Crema Paraíso. Camilo Pino. Madrid: Alianza, 2020. 249 páginas.
En momentos de revisionismo el Boom latinoamericano delata demasiada testosterona y una grosera marginalidad hacia las mujeres. Pensemos en Clarice Lispector y Silvina Ocampo que tuvieron que esperar décadas para encontrar lectores más allá de las fronteras de Brasil y Argentina. Sobre deudas todavía no saldadas sobrevuela la literatura venezolana. Esa deuda, en parte, quizá comience a pagarse durante los primeros años del siglo XXI. La crisis social y política que atraviesa el país ha generado que escritores emigren a tierras más benignas (y con un mercado) y que haya un interés por entender cuándo se jodió Venezuela. Una literatura secreta por décadas ha salido del ostracismo. En esa biblioteca fértil se amontonan el best seller La hija de la española (Karina Sainz Borgo), una tibia novela urbana como The Night (Rodrigo Blanco Calderón) junto a otras de calidad artística, sea Blue Label/Etiqueta Azul (Eduardo Sánchez Rugeles), Los días animales (Keila Vall de la Ville), los cuentos de Juan Carlos Méndez Guédez o la poesía de Raquel Abend van Dalen.
Por estos días se suma a la biblioteca Crema Paraíso, de Camilo Pino. En verdad, el narrador tenía un lugar asegurado con su debut, Valle Zamuro, una novela que tocaba el tema de la explosión social conocida como el Caracazo durante 1989. A través del joven Alejandro Roca el escritor retrataba una educación sentimental en medio del caos. De ese incidente, la sociedad venezolana no saldría indemne. Su nuevo trabajo es también un fresco de época: oscila entre principios de los años ‘80 y el nuevo milenio. Las fechas producen un paréntesis donde los personajes entran y salen de la historia con sus mejores pasos de comedia —vale aclararlo: la novela es un infinito carnaval sudamericano, tan patético que desde sus entrañas sólo se destila la carcajada amarga y no menos lúcida.
La trama de Crema Paraíso es sencilla: un día Emiliano, alguien que desea estirar su juventud hasta el hartazgo, recibe una extraña proposición: veinte mil euros y una semana en Berlín si sale en un programa de televisión junto a su padre, el poeta Alfonso Dubuc. En el medio hay unas viejas cartas a una tal Ulrika que refuerzan el enigma. A partir de allí, en un juego de memoria emotiva, el poeta regresará a un congreso literario organizado en La Habana. Desde ya, no es un lugar cualquiera: estamos hablamos de cuando la ciudad cubana era un diamante que atraía con su brillo y prestigio a un rosario de intelectuales. Ellos se quedaban unos días, hacían turismo cultural (tal vez sexual) y luego iban por el mundo hablando maravillas de la Revolución.
A ese lugar va a parar el poeta venezolano que hasta hace muy poco era una promesa y hoy es un tipo que, si los colegas lo ven, prefieren cruzar de calle. Pero el viaje se volverá mítico para Alfonso, una cantera de inspiración que fundará las bases de lo que íntimamente soñó toda su vida: ser el poeta Nacional. Un busto de mármol, un relato legendario.
Cada conflicto le sirve a Pino para desmontar los mecanismos de la Revolución cubana y poner en relieve los juegos del poder literario. La estrategia es eficaz: los paneos a Ernesto Cardenal, Mario Benedetti y hasta de Fidel Castro, como ciertos rumores ponzoñosos en torno a Gabriel García Márquez y Julio Cortázar despiertan una reflexión mordaz que se vuelve una mirada cómplice con el lector. De allí que de lo narrado confluya la ficción y la no ficción, un inteligente juego que ahonda elegantemente el deliro de Crema Paraíso.
El encuentro entre Dubuc y Fidel carece de palabras épicas, no hay nada para la posteridad ni para una biopic. Sencillamente porque él sabe que en momentos de emoción la inteligencia trastabilla: todo trabajo creativo es intelectual. Y también Alfonso, como todo artista, tiene mil máscaras:
“Fidel me dio un apretón de manos y me agradeció por participar en el congreso. Yo apenas alcancé a verle la barba de pequeños rizos y responderle: ‘De nada’. Eso fue todo lo que dije: ‘De nada’. No le dije: ‘¿Cómo crees, Fidel?, para mí es todo un honor estar en el primer territorio libre de América y poder ayudar, aunque sea con mi humilde poesía a la revolución. Yo, un poeta desconocido, soy quien se debe sentir honrado de tener el privilegio de etcétera, etcétera’. No, lo único que alcancé a decir fue ‘De nada’ cuando el destello de una cámara me encandiló (¡esa maldita foto me ha salido carísima!; los idiotas radicales de la oposición la sacan a cada rato como evidencia de que soy un caballo de Troya chavista). Fidel, con su característica astucia, se dio cuenta de mi insignificancia y siguió su camino tomado de la mano con Benedetti, dejándome como el lastre de un globo que ascendía al cielo de la revolución latinoamericana”.
El viaje a La Habana de los años ’80 trazará un puente para este presente en que padre e hijo, enemigos no tan íntimos, se batan a duelo: los rencores se multiplicarán en suelo europeo, y hay un momento culminante en esta historia donde se brinda la posibilidad de cambiar un destino. Es sensible, irónico, bello, como una vida de poeta.
Hernán Vera Álvarez