San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico. 2021. 184 páginas.
Frente a la entrada del Tribunal de lo Criminal del Condado de Nueva York, la escultura de una Medusa moderna revierte el símbolo de la mujer-monstruo decapitada por Perseo. La desnuda y esbelta gorgona del siglo XXI, obra del escultor Luciano Garbati, carga en una mano la espada y en la otra la cabeza del hombre. Hasta aquí, se trataría de una subversión exacta del mito griego, según el cual Medusa, violada y preñada por Poseidón, fue inculpada de su ultraje y castigada con ser una belleza destructiva para los hombres, hasta su fatal desenlace a manos del “héroe”.
Vista con atención, sin embargo, y mirada a los ojos (lo que no podían hacer los hombres del mito por temor a quedar petrificados), la nueva Medusa no representa, exactamente, un “ojo por ojo, diente por diente”. La reinterpretación del mito nos coloca frente a la actualidad del movimiento Me Too y la función de los tribunales en la búsqueda de justicia para mujeres reales, no personajes de mitología. La ajusticiadora contemporánea no exhibe en su porte el gesto triunfal que a través de los siglos el arte ha dado a Perseo victorioso. Queda un conflicto sin resolver, implícito en los ojos, en el gesto y en la postura.
“El daño” fue un eufemismo con el que el habla popular en algunos países latinoamericanos se las arregló para referirse al trauma de la violencia sexual. Precisamente, de este daño, o estos daños, se ocupa El dulce cretino de la calle, primera novela de la escritora puertorriqueña Mirna Estrella Pérez. El libro, una ficción de tipo noir, narra la historia de un clan familiar “dañado”. Un entramado de incesto, pedofilia, violencia conyugal y negligencia parental se va desplegando ante los lectores, junto con la cotidianidad de un vecindario en el que irrumpen el secuestro infantil, la trata humana, la violación y un asesinato, sin que se denuncien los delitos y se haga justicia. Las víctimas sobrevivientes, en esta novela, no verán a sus perpetradores en la corte.
Aunque esta brevísima obra tiene mucho en común con la Medusa de Nueva York, no es la narración del acto de decapitación del varón, ni un canto de guerra feminista. Los victimarios principales del relato son, en efecto, hombres, pero la autora tiene la agudeza suficiente para penetrar en la sicología dual que desarrollan algunos personajes femeninos. (“¿Cuánto puede parecerse la víctima al victimario? ¿Se fusionarán en ocasiones? ¿Será posible ejercer ambos papeles? Ella sentía que era posible”) En un texto de lenguaje directo, estas preguntas que se formula Olga, la más joven del clan Vivar, resumen el objetivo desmitificador de la autora: la violencia de género tiene más matices de los que reconocemos, y pueden apreciarse de modo particular en personajes femeninos oprimidos-opresores que están al origen del incesto, o en niñas abusadas que acaban siendo adultas agresoras o agresoras pasivas. El ciclo de la violencia queda sellado por una sociedad que, mediante el secretismo, la complicidad o la indiferencia disfrazada de respeto a la familia, perpetúa el poder del agresor.
Varios crímenes sexuales y dos muertes cruzan las páginas del libro. Lo grotesco y monstruoso se introducen en lo que pudo haber sido una historia común, de no ser porque la autora revela un gran entendimiento acerca de todo cuanto aporta a la consecución de “el daño”. Sin sentimentalismo ni efectos dramáticos, la trama desnuda las consecuencias criminales a las que puede conducir la indiferencia. Lo que importa no es saber quién hizo qué, ni por qué, sino cómo las circunstancias se organizan para que lo monstruoso ocurra. La narración, redactada en tercera persona, evita el tono testimonial (en esto se separa de autoras como Isabel Allende, Laura Esquivel y Esmeralda Santiago…). Sin embargo, esta voz narrativa podría pertenecer a Olga, quien encuentra en el pasado algo más que la respuesta que buscaba acerca de un pecado familiar y de la desgracia que le siguió, o la identidad de la persona que perpetró el feminicidio que la obsesionó durante su infancia. Ese algo más, la encamina hacia las preguntas que debe formularse para comprender sus propias distorsiones afectivas y su potencial como agresora. En este punto de contacto entre la joven y sus parientes, se nos arranca de la obsesión por el crimen para ubicarnos en un territorio más doméstico, cotidiano y sutilmente aterrador.
Antes de incursionar en la narrativa, Mirna Estrella Pérez se dio a conocer en Puerto Rico como poeta. Publica, a partir de la primera década del siglo XXI, los poemarios Ecos de Eva, Manifiesto sobre las tristes y Miss Carrusel. En el 2021, mientras se editaba la novela, afianzó su obra poética al obtener los principales premios que en este género literario se otorgan en su país: primer lugar en el Festival Internacional de Poesía de Puerto Rico por el volumen Fallé en calcular la brutalidad de los años (Trabalis Editores, 2021); Premio Nacional de Poesía del Instituto de Cultura Puertorriqueña por Un hilo de duda en la saliva (Editorial ICP, 2021); y tercer lugar en el Certamen de Poesía José Gautier Benítez, con el inédito Yo quisiera estar tan lejos como lo está la suerte.
Aquí, la autora retoma y desarrolla elementos imaginarios ya presentes en su poesía, especialmente, las intersecciones matizadas y brumosas entre cuerpo, deseo, sexualidad y moralidad. Las Medusas en El dulce cretino de la calle no necesariamente decapitarán a sus Perseos; son mujeres ocupadas en desentrañar su propia historia, y en apalabrar el daño que recibieron ellas, sus madres o sus abuelas (“Para la muchacha, era importante conocer la tendencia: cuáles eran las posibilidades de que ella, su hermana, sus primos ausentes repitieran patrones. ¿La cosa es biológica, generacional, ambiental, un poco de todas, es pura suerte, mala suerte?”). Construir a pedazos esa narrativa vendría a ser un paso cruel, pero necesario, antes de emprender nuevos caminos: “Necesito que me cuentes todo. Lo que más duela”.