Colombia: Ediciones El Silencio. 2023. 94 páginas.
Los desterrados, del escritor y filósofo colombiano Julián Chang, es la novela de una crisis histórica, de una crisis social donde el dolor, el maltrato y la desolación persisten como legado de quienes usurparon un poder y se hicieron de un país hasta convertirlo en un despojo vergonzoso. Venezuela, entonces, dejó de ser lo que mucha gente decía en el mundo para confirmarse una suerte de hipérbole de lamentaciones que albergan verdades incuestionables: un alto porcentaje de su población tuvo que huir por caminos tortuosos hacia la vecina República de Colombia.
El relato, tomado de la verosimilitud de la historia, se hace ficción, recreación y representación en cada uno de los andantes –bautizados mochileros– que tienen que sortear la porosidad o dureza de la frontera para poder sobrevivir.
Los personajes no precisan de nombres. Ellos son los miles que han cruzado a través de trochas donde la delincuencia de ambos lados hace negocios con el dolor de los desamparados, los ahora desterrados, los sin tierra natal que forman parte de un tejido social repudiado muchas veces por los nacionales de los lugares donde arriban.
“LOS DESTERRADOS ES UNA NOVELA DONDE FICCIÓN Y REALIDAD SE UNEN PARA DESTACAR UNOS SUCESOS QUE DESDE LEJOS PARECEN UNA PELÍCULA DE AVENTURAS”
Esta historia tiene a Rosaura como sujeto protagónico, más allá de que otros actantes la acompañen en la dura aventura de escapar de un país quebrado: todos podrían lucir el mismo nombre, podrían representar el mismo papel, el mismo personaje: hombre o mujer, adulto o niño, que ha logrado sortear los peligros de esa frontera, la de San Antonio del Táchira y Cúcuta (Venezuela y Colombia, respectivamente).
Julián Chang escribe sin adornos. Los desterrados es una novela donde ficción y realidad se unen para destacar unos sucesos que desde lejos parecen una película de aventuras. Pues sí, es una historia de aventuras dolorosas, peligrosas, tanto que aturden al lector por lo crudo y desgarrador de las acciones que en estas páginas encontramos.
Podrían compararse con las ya vividas por los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, reflejo del éxodo encabezado por Moisés en el Antiguo Testamento.
Pero en esta novela todos son Moisés. Todos hacen algo por la sobrevivencia. Todos cruzan ríos y desiertos. Todos dirigen, todos se hacen uno para poder llegar a una suerte de tierra prometida.
Rosaura anda en silla de ruedas y así, inválida, decide escapar de quienes invadieron su casa en San Francisco de Yare luego de haber albergado a un grupo de personas, quienes se hicieron de su hogar, razón por la cual tuvo que escapar de ella ayudada por unos vecinos y posteriormente tomar la iniciativa de irse del país.
En el camino hacia la frontera ocurrieron los hechos que a diario les ocurren a los venezolanos acosados por las autoridades militares y policiales y por los delincuentes guerrilleros y traficantes. Harto sería enumerar los eventos que en alcabalas y centros poblados carreteros ocurren sin que autoridad alguna le ponga reparo. Y luego, en la misma frontera, todos sufren el rigor de quienes se dicen vigilantes de una línea divisoria para sacarle provecho a través del delito. Una vez superada esta experiencia, la duda: ¿hacia dónde ir? Y es Cali el lugar que dispone el destino manifiesto porque se habla de esa ciudad como La Sucursal del Cielo.
Son venezolanos de varias partes del mapa tropical, pero se hacen un solo personaje que simboliza el fracaso de una historia que aún no termina, porque América Latina, al parecer, sigue apostando a no encontrar nunca un rumbo que la defina como un continente próspero y en paz.
Cali, la bella ciudad colombiana, se muestra como una postal que recibe a los desterrados con agria saliva. Los llegados del fracaso venezolano son considerados un estorbo. Una competencia con la pobreza del lugar. Con la propia. Y para completar el cuadro luego de varias experiencias para sobrevivir, revienta una protesta liderada por estudiantes, campesinos e indígenas colombianos que exigen derechos inalienables, protesta que mantiene a la ciudad al borde de una guerra civil o al menos de la muerte de muchos colombianos y venezolanos que de alguna manera se ven envueltos en ella. Inocentes o culpables, el dolor es el mismo.
La novela de Chang despliega su habilidad en relatar la historia sin alterar mucho la estructura. Rosaura logra cautivar al lector por su capacidad para mostrarse como ente activo pese a su discapacidad: puede narrar desde su conciencia –mientras está en un baño– parte de la historia que los otros personajes completan. Ella es personaje y narradora. Ella es símbolo de una suerte de resistencia que procura vigorizar, en una suerte de crónica viva, la historia que el escritor ha creado para ella y sus acompañantes. Así como lo es también quien empuja la silla de ruedas: relator de aventuras y pesquisas.
El narrador, quien hace uso de los personajes para armar la historia, compendia su trabajo con la anuencia de los actantes, quienes se imbrican en una sociedad de congojas, pequeñas conquistas, espacios ganados y pérdidas afectivas. El amor, como símbolo, se sostiene en la esperanza.
Cada sujeto cumple una misión: una madre que carga a su hijo pequeño y a una niña huérfana. Uno que canta y alegra el momento, otro que zurce el relato con la búsqueda permanente de espacios para descansar. El maromero que tiene en las esquinas sus escenarios para ganar unos pesos mientras sueña con formar parte de un circo. Y está el que hace de obrero. Todos en uno hasta que la muerte, la del cantante, se hace presente (en una suerte de culminación que podría calificarse como el inicio de un instante para comenzar de nuevo anímicamente). Recomenzar en una tierra extraña donde el destierro se afirma como cordura, como resentimiento, como memoria, como temor, como miedo, como alegría instantánea, como definición.
Los desterrados, los apátridas, calificados de “venecos”, definen su existencia bajo el cielo azul de una ciudad colombiana que termina asimilándolos.