En cuarentena en South Beach, Miami, un escritor reflexiona sobre literatura (y abejas) mientras contempla la pandemia global.
Puse una cuchara con miel en la ventana.
Me quedo mirándola, mirándola fijo por mucho tiempo: la gota de miel que se deposita con delicadeza en el hueco de la cuchara, un glaciar en cámara lenta, un ámbar que se transforma en un dorado sedicioso.
No sé hace cuánto tiempo estoy así, pero estoy seguro de que pasó casi más de media hora.
La imagen de miel que cubre el metal brillante parece una de esas fotos que manipulamos en 3D.
Estoy arrodillado de frente a la ventana. La luz de la mañana es tenue, noble y blanquecina, la luz de Miami Beach en primavera. El aire que llega desde la playa es un lengüetazo refrescante. Si alguien entrara en mi habitación, seguramente pensaría que soy un monje que ensaya un ritual o un lunático que intenta desesperadamente establecer un encuentro del tercer tipo.
Pero no va a entrar nadie. Estoy en autocuarentena. Ni siquiera el fantasma del padre de Hamlet está más solo que yo en este momento.
Darme cuenta de eso me saca de mis pensamientos profundos. Un fogonazo muy adentro de mi piel, un jarrón que se cae de ningún lado y está destinado a estrellarse en ningún lado, dentro de mí. En eso pienso.
Me recuesto un poco: ahora sé por qué la cuchara con miel…
Hace diez días
(Esto no es Bizancio)
Me devoré una hogaza de pan duro. Pienso en el pan que comen los prisioneros de guerra, un pan que estuvo guardado días enteros. Para tratar de ablandarlo un poco, le pongo miel arriba. Me comí el pan, pero me olvidé de sacar la cuchara de la ventana.
El Tiempo, esa cosa interminable y caprichosa, no existe en confinamiento. O tal vez existe, pero tiende a distorsionarse a sí mismo tanto que ahora es un tiempo sin límites; no puedo imaginarlo como una mera acumulación de horas. No puedo explicarlo sin quedar encerrado en una cascara de nuez y sentirme rey del espacio infinito.
Hay un momento en el que, simplemente, no sé qué tan tarde es el atardecer o qué tan nocturna es la noche. Agarro el teléfono para averiguarlo. Miro hacia afuera, por mi ventana, para ver los toques de luz que reinan sobre el vecindario, los balcones cercanos, los autos estacionados en la calle, para tener una idea de qué hora podría ser.
La realidad es una construcción cognoscitiva, una urdimbre fina y sedosa, cambiante y maleable: un único suceso inesperado y se interrumpe el final feliz prometido, una estructura piramidal que se derrumbará si se le saca un solo ladrillo. Gracias a nuestros teléfonos o televisores, podríamos señalar perfectamente esos desastres que se produjeron en el pasado: el incendio de la catedral de Notre Dame, la explosión de Chernóbil o un terremoto devastador en Haití. Esta covid-19 (suena como un tipo malo de una película de ciencia ficción) tiene una omnipresencia tan gigantesca —solo podemos recordar su origen— que nos deja prácticamente sin herramientas para decir dónde está ahora. Pero, en realidad, es fácil: está en todas partes. Abres la puerta y el Mal está ahí afuera, esperando. Cierras la puerta y el Mal está adentro, tomando vino de tu vaso, leyendo la novela que dejaste sin terminar, vestido con tu ropa, afeitándose la cara en tu espejo, haciéndole el amor a tu novia o novio, jugando al ajedrez de El séptimo sello sin invitarte, escuchando algunos solos de John Coltrane, fumando cigarrillos, cambiando de canal en tu televisor para mirar las noticias, o incluso besándote en la boca. El Mal hasta tiene un cumpleaños: 17 de noviembre de 2019. Después de ese día, el Mal tiene una edad desdeñosa; es el nuevo Proteo, que huye de un murciélago a un pangolín, y de un pangolín a cualquier ser humano con el que se encuentre.
Me gusta esta vuelta repentina a la Edad Media, otro volver al pasado, aunque yo mismo me sienta privado de mi rutina. En cierto punto, me siento más conectado a mi vecindario, y cuando digo vecindario quiero decir ciudad, quiero decir país, quiero decir universo. Estoy en una cuarentena voluntaria para después pasar a otra cuarentena en la casa de mi madre. Vive sola. No puedo ir a verla sin antes que nada asegurarme de que no soy una colonia del mal.
Mi plan es quedarme con ella todo el tiempo que pueda. Nunca antes estuve tan alerta a las señales de mi cuerpo. Este también tiene que ser un país para viejos, querido W. B. Yeats. Tenemos que completar un ciclo de vida. Deberíamos cuidar a nuestros padres y abuelos como ellos nos cuidaron cuando éramos niños.
Mi casa es el único lugar en el que existo. Desde aquí miro todo, adentro y afuera. Soy un voyeur inexperto, una obra inconclusa; mi visión se agudiza, se ajusta a los nuevos matices de luz, descifrando la nueva manera de ser de las cosas que me rodean.
Quiero entender qué cosa es el tiempo cuando se lo aparta de nosotros. El confinamiento me incita a descifrar esa sucesión de horas a la que me aferro, como el prisionero se aferra a esa noción de tiempo entre comidas, destellos de naturaleza o de luz artificial, duchas y castigos. El día y la noche serían una amalgama inextricable de no ser por esos eventos de “rutina” que le dan estructura al Tiempo. El Tiempo es una dictadura, la mejor de las calumnias, escribo en alguna parte. No se nos permite hacer nada que no esté sometido al Tiempo. Constantemente buscamos eventos que decapiten nuestras rutinas, eventos que le dejen una marca memorable. El guion infalible está escrito por el Tiempo. Igual que el prisionero, vivo en las cosas que confirman que soy un ser humano en este mundo, en ese cuento narrado por alguien —tal vez un idiota—, que no significa nada.
Hace nueve días
He estado refunfuñando demasiado sobre la posibilidad de tener un mes entero de soledad absoluta para terminar de escribir el último capítulo de Breakfast in the Snow, una novela con la que lucho hace casi tres años. Un mes entero. No pido más. Casi treinta días de devoción titánica a la página en blanco. Sin vacaciones, sin viajes, sin teatros, sin leer libros de otros autores, sin cafés, sin películas con amigos, sin paseos por la playa, sin partidos de frisbee, sin pedalear por Ocean Drive, sin gloriosos happy hours, sin bares, sin fiestas, sin sexo, sin orgías, sin amor. La soledad como si fuera la celda de un monje. Un mes entero para cumplir un anhelo: tener un desayuno en la nieve.
Hace ocho días
Me acuerdo perfectamente del argumento: los personajes siguen vivos para mí. Emma, una mujer inteligente, una madre modelo, maneja un Chevrolet azul por la calle Jefferson. Sin aire acondicionado, el auto es un horno con ruedas, con temperaturas que superan los 37 grados. En el asiento de atrás, va una bebé de seis meses atada a su sillita; lleva puesta una blusa vieja color dorado.
Mi improbable futuro lector no sabrá (es imposible que sepa) que Emma está huyendo de su esposo y que sufre de depresión postparto. Exactamente en el cruce entre las calles Jefferson y North 15th, Emma frena el auto, sube las ventanillas y se dirige al cajero automático del US Bank sin darse vuelta para mirar el auto. La veo caminar con gracia, como si hubiese salido a comprar flores, como Clarissa Dalloway. Cuando tiene el efectivo, deja las llaves del auto en el cajero automático; las llaves del auto, que evocan la miel petrificada sobre una superficie brillante de metal. Emma nunca vuelve al auto.
Hace siete días
(Prímulas)
Ayer no escribí nada. La historia quedó inconclusa, como esos paisajes que viajan con nosotros antes de entrar a un túnel largo y oscuro.
Camino por mi habitación, una especie de altillo grande y hexagonal, con paredes pintadas de color naranja y una chimenea justo en el centro. Un realismo mágico absoluto si consideramos que vivo en Miami Beach, rebosante de luz y calor.
Las cosas que me rodean permanecen en ese universo extraño que crea el Silencio. El confinamiento —¡ay, qué pena! Tiene más sonido y menos furia— me ayuda a ver y oír mejor: el muñequito del Principito, algunas espadas con grabados celtas, la imitación de una lámpara de Bagdad que cuelga de la misma cadena que uso para encender y apagar la luz. Tal vez todas estas cosas tienen un nuevo significado ahora, o tal vez están ocultando algo. Algunos son regalos de cumpleaños, otros, de Navidad. Estoy casi seguro de que tienen otra simbología que aún no fue descubierta. Y cerca de esas cosas, como guardianes, están los libros que ya leí y aquellos cuya lectura tengo pendiente; algunos están escritos por colegas amigos.
Natalia Ginzburg
Cheryl Strayed
Alexander Chee
George Steiner
Marlon James
Hilary Vaughn Dobel
Valeria Luiselli
David Ebershoff
Wagner habría hecho otra Tannhäuser moderna con todo esto. Es difícil no abandonar mi novela. “Donde liba la abeja, allí libo yo. Me poso en la campanilla de una prímula”, me recuerda Arundhati Roy desde El dios de las pequeñas cosas.
Por algún motivo, me acuerdo del calor, de la temperatura que sube y de una bebé de seis meses. De repente, le doy una bofetada al aire para ahuyentar a la abeja imaginaria que vuela sobre mi frente.
Hace seis días
Puse la misma cuchara con más miel en la ventana. Cuando traté de sacar la cuchara ayer, había una abeja volando encima. Podría haber sido la misma abeja, pensé. Hay una cita de Einstein —aunque todos concuerdan en que es apócrifa— que dice que la raza humana va a desaparecer cuatro años después de que muera la última abeja.
Una vez que está en el aire, una abeja es una extensión de la miel en vuelo. Miro detenidamente a la mía; su belleza es casi desafiante, un ballet aéreo de una Giselle demente. Sé que la abeja siguió el rastro de ese poco de miel que yo había dejado en la cuchara. Esa destreza que usa para exigir la única cosa que le otorga sentido a su vida es una virtud en el mundo de las abejas, pero una nebulosa en el nuestro.
En algún lugar leí que las abejas tienen memoria, que el funcionamiento de su cerebro es casi como el nuestro, lo cual les permite reconocer caras. Me acerco más a la ventana (obviamente estoy manteniendo el distanciamiento social) y me pregunto cómo me verán sin ropa presentable y, desde luego, sin estar para nada afeitado.
Las alas se mueven rápido en su cuerpo a rayas, un misterio total para la aerodinámica: ninguna abeja debería volar con un cuerpo de esas dimensiones.
Sé que la esperanza de vida de las abejas melíferas trabajadoras es de cuarenta y cinco días, que es más o menos lo que dura la cuarentena. ¿No es irónico que deban enfrentar los mismos peligros que nosotros, una invasión de virus y pesticidas, la mayoría creados u ocasionados por el ser humano?
Sin abejas no hay polinización, sin polinización no hay semillas, sin semillas no hay plantas y sin plantas no hay vida.
En esos cuatro años que nos quedan después de la muerte de la última abeja, deberíamos luchar por sobrevivir usando ese instinto aconsejado por el narrador de Dostoievski en Los hermanos Karamázov: “las malezas, los insectos, las hormigas, la abeja dorada, todos ellos conocen su camino en la vida con una certeza tan maravillosa, por instinto”.
(Instinto)
David Hackenberg fue el primero en alertarlo: miles de abejas estaban desapareciendo misteriosamente. Pero lo que le pasó a Hackenberg fue lo mismo que le pasó al doctor Li Wenliang cuando alertó sobre los primeros casos de coronavirus: sus palabras fueron ignoradas. Ahora todos sabemos que las abejas contaminadas por pesticidas o por el virus Nosema ceranae, un virus originario de Asia, sufren de daños en el sistema nervioso central y, como consecuencia, se pierden y mueren.
Cuando leí el libro Voces de Chernóbil, una obra maestra de Sveltana Alexievich, me desconcertó enterarme de que las abejas estuvieron entre las primeras en entender que el fin del mundo estaba cerca. Un sobreviviente de la radiación recuerda que, incluso antes de que se anunciara nada por radio o televisión, las abejas se rehusaban a abandonar sus colmenas, que ni una sola abeja se atrevía a salir en busca de alimento y así rechazaban la posibilidad de alimentarse de una flor radioactiva.
Hace cinco días
Estuve trabajando con alegría en Breakfast in the Snow, pero volví a perder ese impulso. Me encantaría haberlo escrito igual que Marguerite Duras escribió El arrebato de Lol V. Stein. Tal vez es una locura escribir sobre la nieve cuando es primavera en Miami; tal vez simplemente estoy disfrutando esta soledad impuesta, que antes que escribir sobre la soledad de otros prefiero escuchar las campanadas internas de mi propia soledad, que hablan dentro de mí, sordas, solitarias, como un zumbido que se desvanece.
Todavía camino por mi habitación, mi habitación propia, una habitación con vista.
La Feria del Libro de Miami me pidió que hiciera una lectura de quince minutos en vivo. Estoy buscando entre los libros que publiqué para elegir los poemas más adecuados para una lectura virtual en tiempos como estos, pero no es tan fácil como parece. Desde mi ventana, veo la ventana de mi vecina. El año pasado, un tipo vivía con ella. Primero llegaron los gritos y las peleas constantes, después los golpes, después los moretones en el cuello de ella.
Una vez la vi paseando a su perro por la acera. Le vi los moretones en los brazos. Ambos tuvimos la cobardía silenciosa del cómplice.
Ella no lo sabe, pero es probable que le deba la vida a un argentino indocumentado que vivía en mi edificio y llamó al 911 cuando vio las manos del tipo apretándole el cuello una noche.
Viejo, le salvé la vida con la llamada al 911, te lo juro, me dijo, días después.
Pasó un año de esa llamada.
Vuelvo a mi novela. Hago un avance sorprendente en el último capítulo. Por momentos, hago recreos breves de la trama para divagar: aquellos que viven este confinamiento sin familia ni asistencia del gobierno, desempleados o indocumentados, ¿cómo se las arreglan? Y aquellos que viven en la misma casa con el opresor, ¿cómo sobreviven?
Hace cuatro días
(La generosidad de los extraños)
Tal vez nos olvidamos de que todo lo que pasa ahora ya pasó, en mayor o menor medida, en Londres en 1906 o en Florencia en 1348 o en cualquier otra ciudad o año en el pasado.
Sin memoria perdemos el Tiempo y, cuando eso sucede, solo nos queda un Presente incierto, que no tiene columnas ni espejos para multiplicarse o de los cuales aferrarse, una pesadilla interminable en la que todos estamos gritando, haciendo llamadas telefónicas, jugando al juego de la vida mientras el Presente nos borra, minuto a minuto, sin cesar. Somos lo que recordamos.
Sin hacer comparaciones funestas, no olvidemos que Shakespeare sufrió un infortunio similar y, aun así, de algún modo, se las arregló para escribir tres de sus mejores obras durante una cuarentena: Rey Lear, Macbeth y Antonio y Cleopatra.
Ya sé que no soy Shakespeare; nadie es Shakespeare, ni siquiera Shakespeare.
Mi lectura empieza a las cinco de la tarde desde el perfil de Facebook de la Feria del Libro de Miami, pero los que se conectan me miran leer desde el hexágono naranja en el que vivo en Miami Beach. La virtualidad es la filial del Presente, un milagro en este momento. Mi teléfono celular se convierte en ese Aleph borgiano, el punto en el espacio que contiene todos los puntos: a mi hermana y mi sobrina en el norte de Italia, amigos en Madrid, amigos en México, amigos aquí en Miami.
El Futuro no llegó a nosotros, como pensé una vez, cuando empezó el virus. En su lugar, fue el Pasado, que es un plagio del Futuro, lo que llegó a nosotros.
En ese futuro, vivieron aquellos escritores que ya escribieron libros sobre virus y pandemias, con personajes que se enferman como nosotros, que se lavan las manos como nosotros, que se cubren la boca y la nariz con mascarillas, personajes que se adaptan a una nueva vida, que sobreviven.
El futuro que ya ocurrió contiene algunos de estos nombres: Asimov, Bradbury, Dick, Le Guin, Brian W. Aldiss, Stanisław Lem, personas que contaron historias que ahora deberían catalogarse como libros realistas (algunos ahora deberían ser considerados novelas costumbristas), y cualquiera que hoy esté escribiendo otro Madame Bovary o El gran Gatsby —con toda esa acumulación de gente y abrazos y besos y fiestas sin distanciamiento social— está destinado a escribir la nueva novela distópica futurista del pasado.
El primer poema que leí en el evento de Facebook es uno que escribí bajo la influencia del personaje de Blanche DuBois. El último verso nos recuerda que, en la vida, siempre dependemos de la generosidad de los extraños.
Cuando se termina la lectura, pongo más miel en la cuchara. Soy tan extraño para el insecto como él para mí.
Hace tres días
(Flâneur)
Deambulo por mi habitación como si estuviera en cualquier ciudad. Trato de moverme tan lento como puedo, disfrutando tanto el tiempo como los espacios. Obedezco una religiosidad deslumbrante de rutas increíbles: cama, baño, cocina, cama. La mayor parte del tiempo, llevo conmigo un libro o mi teléfono. Hablo con amigos en Madrid y Nueva York mientras entro en la cocina; veo los estantes de sus bibliotecas: ropa colgada, ventanas que explotan de luz, plantas naturales, plantas de plástico. Vuelvo a la cama mirando un video que grabé en Cinque Terre el verano pasado. (El video ahora es una porcioncita de tiempo atrapada en un celular). Desde el balcón de un piso alto, una mujer italiana sacude un mantel. Veo todo desde mi punto de vista de transeúnte.
Paso de la cama a la ventana de atrás. El poeta y escritor John Freeman publica una foto en sus historias de Instagram. Es una foto de una ciudad de Nueva York vacía. No hay ni un perro cruzando la calle. El insoportable peso de la soledad, pienso. La cuarentena nos convirtió en hombres de las cavernas con wifi y iPhones. Aventurarse a salir hoy es igual a aventurarse a salir de una cueva hace siglos: hay que tener cuidado con las garras del oso, la picadura de la serpiente, el rayo de un dios o un virus. De la ventana voy al baño. Hay una foto clavada en la puerta; es la foto en la que me desnudé para Spencer Tunick entre cientos de personas en el Hotel Sagamore: estamos todos desnudos, muy apretados, muy cerca, hoy un bufet suculento para un virus hambriento. El agua que me cae sobre el cuerpo me recuerda a una noche lluviosa que viví en Estambul: las casas resplandecían bajo la lluvia; el brillo que se escurría por las grietas de las casas se convertía en un brillo líquido, que chorreaba por el umbral centelleante de las puertas; los faroles se multiplicaban en charcos, estuarios de agua dorada.
El agua que cae en forma persistente sobre mí es casi la misma agua de Estambul: las dos limpian mi cuerpo de un mal contagioso, un virus invisible, la pátina del amor.
Para Baudelaire, un flâneur debe experimentar esa dicha inconmensurable una vez que se instala en el centro de una multitud. Mi dicha actual es sospechosa. Prefiero la descripción de Balzac: la flânerie es la gastronomía para los ojos.
El sueño me está conquistando en mi cama, pero sigo deambulando por calles imaginarias. Improviso la cartografía de mis sueños. Soy un flâneur virtual. Mi habitación es una ciudad en miniatura.
Ayer
En 2006 Hackenberg habló sobre colmenas sin abejas, como ciudades fantasmas, dijo. Una colmena tiene una población aproximada de 90.000 abejas. La población total de Miami es de 91.178 habitantes. En El libro del desasosiego, Pessoa acusa a ese ser humano inconsciente, enormemente inferior a la abeja, que aún no aprendió a organizarse como parte de la sociedad.
Hoy, Miami Beach es una ciudad fantasma, un teatro abandonado. Los pesticidas están debilitando tanto a las abejas que basta con un ácaro como el Varroa destructor para aniquilar una comunidad entera, lo cual las deja indefensas ante la llegada de otros virus letales. Las abejas que salen a recolectar alimento, polen y néctar, a veces vuelven infectadas con esos virus. Pronto tengo que ir a un Publix o Whole Foods cercanos. Voy a correr el mismo riesgo que corren ellas.
Hoy
Abril es el mes más cruel.
Somos un poema que se escribe a sí mismo.
El sinsentido recorre la pandemia como los chismes recorren las cortes de la realeza.
El presidente de los Estados Unidos dice que el virus es el nuevo fraude e ignora todas las alertas de la misma manera que China ignoró las primeras alertas del doctor Li Wenliang.
Vivimos en panales diezmados; somos ciudades vacías andantes.
Puse una cuchara con miel en la ventana, pero, después de investigar un poco más sobre la alimentación de las abejas, me doy cuenta de que en realidad es más saludable reemplazarla por jarabe de glucosa, que es lo mismo que decir agua con azúcar.
South Beach, Miami
Traducción de Gabriela Rabotnikof
Publicado originalmente en inglés en World Literature Today vol. 94 nro. 3, verano 2020