Decir Berlín, decir Buenos Aires. Saúl Sosnowski. Buenos Aires: Paradiso. 2020. 128 páginas.
Hay otros libros de Saúl Sosnowski que están en este Decir Berlín, decir Buenos aires, su primera novela, pero no el primer libro que plantea algunas de sus obsesiones y sus búsquedas; en 2017 apareció Rugido que toda palabra encubre, su primer libro de poesía, pero, repito, no el primer libro de obsesiones y búsquedas. Y así podría seguir, viajando hacia atrás, hasta llegar a sus primeros libros y artículos, y no puedo resistir la tentación de decir que podríamos intentar llegar hasta la primera piedra, el koan mayor, esa A que inicia la novela y la larga búsqueda: “la letra que a las demás contiene”, dice en un poema.
La primera piedra está en el primer verso de Rugido… y la A es la primera letra de la novela: “Ajenos”, dice, y luego vemos que el personaje se llama Alejandro. Y la piedra del poema también está, aunque se trate de otras piedras, en la portada de la novela y en un patio que aparece en otro poema y más adelante en la novela. Es inevitable la tentación de ir escudriñando acertijos porque la poesía-narrativa de Sosnowski recurre a los símbolos para plantear sus búsquedas mínimas y esas grandes interrogantes que nos trascienden. La lectura de la novela remite al libro de poemas porque hay en la narrativa, aparte de la simbología compartida, un ritmo poético y un tono que parecieran salidos de la misma voz. Tanto así que el libro de poemas da la sensación de ser parte de la novela, por lo que no estaría fuera de lugar en la pared que Alejandro y Tamara escriben.
El koan aparece desde el título. El rugido puede encubrir o quedar encubierto por la palabra; ésta, a su vez, puede encubrir o quedar encubierta por el rugido. En el caso de la novela, ¿por qué decir Berlín, decir Buenos Aires? ¿Quién, cuándo, cómo los dice? ¿Qué ocurre cuando se dicen? ¿Quiénes ocurren? Pero el título de la novela no hace estas preguntas, queda apenas como un acertijo que puede o no ser resuelto. O quizá Alejandro y Tamara lo resuelvan, queriéndose, en la pared. En los dos títulos también se revela uno de los elementos esenciales de la poética de Sosnowski: esas dos entidades separadas y, al mismo tiempo, unidas por un tercero; éste puede ser un lugar, alguien o la palabra misma. Entre el rugido y el encubrimiento está la palabra; entre Berlín y Buenos Aires está el decir. Pero ese tercero se agranda porque intenta contar una historia mayor, una crónica de grandes viajes, pérdidas dolorosas, terrores, angustias y esperanzas. El personaje de la novela no es capaz de cruzar esa enorme, dolorosa e incomprensible distancia entre esas dos entidades; por eso se distancia de los otros y siempre mira y remira sin acercarse. Repito: tentación de resolver acertijos: Alejandro, nombre que contiene su propia lejanía, alejarse, alejándose. Le obsesiona el acto de ver pero lo paraliza la acción que seguiría, salvo casi al final de la novela, cuando encuentra a Tamara, con la que salva varias distancias entre cuerpos e historias.
Y así como el libro de poemas está en la novela, en ambos están los otros libros de Sosnowski, como si su obra se encaminara, en varias direcciones y a través de los oficios que el autor ha ejercido (académico, crítico, editor, viajero, promotor de causas, poeta, narrador) hacia el mismo lugar: la piedra mayor, la pared, la cifra que las contiene a todas. En la novela está la lengua de las aulas, la de los congresos literarios y los ensayos académicos, y están las adhesiones y el discurso de la resistencia política y cultural, es decir, los espacios que nos dan los pasos y las huellas del quehacer y la identidad de Sosnowski. Podría decirse que cada libro que Sosnowski le suma a su obra es un paso más “en las huellas”, y no es casual que esa frase aparezca en la dedicatoria del poemario y en la novela: “Pasos en las huellas”.
La pared que los personajes de la novela construyen juntos y en la que caben sus historias personales y, claro, las historias mayores, ocurre en el presente, pero se mueve hacia atrás y se proyecta, como un signo de esperanza, hacia el futuro. La poesía y la novela de Sosnowski se mueven entre ésas y otras formas geométricas, entre cuadrados y rectángulos: pared, caja tallada que Alejandro carga y atesora, foto, postal, pantalla, ventana, balcón, puerta, piedra, placa, tumba, plaza, gimnasio, pileta; formas contra el olvido y para el reencuentro. Todos son espacios de contornos definidos pero de límites que la memoria, el dolor y la esperanza desbordan. Geometría feroz y, a la vez, fraternal; los recuerdos, dice, “no me invaden, me rodean, me cobijan, me protegen” (81). Y el patio, dice, es el “rectángulo de su niñez y adolescencia; la medida de su mundo” (71). No hay forma de salir de esas formas; en la pileta, por ejemplo, el personaje quisiera ir más allá del borde y “saber qué había bajo su límite de flotación” (77); esta pregunta también aparece en el libro de poemas: “¿Será posible acceder al tiempo suspendido sobre las aguas,/ palpar otro inicio,/ otra versión?” (30). Por eso nada con intensidad, pero siempre tiene que dar la vuelta: metáfora de esos pasos que vuelven sobre sus huellas, como abrir la caja de las fotos.
También es una geometría poética y ontológica contra el borramiento; hacia allí va la pared y, por eso, Tamara se siente llamada a escribirse en ella, pues también tiene “la medida de su mundo”. La pared es el Aleph, el punto de encuentro en el que coinciden, como aquel Aleph de la Calle Garay, todos los puntos del universo. Sin duda, las historias que Alejandro y Tamara entrelazan son mucho más grandes que ellos, los desbordan. La pared contiene a las demás formas geométricas, es, Foucault dixit, un espacio heterotópico, lugar de encuentro de múltiples lugares que llevan a otros lugares, y así hasta el infinito. Estos lugares están y son, existen y transcurren dentro y fuera de los personajes, existen en el cuerpo, otra forma geométrica, que se encuentra en otro cuerpo. La pared también es un espacio fijo y portátil, una reconstrucción del Muro mayor, y me pregunto si la tradición judía permitirá esta portabilidad, como el altar cristiano, con finalidades distintas. Cada reconstrucción de ese muro se carga de errancia para que cada uno lo convierta “en un rompecabezas de letras y números”, hasta dar “con el número, con la cifra precisa” (29).
La pared es, por lo tanto, colección y lista. Precisamente, la lista es esencial en la poética de Sosnowski. “Buenos Aires me suma” (48), dice en un poema que es una lista de sumas y restas: dulce de leche, medialunas, suplementos, siestas, acordes, ruidos; presencias que siguen estando, como las fotos de los desaparecidos. Las listas también imponen sus límites y se desbordan en su exceso nominal; listas que el personaje va escribiendo en la pantalla, incapaz de ir más allá, como ese oficio de mirar desde lejos que tanto ejerce. “La avalancha inicial había dado lugar a que se dijera más que palabras sueltas seguidas de comas” (62); los desaparecidos se hacen presentes entre comas que los separan y los insertan en una sucesión que los hace recobrar el nombre. “Esas líneas, sintió, lo conminaban a hacer algo. Sumó esas cuatro letras a las que iba registrando como mandato. Algo.” (62). Hasta ese momento, solo era capaz de hacer listas, podía decir, no contar la historia. De la misma manera, tampoco podía rebasar bordes, cruzar la distancia que lo separaba de lo mirado; quizá no podía llegar al otro lado porque lo que en realidad nunca fue posible fue el volver mayor, el regreso a Europa, de donde se fue expulsado. Solo con Tamara siente que puede cruzar, darles sentido a sus listas, su numerología; ella puede entregarle o hacerle ver “las letras que hasta ahora se había negado a enunciar” (97-98). Por eso quizá el narrador deje de llamarlo con nombre y apellido: Alejandro Subbass y, con y después de Tamara, solo se le diga Alejandro, como si hubiera recuperado el nombre propio.
Los nombres son combinaciones de números y letras, y cada uno tiene su medida, su límite y su desborde. Hay dos palabras de cuatro letras que saltan del libro de poemas a la novela: amor y odio; medida y cifra precisas. Suma y resta, como Buenos Aires y Berlín. “Todo, anotó. Cuatro letras para negar o para invocar. Cuatro, como nada, como odio, como amor” (58). La lista del poema, que contiene tanto, también termina en la palabra “Nada”, el Adán al revés: “Aleph aguarda a su Adán” (42), dice en otro poema.
Como Buenos Aires y Berlín, la lista se escribe, se dice. ¿Por qué no se nombra? Quizá porque nombrar solo le corresponda al Hacedor, el que otorga los nombres que solo nos corresponde escribir, decir, repetir, no crear. Los personajes de la novela repiten combinaciones de números y letras; los enlazan para convocarlos, como lista y colección, en la pared. Alejandro y Tamara combinan sus combinaciones contra el olvido que cada uno vivía solo. Y hacia esa búsqueda va la obra de Sosnowski: el dejar de buscar solos. El libro de poemas se plantea como el “sueño del solo” y la novela, como “el monólogo del solo”. La página y la pared encuentran su escritura, “otro idioma”, dice en el último poema, “una lengua desconocida”, dice en la novela, y se convierten en mapa para desandar y andar caminos, también son el mapa borgiano del rostro: “Se vio en la cronología de sus raíces, se reconoció en el entramado de quien había abierto una puerta, de quien ahora la llamaba por su verdadero nombre” (126). Así termina la novela, con ese encuentro de la cifra verdadera. No es casual que haya comenzado con otro tipo de escritura: “Ajenos los grafiti sobre paredes descascaradas, incomprensibles…” (7). Se pasa de paredes, así en plural, anónimas y de escrituras transgresoras, a la pared que le da sentido a la escritura y, claro, a la búsqueda. Y hay un episodio en el que otra pared separa al personaje de una mujer vista y deseada, pero tampoco estaba preparado para rebasar los bordes.
La novela, entonces, también comparte esta medida precisa, de geometría que se cierra sobre sí misma para abrirse, como la piedra, el patio, la foto y la pared. Y cada fragmento de la novela es una forma contenida, una piedra, un adoquín que va sumando para construir la plaza, el patio. En esto también reside su estructura poética; cada poema de Rugido… opera de la misma manera, va sumando contra el olvido. Lección que deja la escritura de Sosnowski: escribir contra la impermanencia (lo iluminado en la pantalla, lo borrado en el vapor del espejo del baño, lo que no dura en la memoria) y apostarle a esa forma de permanencia que funda la escritura.
Leonel Alvarado