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Número 36
Autor Destacado: Christopher Domínguez Michael

Domínguez Michael y la sobreescritura

  • por José Balza
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  • November, 2025
Talento formidable, en el sentido original de este fatigado adjetivo; capacidad analítica desconcertante, información universal, gusto firme, rápida visión para captar en libros y en autores la cualidad predominante, sutileza en la percepción del detalle y habilidad para colocarse en el punto de vista más propicio para dominar el tamaño de un personaje y abrazar las perspectivas históricas…
Baldomero Sanín Cano,
“Sobre Sainte-Beuve”, en Ocaso de la crítica

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Sutileza maliciosa, crítica intencionada, al fin, todo superior gusto la estima, porque lastima.
Gracián, Agudeza y arte de ingenio

 

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Debió ser hacia 1650 cuando el refinado y exuberante poeta bogotano Hernando Domínguez Camargo (1606-1659), como homenaje a su admirado Paravicino, utiliza en la Invectiva apologética la expresión sobreescribiendo. Podríamos aceptar que al hacerlo solo pretendía el autor cumplir con una forma de imitatio o jugar con el efecto de una escritura sobre otra o identificarse con el modelo volviendo a trazar, en sus versos, los del Paravicino.

Pero la invectiva se nos vuelve, por su método, quizá el modelo de crítica más completo y temprano que conozcamos por ahora, en esta América. También porque en ella el autor se dirige de manera explícita a su unitario y multiforme cómplice: al lector “sin nombre”, al lector amigo, al lector cándido, benigno, halagüeño, al lector con ojos o con manos, al discreto, al cristiano, al lector urbano, al otro con lengua, al lector a secas, al maldito, al ambiguo, al entendido o al lector hermano.

Menos curioso pudiera parecer que aquel, nuestro vigoroso crítico inicial, llevara un nombre de tres palabras como ocurre con Christopher Domínguez Michael y que el primer apellido sea idéntico en ambos. Aunque el de hoy viaje, se enamore, viva la política como un interés inmediato, no hay duda de que, al dedicar interminables horas al misterio de la lectura y la meditación, ocupa la figura de un monje. El de hace cuatro siglos, aunque esté obligado al claustro, ocultamente vive el lujo, los placeres, los negocios, la rebeldía, la escritura.

 

 

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Domínguez Michael nació en la Ciudad de México en 1962. Entrevistas, reportajes y algunos párrafos que saltan desde sus densas páginas nos orientan para trazar un breve perfil suyo. Hijo de un médico psiquiatra, se familiarizó con los manicomios mientras esperaba en sus jardines al padre. (“Entre un psiquiatra y un crítico no hay mucha diferencia: ambos hacemos clínica, recetamos y amenazamos, y al final cada loco sigue con su tema”.)

A pesar de que se le considera lector y autor precoz, confiesa que aprendió a leer “un poco tarde, como a los ocho o nueve años”. Pero a los 21 comienza una tarea que, aunque se haría sucinta con los años, no ha abandonado jamás: la reseña de libros. (“Ya no leo todas las novedades editoriales ni hago una reseña cada semana. Quien lo hace se vuelve idiota por necesidad. Prefiero hacer cada año tres o cuatro notas sobre libros dignos de encomio o de abominación”). Cursó un año de sociología y abandonó el mundo universitario. Ama la ópera, en vivo. Tan intenso contacto con los libros lo condujo, al parecer sin que él lo advirtiera cabalmente, al espacio de la crítica literaria. Y allí, con misterioso placer ha permanecido, aunque desde ella haya girado hacia la “historia de las ideas”.

Ya en la pubertad anota (aunque no las escriba) imágenes que hacia los 18 años se le convierten en la narración de William Pescador; pero solo en 1997 publicará esa, su primera y única novela hasta hoy. Aunque Christopher no ha vuelto a interesarse por escribir ficción directamente, toda su obra ensayística es un inquieto escenario. 

En 1993, el crítico recoge tres decenas de sus reseñas y ensayos en un primer libro característico: La utopía de la hospitalidad. Esto tendrá continuidad en su singular manera de hacer crítica y es el sólido escalón para un ascenso de su pensamiento.

Un lector lee, se distrae al hacerlo y olvida; o recuerda por un tiempo lo leído con gratitud o molestia. La indiferencia no lee. ¿Pero cuál podría ser el primer impulso de un lector analítico, crítico? ¿Apoderarse del texto consumido?, ¿repetirlo dentro de sí mismo?, ¿adaptar su sonoridad o su contenido a sentimientos propios?, ¿saber que lo volverá a recordar? En todos estos casos el impulso conlleva acercamiento, repeticiones. Y el texto original no ha sido cambiado en su dispersión.

El lector natural incorpora las escenas de una novela, las imágenes de un poema o ciertas ideas de un ensayo a su vida, como el pan o el café de todos los días. Ese alimento puede resultar a veces saludable o perturbador: pero el lector lo considera parte de su filosofía. No todo lector es crítico, porque para serlo necesita saberse como tal.

El crítico comienza por ser un lector natural (es más: necesita serlo durante un largo periodo o intermitentemente a través de su vida). De esa forma la escritura de los otros se vuelve parte de su metabolismo. No hay crítico sin un vasto pasado literario. Pero una segunda potencia del deseo puede buscar más allá: qué parece decirnos la página y no está escrito, qué trunca su fluidez secreta en algún momento, a quién —que no soy yo, su lector— se parece o imita, qué comparación me obliga a establecer in/conscientemente, cómo pudo surgir desde ese autor, desde ese tiempo y esa geografía. Y entonces el lector ambiguo, entendido, entra en una acción repentina, va hacia, parece colocarse encima del texto: está cambiándolo. Porque cuando ese hombre comienza a saber que lee (que compara, penetra, elige) y, sobre todo, cuando requiere de apoyos intelectuales para explicar ese saber, le ha nacido otra alma: una que se desprende de los alimentos literarios para convertirlos en tentaciones de análisis. En este instante su pasado físico disminuye (al contrario de lo que ocurre en el lector natural) y toda su historia personal se convierte en la historia de lo leído (o comparado, penetrado, elegido).

El crítico lee un texto como si ésa fuese su última acción en el mundo. Se borra el antes y el después. Lo invade el absoluto. Pero en seguida, su vida (biológica, social, literaria) reduce aquella inmensidad encontrada en el texto a un pequeño punto de la escala privada. Encuentra que la anécdota refleja otra ya conocida, que las imágenes suscitan asociaciones antes anotadas, que los temas…., etcétera. La obra, de espíritu irreductible, reside ahora en sí misma y en la experiencia del crítico.

Es dentro de este donde se iniciará la transformación del texto leído. Porque se está realizando su sobreescritura: está siendo tratada desde una percepción superior, colocada encima de ella. Solo que, tal como escapaba de Domínguez Camargo, el agente que nos transmite esa palabra, tal acción superior, es asimismo una manera de colocarse (reflejar, seguir) por debajo de la obra reseñada.

 

 

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Para mí la perfección de un escritor ocurre cuando se convierte en sus libros, sobre todo hoy y en nuestros países, donde la presencia del autor es considerada un valor. Aquello no es fácil: circunstancias conocidas por todos impiden la difusión de revistas, suplementos y libros. Solo he leído aquellos de Christopher Domínguez que él y el azar me han permitido recibir.

A los 27 años el autor publica una monumental Antología de la narrativa mexicana del siglo XX. Audaz, reveladora, se establece sobre dos estratos: el vínculo entre prosa y civilización (“El conjunto de pasiones y humores, ciudades habitadas y tierras yermas que componen los territorios de la prosa. Civilización asociada a la barbarie, su progenitora, su doble y su previsible culminación”) y la concepción personal de narrativa: “Lo narrativo es el estilo de nuestra época. La narrativa no parece ser un género sino una zona, conducto por donde pasan y se tensan todos los hilos prosísticos y prosaicos”. 

En 1997 aparece Tiros en el concierto (“Es la historia de una educación intelectual”, nos anuncia el autor). Fue escrito durante una década y su título, tomado de una frase de Stendhal en La cartuja de Parma, se convertirá en un basso que surge dentro de diversos momentos y textos del ensayista. Dice Stendhal: “La política en una obra literaria es un pistoletazo en medio de un concierto, una cosa grosera y a la que, sin embargo, no se puede negar cierta atención”.

El subtítulo caracteriza la imaginación del crítico: Literatura mexicana del siglo V (“Pues este es el quinto siglo de la lengua española en México”). Y su hechura corresponde a una obsesiva “conversación” con los muertos, según las más antiguas tradiciones y que Gracián establece a su manera: el viaje de la vida, para el discreto, se reparte en tres etapas: “La primera empleó en hablar con los muertos. La segunda con los vivos. La tercera consigo mismo. (…) La tercera jornada de tan bello vivir, la mayor y la mejor, empleó en meditar lo mucho que había leído y lo más que había visto”.

En 1998 aparece Servidumbre y grandeza de la vida literaria. Son sesenta ensayos publicados entre 1986 y 1997 con la literatura mexicana del siglo XX como centro.

El breve perfil que aquí estoy trazando no es biográfico ni anecdótico, aunque a veces acuda a tales señales. Me interesa su “apropiación” de la crítica. La prosa y los conocimientos de Christopher son insustituibles; no me alcanza la vida para recorrer estos últimos. Admiro a algunos grandes poetas, ensayistas y novelistas; amo el riesgo vital que han asumido los críticos desde Platón; releo sus incursiones en cualquier tiempo. Pero jamás tuve la oportunidad de presenciar, reconocer, discutir en mi interior, oponerme a ella o estremecerme con la obra de un crítico absoluto. Este privilegio materializado en mi lengua y en América me ha acompañado durante años. Deriva de los libros de Domínguez Michael, que se convierten en el renacimiento del pensamiento literario. 

 

 

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Como algunos de los grandes críticos norteamericanos y europeos a los cuales descubrirá e interpretará Domínguez Michael en el futuro, su especialización analítica no ocurre dentro del claustro universitario. Lecturas, la prensa, curiosidad e incesante interés por los creadores, su geografía e historia y la poderosa presencia de creadores y amigos escritores imantan su desarrollo intelectual. Los dos libros de ensayos antes mencionados contienen textos escritos entre los 22 y los 35 años del autor. El amplio espectro de autores allí comentados, junto a un panorama vibrante de la literatura mexicana que lo rodea, pudieran constituir la sustancia que nutre sus años de formación.

En Curtius hallará el importante problema de cómo la crítica aborda “la jerarquía de los rasgos y las alteraciones que sufre”, lo cual obliga no solo a atender la emotividad producida por las obras sino también a lo que el tiempo dice acerca de ellas. Y así vislumbra cuanto la literatura despierta dentro de su tiempo correspondiente y lo que trabaja “fuera de la cronología literaria”.

Para entonces, el autor puede reflexionar con decisión: “Hay quienes prefieren deliberadamente los placeres del texto crítico a los de la ficción y la poesía. Estos lectores lo son porque viajan entre los libros como ancianos felices recordando o inventando sus raíces. El viajero del ensayo ama las referencias bibliográficas y las rutas históricas, cruza los puentes analógicos y cuando se fatiga duerme a pierna suelta bajo la sombra de una cita a pie de página”. De tal manera que su “método personal” queda dibujado.

Volviendo a su método y para complementarlo, en un tributo a Albert Béguin, describe las dos maneras en que un crítico se manifiesta como escritor. La primera se establecería con Longino, acepta que la crítica es una de las bellas artes y activa las normas clásicas de análisis, como también lo demostraría Edmund Wilson. En la otra, que deriva de Aristófanes, los críticos viven “como alimañas gozosas en la selva literaria”, lúcidos, audaces, libres. Christopher parece alineado con la segunda, pero su capacidad de relacionar y ordenar lo fragmentario de su propia expresión lo conduce a la primera.

Leídos desde la perspectiva actual, tanto esos volúmenes de la década de los noventa como su obra posterior me hacen sentir que la visión crítica de Christopher desencadena una puesta en escena extrañamente visual y conceptual. Como él dirá a un periodista, hay un factor novelesco o teatral en su procedimiento expositivo. Pero Servidumbre y grandeza de la vida literaria, donde se recoge gran parte del ejercicio crítico cumplido por el autor de manera inmediata, no solo posee ese carácter sino que sintetiza un modelo escritural que, aunque marca su estilo perceptivo, no parece repetirse con tal intensidad después.

Servidumbre y grandeza de la vida literaria se abre con dos señales conscientemente elegidas por el autor y que se convertirán en elementos constantes del futuro. La primera aparece en el epígrafe de Cervantes (“Hablo de las letras humanas que es su fin poner en su punto la justicia moral”) y la concepción del intelectual como clérigo, según la acepción medieval para el hombre ilustrado (“La venerable tarea del escritor como clérigo que sostiene los valores universales de la Ilustración —volteriana, goethiana o católica— contra la barbarie política”).

El ensayo sobre Octavio Paz, a quien se le considera creador de una política del Espíritu, cabe con naturalidad dentro del esquema anterior; y sin duda esta concepción del crítico orientará su propio trabajo.

El compás dentro del cual se mueve Christopher para concebir sus apreciaciones es moderno. No acude a la ira platónica —“…El poeta imitativo no está relacionado por naturaleza con la mejor parte del alma” (…), “produce cosas inferiores en relación con la verdad” (…), “implanta en el alma particular de cada uno un mal gobierno” (…), “no lo admitiremos en un Estado que vaya a ser bien legislado” — ni a las síntesis aristotélicas o a las sistematizaciones de Cicerón y Quintiliano, tramados teóricos desde donde, con los siglos, se formalizará la crítica del futuro. Tampoco a las vislumbres y leyes poéticas de Horacio o Boileau. Sus límites hacia atrás son el Dr. Johnson y Sainte-Beuve; y con ello impone una grata agilidad a sus ideas. Porque el autor no está interesado en mostrar tradiciones sino en hacer saltar ante el espectador sus propias asociaciones, invenciones u ocurrencias. Es decir, una formulación de la acción crítica como gesto de vida y en presente.

Sin embargo, se puede triunfar en todos los aspectos de la vida intelectual (profesor, periodista) pero casi nunca como crítico. Y aun así, según el autor, este exige la soberanía del crítico, su igualdad con los otros creadores. Aunque no pide que se preserve al crítico como a una especie en extinción, insiste en que “la pasión crítica es consustancial al estado de civilización” lo que refuerza su admiración ante Rusia, que bajo el imperio del zar o del partido comunista confió “hasta la superstición en los poderes taumatúrgicos del crítico”.

Frente a la sólida tradición crítica de ingleses, franceses y alemanes, reconoce la insuficiencia de la Ilustración en “España, donde no solo se procedió contra el crítico” sino que se rechazaron sus funciones al perseguir la inteligencia. Producto de lo cual es el efecto causado en Hispanoamérica. “Solo encuentro un gran crítico impune en la lengua española: Leopoldo Alas Clarín”. Y, entre nosotros, habrá que esperar al modernismo y a las vanguardias para que cambie el panorama. “El honor de nuestra crítica lo han salvado los poetas: Luis Cernuda, Jorge Cuesta, Octavio Paz, Guillermo Sucre, algunos filósofos y pocos novelistas. Nada más nocivo para la crítica que su falsificación en la república de los profesores”.

Concluyen estos fragmentos reconociendo cómo el crítico vive entre la servidumbre y la grandeza de la vida literaria, ya que “está marcado por una Gracia o diferencia, su soberbia ante el destino del arte, su manía por recordar, predecir y maldecir”. Lo que no le impide decir para sí mismo o lo autoriza a reconocer que “he atacado ideas y novelas y, a veces, a personas. Lamento mis groserías y estoy dispuesto a repararlas, pero ¿por qué a un poeta se le permite un mal verso, un crimen más sonoro que la más nefasta salida de un crítico?”.

Recordar, predecir y maldecir: zarpazos y precisiones que el lince cumple inexorablemente: efectos ampliados y visibles de la escritura encarnada en una de sus apariciones: la crítica. Acciones recíprocas en el anfiteatro. Tras ellas, en el crítico y el espectador, el subterráneo movimiento del topo, también hacedor de civilización.

 

 

5

Paso finalmente a confesar algunas de las refracciones que han ido causándome las lecturas de los libros de Christopher. Una de ellas es el peligro, en mi caso, de que vuelva siempre a revisar sus párrafos, su exactitud para elegir citas enérgicas y su capacidad de convicción. Lo cual deriva de una prosa fluida y sorprendente, de la atracción que ejercen tanto su atención a lo cotidiano en el destino de un autor, como a las señales de abismo que extrae el crítico de tales insignificancias, y que desnudan la hondura del pensamiento estudiado. Dicho de otro modo: su trabajo despierta la tentación de que olvidemos el texto comentado y nos quedemos, en esta época de tiempo frágil, con la elocuente visión del crítico.

Otro aspecto sería el deseo de comparar cómo un autor tan irreverente, tan refrescante y personal, me lleva de manera inexorable a vislumbrar ecos, que probablemente él no presentía, en páginas escondidas por los siglos. Así, por ejemplo, en el Longino se considera que solo merece ser atendido intelectualmente “aquello que proporciona material para nuevas reflexiones y hace difícil, más aún, imposible, toda oposición y su recuerdo es duradero e indeleble”. Ya que al comunicarse con la obra “nuestra alma” se adueña de ella “como si fuera ella la autora de lo que ha escuchado”. Situación que no es ajena a faltas que crecen en la literatura, como, según Longino, “la búsqueda de nuevos pensamientos, que es por eso por lo que nuestra generación está más loca”. Faz y envés de la pasión crítica.

A su vez, en su estudio del estilo, Demetrio reconoce: “En las burlas hay una cierta comparación, pues la antítesis es ingeniosa”. No es infrecuente en el tratamiento duro que Domínguez Michael aplica a lo que rechaza un procedimiento similar.

El sueño de Domínguez Camargo ha sido cumplido pero también superado. Poetas y narradores cumplen con la sobreescritura que él se proponía. Así podemos entrar a las obras y observarlas, padecerlas o gozarlas. Los textos pueden atraernos hoy por su desafío estético (o por su negación), por su llamado a la distracción, a la diversión; porque resultan una imposición de la popularidad o de la moda, la publicidad y el comercio, porque celebran o condenan una situación política. En fin: porque abordan un panorama ético.

También la crítica surge y se desvanece para otorgarnos su aliento. Cuando exagera su intención interpretativa o clasificatoria bien puede ser considerada como metaliteratura. Pero con Christopher Domínguez Michael estamos ante un fenómeno diferente. No solo cumple, como hemos visto, con activar los mecanismos tradicionales de la crítica al seguir obras y autores. 

El reto de Christopher implica esto, va más allá y es único: se ha centrado de manera singular —y creo que lo hará con mayor amplitud y penetración— en aplicar la crítica a la Crítica. Ha elaborado una nueva potencia (que asomaba, sin embargo, cuando Boileau traducía y elogiaba a Longino en 1674) para el pensar crítico. Y con ella unifica lo primigenio de las obras, su tácita o explícita reflexión interna, el estudio acerca de estas en un contexto social e histórico, para envolver, con la rara malla de su propia escritura, esa corriente que parece una diáspora y que él intenta cabalgar o corporizar como un mundo o un espejo. Se trata de una nueva forma no prevista en la milenaria retórica ni en las concepciones actuales. Algo que muerde la filosofía, pero descree de ella, que practica la reescritura salvaje o la científica. Y para la cual no tengo un nombre.

 

Este ensayo de José Balza se publicó previamente en Crítica (Universidad Autónoma de Puebla, Nro.151 en octubre–noviembre de 2012) y en José Balza, Ensayos de humo, Equinoccio-Universidad Simón Bolívar, (Caracas, 2013, pp. 53–96).
La versión que presentamos en LALT es una versión editada por Micaela Paredes Barraza.

 

Imagen: Galina Nelyubova, Unsplash.
  • José Balza

Photo: Yafi Nose

José Balza (Orinoco Delta, Venezuela, 1939) is a novelist praised by Julio Cortázar and Ernesto Pérez Zúñiga (Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar). Cátedra de Madrid press is now preparing a critical edition of his famous novel Percusión. His work seeks to expand the philosophic, erotic borders of the human in the present and toward the future. He has practiced the essay, the short story, the aphorism, and criticism, and has elaborated the elements of a true literary theory. He has received Venezuela’s Premio Nacional de Literatura and doctorates honoris causa from the Universidad Central de Venezuela and the Universidad del Zulia, and is a member of the Academia Venezolana de la Lengua. He has given conference talks and taught courses at countless universities in America, Europe, and Asia. His fiction has been published by Fondo de Cultura (Mexico), Seix-Barral, Páginas de Espuma, and Ediciones La Palma (Spain), and Gallimard (France) and has been translated to many languages. His translators include Norman Thomas di Giovanni (English), Martha Canfield (Italian), Claude Fell (French), Pedro Martínez (Warao), and Oded Sverdlik (Hebrew). His recent publications include Afinaciones (exercises and essays), Ensayos simultáneos, and Ciudad en ciudades (narrative exercises). He collaborates with Cuadernos Hispanoamericanos, Letras Libres, and Prodavinci.

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