Fracture. Andrés Neuman. Traducción de Nick Caistor y Lorenza Garcia. Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 2020. 368 páginas.
“Un terremoto fractura el presente, quiebra la perspectiva, remueve las placas de la memoria”. En Fracture —traducción al inglés de Fractura (Alfaguara, 2018)— Andrés Neuman reconsidera el género latinoamericano de la novela total con una narrativa global que abarca todo tema, todo entorno social y toda posibilidad sentimental. Ésta es una reflexión sobre el tiempo: un relato poderoso que trata la cuestión de cómo releemos y reaccionamos ante el pasado. Se entrecruzan los temas de la identidad, el viaje y la traducción, la memoria y el amor, la pérdida, el trauma y el duelo.
Neuman utiliza un lenguaje imaginativo y altamente poético para contar una historia como de película, construida como un puzzle, a la vez que plantea asuntos urgentes de corte social, político, filosófico y ecológico. Este tour de force, parecido a una composición musical para seis voces, cuenta la travesía de Yoshie Watanabe, un sobreviviente de las bombas atómicas, a quien conocemos justo cuando está a punto de vivir el terremoto que dio lugar al desastre nuclear de Fukushima. Este suceso despierta recuerdos largamente reprimidos. Los capítulos de la novela alternan entre el presente y el pasado mediante la perspectiva de Watanabe (vista a través del lente afectuoso y a veces irónico del narrador) y las cuatro mujeres con quienes ha compartido su vida entre París, Nueva York, Buenos Aires y Madrid, además de un enigmático periodista argentino.
Seguimos a Watanabe en sus andanzas alrededor del mundo en busca de amor, respuestas e identidad. Se pregunta si “sus viajes habrán sido la búsqueda de un presente deslizante”. El viaje como medio para hallar la senda vital recuerda Die Winterreise, los poemas de Wilhelm Müller musicalizados por Schubert y luego traducidos al español por el mismo Neuman.
En París, la amante francesa de Yoshie, Violet (el poeta Shelley recurrió a esta flor, la violeta, para conmemorar el dolor de un amor perdido), describe su concepto del viaje como plan de escape: “Él daba la impresión de ir por ahí poniendo a prueba su identidad, como quien se cambia continuamente de vestido para averiguar su talla”. Yoshie bromea: “No me di cuenta de que era japonés […] hasta que salí de Japón”. Cuando regresa a Tokio para jubilarse, se da cuenta de que “el choque cultural de volver era mayor que el de irse”.
En Nueva York, con su amante norteamericana, Lorrie, Yoshie se encuentra en una ciudad “llena de gente rara que lo hacía sentirse en casa”. Las ciudades en las cuales ha vivido anteriormente “lo han habituado a las mezclas. Lo hacen sentirse en varios lugares a la vez”. El tema de la ubicuidad se vincula con el del desarraigo. ¿Será que uno pertenece a todo lugar y a ninguno a la vez? Con Mariela, una intérprete argentina, Yoshie toma conciencia de que él también ha contraído “el síndrome de la ubicuidad emocional. Cada una de sus emociones, al menos en parte, estaba siempre en algún otro lado”.
Mariela sostiene que la traducción “te permite encontrar una parte de tu identidad con el pretexto de un extraño”. La traducción es un acto de amor y una forma de ser en el mundo. Al transformar las palabras de otro en las nuestras, buscamos entenderlas. Creamos y construimos puentes entre idiomas y culturas. También es un acto corporal: nos desplazamos entre idiomas, y las fronteras se vuelven porosas. Es un proceso sentimental, intelectual y físico. El tema recurrente de la traducción —y de lo intraducible— también predomina en la previa obra maestra de Neuman, Traveler of the Century (El viajero del siglo en español), novela que propone la idea de la traducción como necesidad cultural.
Mariela le confía a Yoshie que “los países, en el fondo, nunca son tan distintos”. Esto es algo que ha aprendido traduciendo: “Por muchas diferencias y limitaciones que encuentres, al final prevalece lo traducible. Lo que cada uno logra hacer con lo que entiende”.
Se entrecruzan la memoria y el lenguaje. Hablando con Pinedo, el periodista argentino, sobre las relaciones entre Yoshie y los países en donde ha vivido, Mariela explica: “Su obsesión eran las fronteras. Las imaginarias, digo. Estaba como poseído por la ansiedad de unir de alguna forma sus ciudades, sus idiomas, sus recuerdos dispersos”.
Yoshie llegó al francés a través de su amor por las películas románticas, al inglés por la música rock, y fue conquistado apasionadamente por el español. Luego se da cuenta de que “con el cambio de lengua había vuelto a mudar de piel. Más que un hablante de distintos idiomas, se sentía tantos individuos como idiomas hablaba”. Al mismo tiempo, siente que está constantemente “traduciéndose a sí mismo”.
Para Yoshie, “Cada inmigrante que abandona Japón es visto como el desertor de una patria que jamás lo ha integrado. Un forastero seguirá siéndolo siempre, ya se sabe, sin importar cuánto tiempo lleve en el país”. En su opinión, esto es “una limitación y una ventaja. En el fondo, no hay mayor hospitalidad que la de una tierra que, en vez de exigirte pertenencias impostadas, te permite seguir siendo extranjero”.
Esta temática exige la destrucción de los límites: geográficos, relacionales y lingüísticos. Watanabe abandonó Japón porque temía la radiación, pero también porque “durante largo tiempo creyó que, al ausentarse de Nagasaki, protegía su recuerdo prenuclear”.
A través de mapas y relojes poco fiables, detectamos la influencia de Calvino: también en sus Ciudades invisibles, nada es lo que parece ser. Los mapas de Watanabe “comienzan a discrepar. […] ¿Habrán temblado los topónimos de la región? ¿Se habrá movido tanto el suelo?”
Al recordar sus vidas al lado de Yoshie, las cuatro mujeres contemplan sus propios pasados, sus fantasmas y sus pérdidas, tanto como él. Para Mariela, “una buena memoria se pregunta: ¿Qué puedo hacer con lo que me hicieron?” Mariela asevera que la decisión de olvidar ciertos recuerdos “te condena a una contradicción interminable, porque el trauma que no se dice en realidad no puede olvidarse. Literalmente no descansa”.
La Argentina, donde hubo tantos desaparecidos, nos permite vislumbrar la naturaleza disruptiva de las tragedias: “Desaparecer […] pertenece a otra dimensión de la muerte […] reprime el duelo”. Sucedió algo parecido con la bomba atómica; la gente se acuerda del hongo nuclear, pero las víctimas permanecen invisibles.
El antiguo arte del kintsugi, que consiste en llenar con oro las grietas de una cerámica rota, es un leitmotiv en todo el libro. Estas fracturas son embellecidas y ennoblecidas, respondiendo a la pregunta de Yoshie: “¿Hasta qué punto un daño es reparable?”
Fracture no pudo publicarse en un momento más oportuno. La novela configura un espejo entre dos épocas que no son tan diferentes la una de la otra. Cuando por fin regresa a Japón, a Watanabe se le dice que “las catástrofes propician revoluciones que nadie se atrevía a hacer”. Todos queremos regresar a la normalidad, pero a la vez nos preguntamos si podemos y si deberíamos. Pinedo investiga desastres para un periódico, y ha terminado “obsesionándose con la memoria general de las hecatombes. Con el modo en que los países olvidan el daño padecido o causado. Y con la manera en que los genocidios acaban pareciéndose, plagiándose unos a otros”.
Fracture es una novela profunda y cautivadora, escrita con una inteligencia y un ingenio imponentes. Ésta es una exploración desgarradoramente hermosa de la conciencia humana.
Hélène Cardona
Traducción de Arthur Dixon
Reseña publicada originalmente en World Literature Today, vol. 94, nro. 3
Visita nuestra página de Bookshop y apoya a las librerías locales.