Los cristales de la sal. Cristina Bendek. Bogotá: Laguna Libros. 2018. 248 páginas.
Volver. Regresar a lo que alguna vez fue conocido. Después de muchos años de vivir en el exterior, Verónica Baruq vuelve a su natal isla de San Andrés, en el Caribe colombiano, donde las cosas han cambiado tanto y, a la vez, no han cambiado en nada. De entrada, la narradora parece entender que su relación con ese lugar, antes tan conocido, ahora es otra y, así, a lo largo de las páginas el lector asiste a un redescubrir de la isla —y, a grandes rasgos, del Caribe— a través de la mirada y la experiencia de una joven cronista que no es de aquí pero tampoco es de allá: isleña que se acostumbró a la vida en la gran ciudad; nativa con sangre raizal y también irlandesa, y escocesa, y jamaiquina; sanadresana y continental.
De vuelta en la isla, recorriendo la casa que fue de sus padres, Verónica encuentra una extraña fotografía entre un maletín olvidado: un hombre de unos cuarenta años, de pie, y una mujer que no llega a los treinta, sentada, él con una mano en el hombro de ella. La imagen es 1912 y fue tomada en Kingston, Jamaica. Son Jeremiah Lynton y Rebecca Bowie, sus tatarabuelos. Es la primera vez que Verónica ve la foto y, sin embargo, sabe que son ellos la razón por la cual su tarjeta de circulación y residencia la identifica como raizal. Hasta aquel momento sabe muy poco de sus antepasados y, sin embargo, luego de un encuentro fortuito (en apariencia) con Maa Josephine, una anciana raizal que conoce a las afueras de un concierto de góspel en la First Baptist Church, esa foto y esos apellidos se convertirán en una pregunta creciente y constante por sus orígenes. Aunque no hable creole y el color de su piel le parezca más pálido que el de la mayoría, Verónica se dará a la tarea de encontrar sus raíces y hacerse un lugar en la isla. Aunque la historia y el pasado colonial de San Andrés y Providencia le sean —como a tantos de nosotros, colombianos— desconocidos, la nieta de Jeremiah y Rebecca emprenderá una búsqueda por desentrañar esas historias ocultas, traídas a menos, silenciadas.
Sobresale en ese proceso, por un lado, la particular representación del gran Caribe. Depurado de los estereotipos culturales y las imágenes paradisíacas de las playas y los cocteles, Bendek profundiza en el recrear de una región que es a la vez producto de un pasado colonial complejo y víctima de una serie de circunstancias contemporáneas, en su mayoría desafortunadas: el turismo desenfrenado, la sobrepoblación, la infraestructura, la ineficiencia en los servicios públicos, la sobreexplotación de los recursos ambientales y la corrupción, entre muchos otros. Pero una región donde, a pesar de tantos males, habita la belleza: en la cadencia del habla de los raizales, en la comunidad que se reúne en resistencia en los thinking rundowns, en el reggae y el calipso y el zouk, y también en la inmensa hibridez cultural de “un mundo que confluyó todo en el Caribe”.
Sobresale, también, la posición ética que asume la narradora, la consciencia del lugar desde el cual narra. Con frecuencia Verónica Baruq se vuelve sobre sí misma para buscar el punto ciego de su privilegio. Sabe que el sesgo es un enemigo invisible y silencioso, y se detiene a desentrañarlo. “Mi perspectiva es de ladrillos y cemento, de aire acondicionado”, afirma, lúcida, afligida; “me parece que he sido cómplice de algo”, sentencia. Al posicionarse de manera crítica frente a su estar en el mundo, la narradora confronta implícitamente a su lector a hacer lo mismo.
Con esta novela, ganadora del Premio de Novela Elisa Mujica 2018 de Idartes y Laguna Libros, Bendek de alguna manera regresa a aquella pregunta tan latinoamericana, tan caribeña (universal, quizá…) por la identidad. Si en las décadas del sesenta y setenta las obras del Boom se concentraron en la idea de América Latina, acá el enfoque es otro. Isleño, raizal, sanadresano, colombiano, Caribe… ¿de qué va todo eso? No es fácil entrar en estos temas y, sin embargo, puede que uno de los logros de la novela en cuestión sea abordarlos desde una diversidad de discursos y registros. Porque en Los cristales de la sal conviven, casi siempre de manera armoniosa, la voz poética —nostálgica y bien cuidada—, la crónica —detallada, envolvente—, el discurso periodístico —comprometido— y, de manera particular, el discurso histórico —con hache minúscula, desafiante frente a la Historia oficial, hasta ahora tan pálida, y masculina.
En Los cristales de la sal Bendek no sólo representa las complejidades de San Andrés y el Caribe; las pone a disposición de sus lectores y deja sentadas una serie de preguntas sobre las cuales seguir ahondando. Que la identidad está siempre en construcción y no hay nada que acabe por determinarla, podrá sentirlo el lector, junto a Verónica, en este viaje de regreso.
Rodrigo Mariño-López
Bard Early College, D.C.