La hora gris. Eduardo Otálora Marulanda. México: Fondo de Cultura Económica. 2020. 112 páginas.
El boom de la ciencia ficción latinoamericana encuentra uno de sus puntos más notables en La hora gris (2020), novela del autor bogotano Eduardo Otálora y ganadora del Premio Nacional de Novela Ciudad de Bogotá 2019. En esta obra, dividida en tres partes, el autor va llevando a los personajes hasta los extremos de sus propias humanidades. Por medio de un despojar continuo, se van revelando capas y niveles cada vez más profundos de lo que significan la vida, el amor, el miedo y la supervivencia. Desde el acontecimiento apocalíptico inicial, que constituye el detonante y el contexto sobre el cual se entrelazan las tres historias, hasta el episodio íntimo y sobrecogedor del final, existe un interés de Otálora por descubrir la ternura y la crueldad por medio del padecimiento de los habitantes de ese planeta envenenado.
Este recorrido y desprendimiento de las capas morales y materiales que recargan el concepto de lo humano se presenta de forma progresiva. La primera parte, “Figus”, comienza con el momento de ruptura entre el mundo conocido y la nueva realidad. Otálora presenta el caos y la imposibilidad de la transición por medio de las implicaciones del envenenamiento terrestre en una familia campesina. Con una escritura estremecedora por su precisión, atravesamos el proceso de la caída de la civilización. El éxodo de Éver y su familia es un proceso de desprendimiento y destrucción del ser. Presenciamos la pérdida de la inocencia como resultado de la observación directa del horror: un ser humano llevado más allá de sus propios límites. El efecto de choque es mayor en esta parte dado que las esperanzas de este primer narrador siguen estando inscritas en el sistema social y moral que ha desaparecido. “Figus” resulta la parte traumática debido a la cercanía de sus protagonistas con los valores actuales. Éver se convierte en el receptáculo de todos los males de la civilización occidental, y no son los hombres de los laboratorios o de las fábricas —al final el origen del cataclismo no queda del todo claro— los protagonistas de la crisis, sino estos seres indefensos que no tienen ningún poder de acción más allá que la búsqueda de la propia supervivencia.
La segunda parte, “Erián”, presenta una sociedad antiséptica y utilitarista en la que el ser humano pasa a convertirse en recurso renovable y el sistema moral se encuentra completamente trastocado. La historia se presenta desde la mirada de una mujer cuyo único poder se traduce en mentir sobre su propio cuerpo con el fin de escapar del sufrimiento, y cuyo sexo y condición particular determinan su uso en el proceso de construcción de una imposible máquina humana. Una violencia desatada, pero a la vez pasiva y silenciosa domina esta parte de la narración y deja ver una suerte de transición: ya no es el mundo que conocemos, sino una distopía sanguinaria, en la que los valores y los intereses de ese mundo muerto conservan sus nombres, pero significan cosas completamente distintas. El autor explora las implicaciones del uso del lenguaje y la educación como herramientas de control.
Finalmente, en “Tata”, se hace una suerte de “cierre” de la humanidad como especie. Cronológicamente hablando, la distancia entre “Figus” y “Tata” puede medirse en miles de años. En esta última parte el autor establece tanto una nueva mitología como una nueva moral. De nuevo, desde los ojos inocentes, el asesinato y el sacrificio, el canibalismo, la eugenesia, el desollamiento de recién nacidos y demás actos que nosotros consideraríamos crueles y malvados, se presentan como parte de una nueva sociedad, de una moral reconstruida a partir de los retazos de un mundo del que quedan poco más que palabras rotas, vidrios rotos e historias. Aunque pareciera que en este capítulo se presenta ya el ser humano completamente despojado de su “humanidad”, hasta el punto de haber perdido el nombre como especie, estéril, caníbal y putrefacto, resulta imposible no fijarse en una de las prioridades y elementos continuamente mencionados para estos cavernícolas, y es el “liab”. El autor nos presenta esta escena: “Una noche después de un sacrificio mi abi me dijo tata, mientras canto vas a tocar el liab. […] Entonces todo se volvió blanco y los tatas y las amás vinieron a escucharme tocar mi liab. Sí, mi liab, porque ya era mío, porque yo había logrado que el mundo fuera blanco sólo con tocar la cuerda” (108).
Si no fuera por el sonido de una tripa humana en el aire, no quedaría esperanza. Celebro que los dos últimos humanos en la tierra piensen durante sus últimas horas en la música, en la posibilidad de crear música y que uno le entregue el último trozo de carne seca al otro. Podría decirse que La hora gris nos revela el verdadero tamaño de nuestros crímenes y de nuestras esperanzas.
Una de las muchas caras de la novela se revela como lección de humildad e invitación al reconocimiento. Otálora aprovecha la impotencia de sus personajes para representar en ellos las heridas de crímenes ajenos, y lo hace desde una posición impávida: el humano que va retornando a su animalidad no puede verse con el lente moral de quien gestó su caída, sino con la cruel y silenciosa amoralidad del campo, la máquina y la caverna. No es el papel de la literatura (de esta literatura) ni de la naturaleza emitir juicios de valor; esas son aficiones de lectores y sacerdotes. Lo dicho no implica que la novela esté libre de una densa atmósfera crítica en donde los sistemas sociopolíticos y económicos se ponen en tela de juicio; lo que sucede es que las elecciones del autor llevan al examen de las formas que el ser humano tiene de relacionarse con el mundo sin imponer una perspectiva fuertemente ideologizada. Al final las víctimas ni siquiera tienen ese derecho intelectual de verse a sí mismas más allá de sus necesidades y temores inmediatos, pero sus historias sí nos permiten ver más allá de nuestros propios límites.
Ricardo Tello Tovar