Polifemo. Erik Del Bufalo. Caracas: Editorial Eclepsidra, 2019. 317 páginas.
Vivo sin vivir en mí, y de tal manera espero, que muero porque no muero.
Santa Teresa de Jesús
Cuando avanzaba en la lectura de Polifemo (Editorial Eclepsidra, 2019), luego de haberme adentrado en el pantano movedizo, a menos de la mitad de la jornada lectora, estaba en selva oscura y era víctima del artífice del relato. Pisaba tierra cenagosa y sobre mí se abría un cuenco, había descendido a las tinieblas y escuchaba el rugido del monstruo en la cima de una montaña, abrazado a su roca; sobre mí se abría una bóveda llena de resonancias. Me resultaba muy difícil explicarlo, no al posible lector de estas líneas, sino a mí mismo. ¿Podemos hacer entender, acaso, nuestros argumentos y contra-argumentos, en una aventura en donde un cíclope se ha transformado en el demiurgo de una novela y todo el peso de su acción recae en el discurso?
Ustedes ya conocen la fatalidad de los pantanos movedizos.
Cada movimiento compromete las posibilidades de salir bien librado.
La novela de Erik Del Bufalo exigirá del lector, compromiso y audacia intelectual, cada quien deberá encontrar “su puerta en la oscuridad”, trabajar sus sombras, hallar la luz en las fracturas de los párrafos de este volumen de iniciación gnóstica.
En mi caso, busqué las herramientas afines, eché mano a mis convicciones personales sobre el arte de narrar. Recordé una especie de dogma impuesto quizá por Octavio Paz al definir la unidad de acción como propiedad cardinal de la prosa narrativa.
En Polifemo se cuentan pocas peripecias. La novela es una variación neurótica sobre tres o cuatro historias. La boda, un viaje de Lucian a Los Cayos, el asesinato de Lucrecia, la primera novia de la voz indagadora, el desvanecimiento de Judith y el juicio. Unas pocas conversaciones con el mejor amigo, casi invisible y el tío. El tío Gruz devela el primer misterio en un tratado sobre el ajedrez, un elogio a La Dama, allí se abre el juego, o se muestran las cartas, la búsqueda de la luz y la ansiosa aproximación a la feminidad, convergen.
Contrario a la lógica de la narración, la dialéctica entre fuerzas antagónicas y protagónicas se deslíe y paradójicamente no es el movimiento el que produce las imágenes de lo narrado sino la parálisis angustiada del discurso. La inacción es movimiento en la articulación reflexiva, es el accionar del pensamiento generador de la narrativa de quien indaga en su realidad de prisionero de un entendimiento superior.
El paisaje más que distópico es onírico, absurdo y contravenido, es árido y gris, a veces plagado de alimañas que acechan. Es en ese lugar donde nos desdoblamos como lectores, en esos escenarios, en esas copias hollinadas de la realidad se expresa un extrañamiento íntimo de quien es obligado, por el narrador a pertenecer a su relato.
Si yo fuese existencialista diría que es el extrañamiento del ser incapaz de nombrarse a sí mismo, el ser transfigurado en rata, la rata transfigurada en ser, lo uno es el otro; el extrañamiento del envenenado, el extrañamiento de quien envenena; pero yo, lector asombrado, pienso que es el descampado, el desierto, la intemperie.
Nos encontramos ante un texto exigente que va a requerir del lector no sólo imaginación sino el máximo de su capacidad para hipervincular lo leído con su bagaje cultural y arquetipal, con sus intuiciones místicas, pues va a ser retado a duelo en múltiples ámbitos y por innumerables referentes. Del Bufalo nos recuerda, oportunamente, que leer no es un placer. Leer es un pacto, un compromiso con lo leído. No es divertido ni complaciente, no tiene como fin sumar seguidores. El objetivo ulterior continuará siendo la purificación y la gracia tal cual la entendían los griegos. Un libro debe apelar a quien lo lee, exigirle y llevarlo, a veces, por caminos llenos de escollos, al borde de precipicios, debe angustiar su alma, colocarlo en dilemas y decirle: “hay una puerta abierta… o cerrada, hay un estado de placidez, la vida necesariamente no tiene la mirada del cíclope, sin embargo, hay que ingeniarse la luz”.
¿Cómo deberíamos aproximarnos a Polifemo?
Con modestia voy a hablar de mi experiencia, siendo ésta, como todo lo humano, según Jorge Luis Borges, deleznable; un intento personal compartido con todo aquel que lea estas líneas.
En primer lugar, ubicar al protagonista.
Al ubicar al protagonista podemos entroncar con la dialéctica de la narrativa del texto, la unidad de sentido y acción. Contrario a una primera impresión, Lucian es sólo el sujeto, el medium. Este medium es un boxeador. Se mueve con agilidad en el ring, hace bicicletas y utiliza mucho el jab y el upper, mucho más que el gancho a los costados, no tiene interés en dejar sin aire a su contendiente, tampoco en destruir la vitalidad de sus órganos.
Busca sobre todo aturdir a esa fuerza que, al pensarlo, lo ha puesto sobre el ring.
Si leemos con cuidado, la novela tiene muchas bisagras porque muchas bisagras tiene el discurso. Lucian es sujeto, es una brizna de paja en un discurrir de conciencia revelado en su diatriba intelectual, no estamos ante un fluir de la conciencia clásico pues es la conciencia consciente de sí misma la que fluye, una corriente de conciencia vigilante, que se arma y se desarma y hace pulso con el lector, la conciencia cazando sus gazapos porque es el fluir de conciencia de un obsesivo, que al saberse pensado busca por todos los medios liberarse de su pensador. Aún cuando Lucian acusa al lector de ser el monstruo: “¡Oh, gran tú! ¿Qué es lo que realmente quieres? ¿Por qué llegaste hasta acá? ¿Qué fue lo que realmente entendiste?”…el personaje no acierta, sigue confundido. Sin embargo, aparece un indicio y sigue la pista y al menos a nosotros, nos ayuda a concluir, sin temor a equivocarnos, que el protagonista en Polifemo es el discurso al mismo tiempo que también lo es el destinatario. ¿Lucian? El discurso del sujeto sólo es el eco del discurso de quien lo piensa. El sujeto es una imagen de quien lo piensa y crea; no es independiente y hasta las palabras de su amargo reclamo, es de quien lo piensa y le otorga voz, no le pertenecen como entidad autónoma.
He allí la tragedia.
El ser humano necesita del aire, de la comida, del agua para vivir, como cualquier otra especie; pero todo lo anterior no es suficiente, el ser humano es una especie que vive para trascender su condición biológica y lo hace a través del discurso. Puedo pensar en el ser humano sin agua y sin comida, nunca sin su voz, sin discurso, sin narrativa, sin cuento. Nunca sin una historia de su miserable odisea. El ser humano es impensable sin su prójimo, sin las voces con las que interactúa, al interior de sí, al exterior de sí, en las esferas inefables del espíritu y en la constreñida razón. En ese sentido, la novela es un texto sobre la voz que no se pertenece a sí misma en cuanto pertenece al discurso que protagoniza y del cual busca liberarse. A través de la voz el hombre explora su universo y recae en sus obsesiones, una y otra vez nombrando como si fuese el primer hombre, sin darse siquiera cuenta de los plagios y de las usurpaciones. Pero cuando la voz no pertenece, cuando es una emanación de una articulación de un texto narrativo y a su vez es conciente de tal fraude, se revela y empieza a urdir su nulidad.
Puertas adentro somos un torrente de bullas, el famoso mono enloquecido de los budistas. La voz es la ruda zampoña, la bruta voz del cíclope y de Lucian; la voz es el medium atravesando los bordes de la lucidez, en busca de un sentido luminoso que lo emancipe. Todo lo anterior se va revelando en una especie de despojo, de vaciamiento místico, sólo lo vacío puede al final contener de manera única y él desea contener siendo hueco como una caverna, siendo nadie —y uno.
Desea ser luz siendo oscuridad.
Hay una búsqueda obsesiva en la novela, una frustración recurrente, la imposibilidad de comprender y poseer lo femenino. La imposibilidad de amarlo.
¿Quién es el buscador?
¿El discurso escindido de Lucian?
O, ¿Lucian escindido de todo lo que ha narrado?
Entonces aparece el desafío de Prometeo en la novela.
Lucian quiere algo más que sentencias felices, algo más que el desbarrar sobre la feminidad. Por momentos busca apropiarse del discurso, de robarle la voz al monstruo, es allí cuando decide exponerlo y lo confunde con un lector que le exige su cuento, la confesión de un delito, el sometimiento a un juicio. Lucian cobra conciencia de sí mismo y comprende que sólo con la argucia de Ulises puede alcanzar la autonomía de su monstruoso pensador, el discurso que lo ha creado. Ser nada y rezar junto a Hemingway, padre nada que estás en la nada, es el recurso para redimirse. Entonces decide dejar de nombrar y de nombrarse.
Las figuras femeninas en la novela son dos y una, son luna y sol, oscuridad y luz, prostituta y virgen, madre y esposa. Eva y Lilith. Así, Lucrecia y Judith, son personajes inasibles, esquivas ambas Eurídices en los infiernos, la ascensión de la virgen. Lucian en su rebeldía, como el ángel caído, decide buscarlas en el desierto, en el exilio, su búsqueda es desesperada y dolorosa, es la búsqueda del hombre expulsado del paraíso, es la búsqueda del hombre incompleto y gutural de las cavernas, del místico iluminado que emprende el camino del vaciamiento hacia la totalidad. Ha de ser “nadie”. “Sólo se puede amar lo que se desconoce”. Deja de nombrar y de ser nombrado, viste sus camuflajes y confluye con el “nadie” de Homero; de esta manera, el medium que es el antagonista, Satán, el ángel caído, burlará a Polifemo, ese quien lo busca, lo juzga y desea devorarlo.
La voz, Lucian en su relación neurótica, logra grados de lucidez sublimes cuando se declara incapaz de conocer a la mujer y renuncia incluso a llamarla por un nombre. Aquí se da uno de los desgarramientos vitales de la novela: la lejanía insalvable de la mujer, su imposibilidad en tanto entidad femenina, la ansiedad por Finlandia, el polo Norte, el Universo “que es una estepa donde corren las cosas que no tienen peso”.
El no ser en Ella para ser sin Ella en Ella y así en una suceción de imágenes reflejadas en una galería de espejos, en busca de la comunión y la completitud-imposible. Drama de la mortalidad.
Polifemo es una novela para ser leída lentamente, para regodearse en el discurso actante en sus contradicciones, es la aventura del logo desquiciado, la aventura de la voz; es vasta y toca muchas teclas. Estamos ante una novela órfica, en cada párrafo puede estar el Jordán, el bautizo, el descenso a los infiernos, a las cavernas, a la oscuridad; la resurrección, la luz, la renuncia y el vaciamiento que nos deja con esta frase del maestro Eckhärt: “Cuando el alma llega a lo uno y allí entra en un rechazo puro de sí misma, encuentra a Dios como en una nada”.
Israel Centeno
Israel Centeno (Caracas, 1958) . Escritor de cuentos y novelas, profesor de creatividad literaria, traductor y promotor cultural. Su obra, alrededor de dieciséis libros entre novelas, cuentos y relatos cortos, ha sido editada en Venezuela, España, Inglaterra y Estados Unidos. Premio del Consejo Nacional de la Cultura (CONAC) y Premio Municipal de Caracas en 1992, por su primera novela Calletania y Premio del Concurso Anual de Cuentos del diario El Nacional en 2003 por su cuento “Según pasan los años”. Forma parte de antologías publicadas en Venezuela, España, Inglaterra y Eslovenia. Su libro de relatos Bamboo City y su novela El Complot (The Conspiracy) han sido traducidos al inglés y editados en Estados Unidos. Ha traducido al español las novelas Perú de Gordon Lish, El Jardín/Constance de Fenimore Woolson, Un inconveniente de Mary Cholmodeley y Diario de un hombre de éxito de Ernest Dowson, editados por Editorial Periférica, España. Vive en Pittsburgh, donde fue escritor residente de City of Asylum y se desempeña como intérprete y lingüista.