Los trabajos y los días. Elvira Hernández (comp. Vicente Undurraga). Santiago: Lumen. 2016. 300 páginas.
En los últimos años la obra de la poeta chilena Elvira Hernández ha sido puesta en valor por toda una generación literaria; la edición de dos libros fundamentales que reúnen gran parte de su producción vieron la luz con el acierto de marcar en el territorio de la poesía una playa de embarque, un sitio desde donde recalar en medio de la tormenta general: Actas Urbe, editado por Guido Arroyo (Alquimia), y Los trabajos y los días, cuya selección dependió de Vicente Undurraga (Lumen, 2016).
Ambas selecciones, y en especial la última –que aquí nos atañe–, muestran sin dificultad el asidero de una poeta que arriesga en cada proyecto la búsqueda de una nueva voz, de variantes en las formas y en los hechos, sometiendo a la escritura a uno de sus valores modernos por antonomasia: ser otro. Los trabajos y los días no solo es la desembocadura de un oficio llevado con rigurosidad durante años, sino también la congregación de todas las posibilidades a las que puede apostar un escritor, una reunión de sus giros internos, preocupaciones, que van desde la rescritura de los clásicos olímpicos al desarrollo de un gabinete de curiosidades en el que confluyen mapas antiguos, registros de cometas, descripciones de aves, bitácoras de viaje, colecciones de arte y bestiarios.
En este sentido, esta antología es lo más parecido a las descripciones de Albertus Seba o de los viajeros botánicos del siglo XIX como Humboldt y Bonpland, todos ellos inquietos indagadores de las fuerzas que dirigen a la naturaleza, y que Elvira Hernández pareciera hallarlas en este cruce entre lo urbano y lo salvaje que se haya dentro de esa urbanidad. Pero ante todo, cruzado por una voluntad crítica que nunca la ha abandonado, desde su famosa La bandera de Chile hasta el libro inédito que aquí se incluye, Pájaros desde mi ventana; lo suyo no solo fue el atestiguamiento de la radicalidad de la dictadura y la puesta a prueba de la desarticulación de sus discursos, sino también del fracaso de la vuelta de la democracia y de los poderes que hoy ponen en jaque al mundo.
Ese valor crítico es el que contrae un compromiso y es el que posiblemente acerca tanto a los nuevos lectores y a los poetas más jóvenes al ver en ella un modelo de acción, de ejemplar laboriosidad con el contexto y el mantenimiento de una línea –jamás altisonante– que sabemos tiene un costo biográfico no menor. Visto desde esta óptica de catalejo, no es azarosa –nada en poesía lo es– la reminiscencia de esta colección al poema fundacional de Hesíodo. Ambas obras hablan del reconocimiento de una vida civil, de una manera de sustentamiento, de un comportamiento de lo no humano, de los poderes que están sobre ella. Y revisando al griego, pareciera que Elvira le hace caso: “Sin miedo y confiado en los vientos, arrastra tu rápida nave al mar y pon en ella toda la carga”.
La carga es, ante todo, un trabajo microscópico con el lenguaje o, como ella misma dice al comenzar su Álbum de Valparaíso, “¿desembarco o desbarranco?”. Palabras, giros lingüísticos, juegos con la oralidad, desmembramiento del lenguaje técnico y tecnocrático, la posibilidad de ingresar palabras al poema como leguleyo, nematodo, fritanga, o expresiones al estilo de “darle como caja”, “machetean”, “hueviche”. En esa recolección entra el habla de la calle, modificada, puesta a girar en el poema. Un ejemplo de esto es Arre, Halley, Arre!, proyecto de los años ochenta en que Elvira se pone por meta hacer un registro de los avistamientos del Cometa Halley sobre el territorio nacional, gran excusa de los militares de turno para desviar la atención de las violaciones sistemáticas a los derechos humanos. Y en eso la poeta descubre que ninguno de estos entrevistados ficticios –como en un gran programa de televisión– vio directamente el paso del cuerpo celeste, todos lo avizoraron a través de la televisión, los diarios, la palabra de otro o la radio: “Pasé noches enteras estudiando su imagen / frontal, de perfil, de espaldas / y fue como verlo íntegro. / ¿Lo vi? Lo recuerdo”.
“Nos empujan por los bordes / nos desganchan y lapidan / arrancan el fruto verde”, nos dice en el poema “Maceta”, y es sin duda en esos momentos en que toma la primera persona del plural, en que logramos ver una perspectiva en la que su voz no se desmarca, está ahí con nosotros para abrir un zanjón junto al curso natural de la historia o de cómo ésta se ha escrito. No hay ningún poeta de su generación que haya esquivado las transformaciones del país y, sin dudarlo tanto, podríamos decir que la puesta en escena de las contradicciones de estos tiempos (con sus amnistías y silencios) pueden ser rastreadas en la poesía. No por nada parte de su trabajo atenta contra los discursos de la institucionalidad y el borramiento de crímenes y nombres: “El río de la vergüenza es el único que debiera de ser navegable” (“Compacto”). Y más allá en el poema “Restos”: “Los arrojaron al mar / Y no cayeron al mar / Cayeron sobre nosotros”. Escritura de la desaparición que hizo que muchos de sus escritos circularan durante décadas de forma clandestina, como por ejemplo los que conforman el ciclo de cuerpos encontrados en varias partes de 1982.
En esta colección, su último libro resulta particular. Pájaros desde mi ventana es la búsqueda de un objeto de estudio cercano: el jardín y las aves que lo visitan. Cada uno de ellos abre una reflexión, una instantánea. Ese microcosmos permite conjeturas generales en un planeta seco, hacinado, con un “césped que es plástico / nieve que no es nieve”. Parte de la fauna que poblaba el barrio se ha ido, libélulas y queltehues reemplazados por “maquinillas / con aspas que mapean desde la altura / como fumigarnos como piojos”. Elvira no deja que la meditación sobre lo mínimo renuncie a lo político, aunque haya un evidente ansia de sosiego.
En cierta forma ese acto poético nos recuerda al giro del artista David Hockney hacia el paisaje de su tierra natal, una vuelta al panorama amenazado, y que indaga en una naturaleza modificada donde incluso las estaciones no son las de antes: “Yo dudo de lo que puede ser nombrado Primavera”. No es menor que traiga a Hockney, conocido igualmente por su versatilidad y capacidad camaleónica de saltar a distintas técnicas, registros y modos de representación. Y es como dice el poema “Arte contemporáneo”: “El arte es en algún momento / un animal vivo”. Es trabajo del artista volver a esa organicidad y estado salvaje contra la domesticidad del lucro y la extracción.
Esta reunión hecha por Vicente Undurraga sin duda celebra esa aventura hacia lo salvaje, aquello que el poeta norteamericano WS Merwin decía no reconocer hasta que lo buscaba. Elvira Hernández aquí consolida una obra que no teme en indagar en los bordes del lenguaje, el compromiso y su propia curiosidad de escribiente, mapa de una tierra mental amplísima y llena de sonidos que nos retrotraen a la situación de las mujeres y hombres en estos tiempos.
Diego Alfaro Palma