Fruit of the Drunken Tree. Ingrid Contreras Rojas. New York: Doubleday, 2018. 306 páginas.
A través del contrapunteo evocador de Chula y Petrona, la primera novela de la colombiana Ingrid Rojas Contreras explora formas en las que muchos niños viven el narcotráfico y las inequidades y, al tiempo, teje una alianza femenina a punta de preguntas, añoranzas y afecto. Su obra fue publicada originalmente en inglés en 2018, ese mismo año hizo parte de la selección editorial del New York Times y recibió la medalla de plata del California Book Award. El estilo ingenioso y una renovada mirada sobre las marcas del conflicto armado en la infancia hacen de Fruit of the Drunken Tree (traducida al español como La fruta del borrachero por Guillermo Arreola) una lectura sugerente para empezar a reflexionar sobre la traumática omnipresencia de la guerra.
Desde un momento indefinido de su adultez, Chula Santiago narra su vida a los siete años. En el siguiente pasaje confiesa lo que pensaba al ver por primera vez a la nueva “muchacha del servicio” doméstico recorrer su casa en Bogotá: “Yo me preguntaba lo que pensaría Petrona cuando cerraba los ojos. Me imaginaba que algo duro crecía en su interior y que si la dejábamos sola se convertiría en piedra. A veces estaba segura de que empezaba a ocurrirle porque la luz comenzaba a ponerse grisácea en sus mejillas y su pecho no se movía cuando respiraba” (28). Petrona, solo un par de años mayor que Chula y desplazada por los paramilitares, había pasado de vivir en Boyacá a instalarse con su familia en una montaña de invasión en la capital del país. Mientras Chula, la observadora, es una niña con posibilidades de serlo y con tiempo de ocio para analizar perspicazmente la realidad de su familia y del país, Petrona, la niña estatua, ha crecido a la fuerza y en el desamparo.
Aunque la situación de la novela resulta alegórica, pues casualmente los dos personajes centrales experimentan muchos problemas sociales y políticos de finales del siglo XX (clasismo, discriminación racial, violencia de género, secuestro, desplazamiento forzado o contacto con grupos guerrilleros y paramilitares), la novela tiene un atributo estructural que se vuelve ético. La construcción entretejida del relato no solo dinamiza la historia, sino que hace evidente que todos los colombianos, como agentes del conflicto armado, coexisten orgánicamente. Esta doble voz recuerda otras obras, como la novela Little Fires Everywhere (2018) o las películas Matar a Jesús (2017) o Roma (2018), en donde se cuentan vidas en paralelo y en el mismo proceso de la narración la audiencia detalla las similitudes, pero también las profundas diferencias entre sujetos que coinciden en un espacio social tenso. Chula y Petrona comparten una cotidianidad nacional de violencia política, corrupción y temor; sin embargo, la clase social las distancia y les asigna retos y herramientas muy diferentes para sobrevivir. Esta constante simetría femenina que se mezcla con una ineludible interseccionalidad complica el relato y nos interpela: ¿cómo tramitamos la culpa en medio de un conflicto que parece selectivo, pero nos golpea a todos? ¿Cómo nuestro miedo a la violencia es diferente al miedo que experimentan los demás?
Además de la estructura de cincuenta y un (51) secciones que se leen con fluidez, la novela presenta una gran riqueza en la creación de los mundos femeninos. En particular, rescato la construcción de Chula, cuya voz produce una narración llena de momentos imaginativos, de obsesiones infantiles, de una manera íntima y aguda de percibir el mundo y de recontarlo. Rojas solidifica los cimientos de una novela de aprendizaje, en donde la percepción de lo cotidiano propone un tiempo propio, el del recuerdo del dolor, de la extrañeza que implica crecer en un país con condiciones sociales y políticas adversas. Chula nos regala detalles y risas, mezcla crudeza con ingenuidad y nos arroja al mundo interno de una niña de clase media que intenta entender lo ominoso: qué es la oligarquía, cómo un país puede amar y odiar a un hombre como Pablo Escobar o por qué los barrios de invasión producen miedo, mientras otras migraciones se ven como un ascenso social. Por su parte, la voz de Petrona está menos lograda, surge tímidamente y pierde verosimilitud al usar un tono que parece inmotivado según el recorrido vital del personaje. Pero el acto poético de juntar estas dos infancias desnaturaliza con éxito lo que el paso del tiempo y la reiteración de la violencia naturalizan a veces: el despojo y la desigualdad.
A este tiempo de lo íntimo se le une el tiempo histórico del narcotráfico, recreado con contundencia usando un archivo nacional de canciones, telenovelas, titulares de periódico e imágenes mediáticas del conflicto. La historia ocurre entre 1980 y 1990, cuando Escobar sembraba terror y corrupción en un terreno ya deteriorado por la degeneración de las instituciones y la fragmentación nacional. La obsesión de Chula por la figura de Escobar crea una historia política y social paralela: en la novela navegamos entre microhistorias femeninas que interpelan la macrohistoria de la violencia organizada. Este entrecruzamiento de lo que muchos colombianos sabemos que pasó en los 80 y las vidas emocionalmente enriquecidas de Chula y Petrona les permite a los lectores pensar en la memoria y el olvido: por momentos los personajes callan ante la realidad que viven; en otros, hablan o escriben lo vivido. Esta reflexión sobre los usos del silencio y de la memoria —estando en Colombia o en el exilio— asienta la ficción como una morada posible para ver(nos) y para batallar contra el esencialismo.
En algunas de las entrevistas que Rojas ha ofrecido hay pistas para apreciar el lenguaje en su obra. En la edición en inglés se nota cómo algunas de sus ideas sobre migración se mezclan con una voluntad escritural de hacer transliteraciones, es decir, de conservar estructuras gramaticales del español al usar el idioma inglés. Esta traducción lúdica no solo enrarece algunas expresiones, sino que asegura desde su presencia en la página una reflexión sobre cómo el desplazamiento y el exilio reinventan el lenguaje. De otro lado, la edición en español de Vintage Random House tiene varios problemas de traducción asociados a la puntuación y a la ortografía, que distraen la creación del universo poderosamente imaginativo del texto.
La obra empieza y termina con una carta y una fotografía, que funcionan casi como un espejo para sus lectores, pues sus páginas nos preguntan cómo nos acercamos o nos alejamos del otro. Y es en estos juegos de distancia y cercanía que aparece el Brugmansia arbórea alba, el árbol del borrachero y su perfume lejano que marea a quien pasa o su poderoso veneno, la base química de la escopolamina, que enloquece y quita la memoria a quien se acerca demasiado. En cambio, La fruta del borrachero no nos permite olvidar que los afectos, los territorios y los cuerpos de los colombianos están heridos por la violencia, pero tampoco deja de recordarnos que entender el pasado implica comprender —e imaginar— las condiciones en que vive ese que vemos como Otro. Las trayectorias de estas niñas insisten en la necesidad de luchar contra la desmemoria y la abulia, efectos directos de oler el borrachero o de vivir un presente que acumula décadas de muerte, venganza e injusticia. La novela de Ingrid Rojas demanda el acto ético y creativo de ver de cerca los rostros de varios actores del conflicto, imaginarlos en su humanidad, con todo el dolor y la memoria que ese ejercicio de reconocimiento pueda acarrear.
Gloria Morales