La hija de la española. Karina Sainz Borgo. Barcelona: Lumen. 2019. 220 páginas.
¿Por dónde comienza una persona a mentir? ¿Por el nombre? ¿Por el gesto? ¿Por los recuerdos? ¿Acaso por las palabras? El éxito de una mentira depende en buena parte del comienzo. Hay narraciones que logran no solo fijar el tono sino además definir el tema con la mitad de la primera línea. Es el caso de La hija de la española, de Karina Sainz Borgo. Enterramos a mi madre con sus cosas. Así arranca la primera novela de la periodista venezolana afincada en España.
Publicada en Lumen y vendida a más de veinte países, narra la historia en primera persona de Adelaida Falcón, hija de una madre que acaba de morir (con el mismo nombre que ella), tras agonizar de cáncer en una Caracas que se cae como edificio en guerra. Adelaida madre era una mujer demasiado joven para desaparecer, era el nosotros de Adelaida hija, hija sin hijos.
En la novela se repite una frase que la protagonista, editora literaria, ha leído de Juan Gabriel Vásquez: “Uno es del lugar donde están enterrados sus muertos”. Pero Adelaida tendrá que marcharse de Caracas, de su muerta, de donde estaba también reservado su hueco.
Su casa es invadida por la Mariscala y sus secuaces cuando baja a por compresas. La Mariscala hace negocio con el hambre en un país gobernado por Los hijos de la revolución. La Mariscala se ha puesto la camisa de mariposa que no estrenó su madre, ha roto la vajilla y sus libros y no la deja volver a entrar.
Fernando Iwasaki dice que uno es de donde nacen sus hijos. Adelaida entierra su patria con su madre, porque su madre es su patria y su tierra descuartizándose como líneas de vida en las manos. Se convierte en el escenario donde otra cosa, otra persona, sucederá. Esa persona es Aurora, su vecina. Aurora es, era, la hija de la española, una mujer de esa gente que llegó huyendo de la guerra civil española y la posguerra, gente que solo tenía una cosa para vivir: sus manos. Julia, la española, montó su negocio en La Candelaria, murió hace tiempo, y ahora Adelaida encuentra su casa abierta y a Aurora, la hija de la española, muerta, con los papeles preparados para irse a España, donde la esperan. No se sabe quién la mató, pero a Adelaida no le importa.
No es tanto lo que sucede sino el modo en que se cuenta, como ocurre con lo bueno decidido. Sainz Borgo nos permite estar en la niña y la mujer a la vez, cuenta un relato personal y universal, de ir y venir, mantiene la tensión, calma el hambre del que lee para saber qué pasará y del que lo hace para entender qué ha pasado. Es una novela que satisface a los lectores literarios y a los lectores comerciales. Hay esperanza y pequeños milagros, porque se abren puertas en mitad de la barbarie y cae dinero de la pared.
Apenas hay lágrimas. Hay ojos indios, ojos aguarapados de niño genio, mirada furiosa, ojos de María Lionza, ojos de color turbio, de culebra loca, brava, como platos, color de yema cocida, cuencas vaciadas, un cíclope, ojos que apuntan con uniforme verde, ojos clavados en el camión del equipaje junto al avión, ojos de la mirada que me diste, mamá. No hay lágrima gratis, se llora con el cuerpo.
Enterrar, mi madre, sus cosas. Enterrar es lo contrario de lo que hace el protagonista de Todo lo que tengo lo llevo conmigo, novela de Herta Müller a la que recuerda, y cuyo resultado es el opuesto en el sentido de que Leopold vuelve a casa y sigue llevando la carga del lugar donde aprendió a dejar de ser persona, la arrastra desde el título y hasta el fin. Adelaida, en cambio, lleva el vocabulario de la huida hasta el final porque entierra, comienza enterrando. Sobrevive porque quiere sobrevivir, está obligada, dice, se pare, se convierte en otra.
El intento de cosificar el dolor para rajarlo o romperlo, el aroma como refugio de la memoria, idealizar el paraíso perdido como asidero cuando el refugio apesta a olor ferroso, que es advertencia, la pregunta de por qué alguien decide que este es o no tu sitio, la haga una niña llamada Adelaida o una mujer como la Imaginaria Kati que no creció del todo, el pan, lo sagrado que se vuelve el pan y el poder del hombre del pan cuando el hambre no es hambre sino el aceite de girasol que sobra, y alguien beberá. El hambre es aceite que se pega a la piel y la piel es agua, en Müller y en Sainz Borgo.
El país vivía días oscuros, probablemente los peores desde la Guerra Federal. La narración está en pasado, pero se vuelve presente y luminosa en Ocumare, donde Adelaida vive el verano, y sus tías; y cuando se dirige a su madre muerta, ya con las flores y la palabra descansa de la tumba arrancada. Son momentos que necesita quien lee y quien escribe, aunque chille un morrocoy llamado Pancho al que van a sacrificar para comerse, como si un cerdo fuese en una matanza del sur de España.
El escenario es diferente y Venezuela es el Caribe, pero las mujeres representan un papel vertebrador en las familias no alejado del de Andalucía. El mar es importante. El mar separa o junta. Porque todas las historias de mar son políticas y nosotros trozos de algo que busca una tierra, dice la autora en su dedicatoria.
La fuerza de estas mujeres rocosas, con corazón de pan duro y la piel curtida gracias al sol y la candela de los fogones y las planchas se ve también en la música, en los cantos del pilón, una melodía que acompañaba la molienda bruta y sabrosa. Escribir, de verdad, es también moler y que suene hermoso el quejido del esfuerzo.
Hay joropo y reguetón, sábados sensacionales, árboles y matas, el SEBÍN, la tele y los periódicos, argollas y lunares en paquetes de harina, reserva natural y cosmética, lo que llega de otro país y lo que se es, barrios, La Pastora, helados Coppelia, aracas, hallacas, cachacas, hallaquitas y bollos.
La prosa es sonora y afilada, con pasos y sombras. Una no se queda con hambre, pero sí con dudas. ¿Dónde está Adelaida ahora?, ¿desde qué lugar lo cuenta si de España también parece alejada pese a permanecer frescos los olivos? ¿Hubo mano o solo barrer para ordenar la soledad tras la puerta?
He estado siempre en el borde, observando, deslizándome hacia la salida; detesto pertenecer, dice Doris Lessing. Pero Aurora llama a una casa, porque está obligada, como si su creadora la obligase, mi obligación era sobrevivir. ¿Para contar?
Hay mujeres que cuentan historias de otras mujeres, hay silencio castigo de madre, que es nuestro primer hogar, marco y bizcocho. Es la casa el primer sistema de gobierno y donde desobedecemos por vez primera. Y al terminar esta novela, una se acuerda del poema de Montejo que así termina: su espacio es real, impávido, concreto,/ solo mi historia es falsa. El poema se llama Caracas.
Rosario López