de la III Bienal de Novela Adriano González León (2008), con sus obras Happening y Bajo tierra, respectivamente, irrumpe ahora en el panorama editorial español con una novela fresca, íntima, que mantiene una voz muy cercana desde la primera hasta la última página, llena de matices de humor, y que se desarrolla en un país que se desintegra como telón de fondo. Una historia en la que el personaje central, como en toda buena novela, va sorprendiéndonos a lo largo de cinco partes y unas doscientas páginas que despliegan la habilidad de Valle como uno de los más talentosos narradores venezolanos, residenciado desde hace unos años en Buenos Aires.
La primera parte de la novela nos retrata al personaje central: clase media, con una vida relativamente normal, escribe textos para una enciclopedia digital española que le permite tener ingresos en euros, su auto Fiat y un modesto apartamento junto a Marina. Ella, que trabaja fuera de casa, le ha sido infiel, algo que descubre al hurgar en una caja que contiene notas de un pasado reciente. Él, a su vez, al enterarse, toma venganza al acostarse con Gisela, una antigua amiga de la universidad. Y aquí no hay moral que valga porque Gisela también está casada con el dueño de una empresa de juegos electrónicos. Todos parecen perfectos desconocidos, como en la película italiana.
Y se podría decir que la vida promedio de él no es como la de aquel que entiende el sentido del universo y capta que la felicidad reside en lo pequeño. No se trata de una postura filosófica producto de la madurez y de una comprensión holística del sentido de la vida, sino que es la del que se encuentra centrado en la estrechez de un mundo que lo hace infeliz, anclado al “sobrepeso de recuerdos” de una novia de secundaria, Olga.
Es así como el personaje central, que ahora tiene cuarenta y siete años, emprende una saga retrospectiva. Resulta curioso que esta novela, que no fue concebida durante la pandemia sino antes, haga hincapié en la reconstrucción del pasado, aunque sea a partir de una insatisfacción generalizada, que se extiende a su disonancia con el país que le tocó vivir, dado que para muchos el único lugar firme, sobre todo en los primeros meses de la pandemia, era precisamente el pasado: el presente lo teníamos secuestrado por el confinamiento y el futuro era una bruma sin visibilidad: “Odio ser el protagonista de un episodio de neorrealismo italiano. El amor debería irse de la misma forma como llega: sin darnos cuenta, con su estela de angustias e incertidumbres, pero sin esa enojosa manía de enfrentarnos a lo más despreciable de nosotros”.
En ese sentido, vale la pena citar una frase de W.G. Sebald: “Nadie sabe qué clase de sombras merodean en su interior”. Las sombras del pasado, aunque sean contradictoriamente luminosas, secuestran el presente y es lo que ocurre al personaje que, en un sentido de evasión de su realidad actual, se remonta a 1982 cuando se deslumbró con Olga. En este punto de la trama se produce un hábil contrapunteo narrativo, entre el presente insatisfecho con Marina —en un 2013, además, signado por la dificultad de llevar una vida cotidiana normal por los tiempos políticos— y el pasado con su encanto desbocado por Olga. El contraste de época está muy bien ambientado con múltiples referencias evocadoras. Un objeto conecta 1982 con el 2013 cuando el narrador nos cuenta que Olga tenía en su poder: “Mi vieja Kodak Ektralite 500, con la que la había retratado treinta años atrás, una ochentosa cámara alargada con aspecto de lingote y flash incorporado”.
El recuerdo obsesivo de Olga es intenso hasta un punto definitorio, y vergonzoso, cuando Marina lo sorprende masturbándose rodeado de papeles viejos y fotos de Olga. Y, en ese momento, un personaje que considerábamos el típico perfil del “perdedor”, que había incluso aceptado las infidelidades de Marina (“siempre me reproché no ser un tipo rencoroso”) decide envalentonarse y emprende una búsqueda frenética de Olga, como ocurre en esas búsquedas —en este caso no tan trágica— de las novelas de Patrick Modiano: “Intenté encontrarla en la guía telefónica e incluso llamé por teléfono a cuatro o cinco personas que tenían su mismo apellido”, dice un personaje de Modiano, como el de Valle, en búsqueda de alguien del pasado.
La novela toma ahora un giro trepidante. El personaje central se desata y por su presente desbordado destilan no solo el recuerdo obsesivo-enfermizo de Olga, sino encuentros reales con Doris, Laura, Camila, Brenda y Raquel. Y luego de convulsionar por distintos rincones, de hasta llegar a dormir en su Fiat, de convertirse en un arrepentido sin hogar por una obsesión del pasado y una insatisfacción del presente, piensa que está enamorado de nuevo de Marina. Y, sin embargo, sigue anclado en el recuerdo de muchos episodios vividos hace tres décadas. “Recordar es como drogarse”.
La droga del recuerdo y las consecuentes acciones que lo guían lo llevan a meterse en serios aprietos en una obra que cada vez sorprende más al lector a medida que se pasan las páginas, lo que desvela el pulso de tensión sostenida a lo largo de la novela. Leer una novela es como vivir la vida de otro, y esa otredad sumerge al protagonista en las garras del poder militar chavista y lo conduce, con una inesperada valentía, a enfrentarse a la maquinaria autoritaria. Se convierte en una especie de ingenuo héroe enamorado. Todo por Olga, ¿pero acaso ella le corresponde? Carson McCullers ha dicho que “el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante”.
Desde la primera parte, “La espiral en ascenso”, hasta la última, “Besar tus ojos”, el narrador, dada la naturaleza del trabajo que desempeña, nos presenta algunos de sus referentes literarios: Mario Levrero, Idea Vilariño, Kureishi, Barthes, Celine, Pascal Quinard, Verlaine y Juan Sánchez Peláez con una cita que toma el protagonismo de epígrafe, “los recuerdos son como lobos”, y que detectamos también en el cuerpo de la novela de este personaje que se atreve a escribir sus primeros intentos literarios que anota en un cuaderno. Trata de continuar con su trabajo, con muchas dificultades, y en medio de la crisis íntima y social.
Y como buena crisis, lleva al lector por una inesperada mutación del personaje. Su prosa registra cambios dependiendo de sus distintas partes, con frases que bordean lo poético (Escribo para no pensar más en ella/ Ya no está, pero su ausencia lo abarca todo). Y en otros casos, esta misma prosa parece ensayo, como cuando comenta las partes del cerebro relacionadas con el amor (el lóbulo prefrontal, amígdala, sistema límbico) y encuentra el justificativo científico de que el amor tiene que ver con el funcionamiento del cerebro. Así concluye: “El corazón es un engaño. Nos enamoramos cerebralmente”.
Pedro Plaza Salvati