La mano suicida. María Montero. Quito-Mérida: La Línea Imaginaria y Ediciones la Castalia. 2021. 66 páginas.
En un entorno editorial poco dado a las reediciones, aparece La mano suicida, de la poeta costarricense María Montero (Burdeos, 1970). Y es que tras veintiún años de su debut (2000), la dupla binacional La Línea Imaginaria (Ecuador) y Ediciones La Castalia (Venezuela) publica esta obra para los lectores que ya nos habituamos a las novedades de libre descarga. Para esta nueva entrega se incluye un texto de presentación a cargo del poeta ecuatoriano Edwin Madrid, quien inscribe a la poeta en la misma ruta de “nombres tan individuales como Eunice Odio, Ana Antillón, Diana Ávila, Lilly Guardia, Mía Gallegos y Ana Istarú”.
Se podrá encontrar en la web, sin mucho esfuerzo, el poema más antologado de La mano suicida, el primer texto del libro: “Self-service”. Dos versos tienen una gran determinación y que, bien leídos, resultan una poética: “Ahora cada letra pretende/ la altura que no tuvo su herida”. Acercarse a este poemario, de verso nítido, franco y ágil, significa una vuelta a la propia circunstancia de la obra y de la poeta. Eso se nota desde el epígrafe de la gran Clarice: “Soy suave/ pero mi actitud de vivir es feroz”. Esa ferocidad es indudable. Nos encontramos con poemas predominantemente breves, que me hacen recordar, pensando en la poesía venezolana, en algunas vetas de Lydda Franco Farías. Yo no sé muy bien de qué se habla cuando se habla de lo urbano en la poesía actual, pero con los poemas de Montero he percibido esto de otra manera. Cuando pienso en lo urbano no pienso en el tráfico vehicular, las celebraciones nocturnas, el hollín, los edificios y las compras compulsivas. Hago énfasis en lo urbano a partir de los síntomas de la ciudadana Montero, de la habitante, de lo urbano que recae en su ánimo y en su personalidad leída en estos poemas. Es lo urbano asimilado y vivido internamente, “la intimidad de antes”.
Estos poemas comunican. Demuestran un ponderado riesgo, una expresión un tanto violentada, aunque nunca excesiva o gratuita. En su primera edición, cuando la autora contaba con 30 años, este libro tenía las mismas cualidades que hoy persisten en él. No hay prolongaciones innecesarias, ni reafirmaciones que no vienen al caso. El verso acaba cuando debe hacerlo: en estrofas cortas, en pocos versos, en la simpleza de lo preciso: “Voy escupiendo la vanidad perdida, / la nitidez de unos ojos dulces, / la urgencia por hallar al culpable/ que más se nos parezca”.
Unos cuantos registros formales se ven en este libro: el poema de extensión corta, la prosa poética y un número de brevedades que me hacen recordar ciertas greguerías: “Qué maravilloso perdón el de la lástima”. El libro se comprime y adelgaza en un ejercicio de economía verbal. A veces esta economía se encauza, logra sus objetivos y pienso en la cercanía temática y vital con Cristina Peri Rossi. Así habla la escritora uruguaya en Fantasías eróticas:
Soy escritora, amo la belleza por encima de todas las cosas y sé que casi nunca es espontánea, que hay que ganársela y merecérsela; por eso, estaba dispuesta a ser el público que esa representación necesitaba: un público amante, comprensivo, generoso. Me vuelvo completamente humilde ante la belleza: la reverencio, la aplaudo, la canto, la lleno de loas: es escasa, como los bienes mayores.
Quien “actúa” en todos los poemas de La mano suicida es una mujer. Muchas mujeres con sus testimonios y sus autobiografías sintetizadas en la contención y llaneza de la línea. Se trata del énfasis de lo que se desea y lo que se registra. El énfasis de lo que se cuenta como reclamo y como reafirmación. Pensemos en el poema “Vieja fotografía”. Allí hay un acto de la mirada, de observación atenta. La poeta vuelve a sí misma, se duplica como ante un espejo para hablarle a la que se proyecta. Y la que se proyecta no es ella en tiempo real y presente sino la habitante de un pasado próximo, un pasado no de décadas sino de pocos años. Es su propio “multiverso”, si echamos mano de la nomenclatura del cómic, es ella y sus versiones: varias maneras de ver a la mujer, única y múltiple. Estos climas emocionales se despliegan en un espacio reducido, personal y, en ocasiones, con salidas que se restringen. Hasta la iluminación tiene sus condiciones y es, por así decirlo, protagónica: “La única luz del cuarto no me permite el mundo”.
La mano suicida, como revela Gustavo Solórzano-Alfaro, uno de los investigadores más atentos a la obra de Montero, “responde a una búsqueda de identidad femenina, pero no a una identidad esencial, sino a una que está siempre en devenir y problematizada”. A veces noto esa fuerza que sólo es capaz de producirse en la juventud y en sus decisiones apresuradas pero determinantes. La efectividad de María Montero se hace más concreta en la primera sección del libro, posiblemente donde se reúnen los mejores logros del volumen. La poeta evita los pliegues de lo elusivo y se concentra en la avidez de la mención directa. Algunas épocas necesitan poemas orales, como estos que nos ofrece Montero: poemas capaces de una interpretación sin intermediarios, solo la distancia necesaria para hacer posible la mutua compresión.
Néstor Mendoza