Mi vida en la traducción, o mejor debiera decir en la lectura, ha sido para mí una sola con mi vida en la escritura. Como toda adolescente argentina de los años sesenta, leí la poesía francesa de las vanguardias, y lo hice, básicamente, en las traducciones que circulaban por entonces. Aunque el francés fue la primera lengua extranjera que estudié por un rato, rápidamente fui capturada por el inglés de las letras de rocanrol. Había leído cuidadosamente traducciones de poetas como Theodore Roethke, Edgar Lee Masters, Wallace Stevens, pero llegué por primera vez a Estados Unidos, mochila al hombro, pudiendo decir tan solo una canción de Bob Dylan en inglés. Así, entré a un universo sonoro completamente otro, y recuerdo aún hoy con cierta emoción seguir muy de cerca a los afroamericanos por la calle, escuchando sus voces, escuchando un inglés al que podía incorporar afectivamente y disfrutar. Meses más tarde, mientras trabajaba en una fábrica metalúrgica al sur del Bronx en Nueva York, donde todas las obreras eran negras sureñas o latinas sin documentación, mi inglés se volvió más vivo. Por las noches, acompañada de un pequeño diccionario y un manual de gramática elemental, construía mi inglés letrado.
Por entonces descubrí a Denise Levertov y compré sus primeros libros. Quizás la prístina brevedad de algunos de sus poemas me facilitó la lectura y sumé la tarea de traducirlos a mis clases autodidactas del idioma, en un esfuerzo para poder leerla. También deseaba leer una columna del Village Voice escrita por una tal Jill Johnston que se llamaba “Lesbian Nation”, y no porque era la década de los setenta y la lucha por los derechos civiles se extendía desde las comunidades étnico-culturales hacia la naciente segunda ola del feminismo y la emergencia política de las diferentes identidades sexuales. Una tarde, caminando a lo largo de la avenida Broadway, entré a un bar donde se anunciaba la lectura de una poeta llamada Muriel Rukeyser. Cerveza en mano me acerqué hacia la tarima donde la extraordinaria voz de esta mujer decía en ese momento: “Answer me, dance my dance”. Leía poemas de su reciente libro Breaking Open y podríamos decir que le respondí, acepté la invitación al baile comprando todos sus libros y leyéndola noche tras noche. Rukeyser me abrió las puertas de su poesía y de una tradición poética. Mis peregrinajes a las librerías los fines de semana fueron transformándose en exploraciones más y más complejas, así como mi asistencia a los recitales y las movilizaciones de una Nueva York encendida por las luchas contra la guerra de Vietnam y a favor de los derechos civiles. Así empieza mi tarea de traductora, que fue más bien una tarea de lectora, y avancé, sobre todo, en la traducción de poetas contemporáneas, muchas de ellas a la vez militantes, como la propia Rukeyser, Levertov, Adrienne Rich o June Jordan.
Los acontecimientos sociales y la poesía han sido, y aún son, una sola cosa para mí. En una tradición abrumadoramente mayoritaria de varones, quería crear familia y linaje, quería oír las voces de las mujeres. Supongo que allí centré y construí lo que supe llamar mi propia comarca de traducción a la que siempre he regresado. Es extraordinario volver a traducir lo ya traducido, y esta tarea pareciera ser infinita. Se conoce mejor a un autor a lo largo del tiempo, sobre todo a un autor contemporáneo que sigue escribiendo y sorprendiéndonos con nuevos libros. El traductor también crece, se transforma y modifica su percepción y sus poderes. El diálogo se vuelve más hondo, el puente entre las lenguas, sin embargo, más contradictorio y estrecho.
Por supuesto, es una experiencia diferente conocer al autor que se traduce e interrogarlo personalmente sobre zonas oscuras de la traducción, a la de trabajar completamente a solas. He pasado por ambas situaciones y ambas son excitantes; sin embargo, hay algo fundamental que no se relaciona con ninguna de estas circunstancias. Si de la traducción de poesía hablamos, hay un diálogo que se produce de inmediato, en la primera lectura, en el primer relámpago de contacto con el primer poema que leemos de un autor, y que repetimos en la lengua que fue escrito, mientras simultáneamente lo probamos en la propia; algo del orden de la música, sin duda, se juega allí, y del espíritu que lo sostiene, algo que llamaría amor a primera vista.
Si mi primer encuentro con la norteamericana Muriel Rukeyser significó el inicio de mi trabajo en la traducción, mi encuentro con Sophia de Mello Breyner, una poeta portuguesa contemporánea, abrió la puerta de una lengua desconocida para mí. Hacia el año 1999 fui invitada a un festival internacional de poesía en Coimbra, Portugal, donde conocí a muchos poetas contemporáneos portugueses y también africanos de lengua portuguesa. Luego del festival pasé algunas semanas en Lisboa y recorrí las librerías con mi libreta llena de recomendaciones hechas por nuevos amigos que trataban de ilustrarme sobre la literatura local. En realidad, no había leído casi nada en portugués hasta ese momento —aunque Carlos Drummond de Andrade fuera un poeta al que transité apasionadamente desde mi juventud—, pero confiaba en la cercanía de nuestras lenguas para lograrlo. Compré muchos libros porque mi ignorancia, fuera de Pessoa, era grande. Sin embargo, mi curiosidad no dejó que me conformara solo con las listas sugeridas, así que decidí explorar los estantes de poesía por mi cuenta. De ese modo llegó a mis manos la obra completa de Sophia, que nadie me había encomendado, quizás porque los poetas tienden a enfatizar, frente a los viajeros, la franja más actual y menos conocida de la poesía de su tiempo. Entregada a esa misteriosa cualidad del milagro que se produce al descubrir un poeta fundamental, aún seguiría leyéndola cuando se apagaron las luces de la librería. Me traje los tres tomos de su obra con la alegría de quien saquea un tesoro bien lejos y vuelve con él a casa. Luego llegó el verano y tuve por fin la oportunidad que esperaba; día a día me levantaba temprano y bajo la sombra de los sauces traducía a Sophia de Mello. Ella me enseñó portugués, o solo me enseñó el portugués de su propia poesía. La leía en voz alta, la cantaba tratando de pesar su sonido, su melodía, y avanzaba con tal rapidez en los primeros borradores, al igual que en las versiones más finas, como si yo misma hubiera escrito esos poemas en otra lengua. Es difícil de describir esa dicha. El otro es otro, y son sus poemas, uno no lo olvida, y se tropieza aquí y allá con dificultades, más que de traducción, de transcripción, y es muy tramposa una lengua cercana, a veces más que otra distante, pero cuando se es cazado por una voz, o calzado en el tono de una voz, se acierta; todo se resuelve de manera misteriosa, la intuición y un cierto vuelo parejo nos acompañan y quisiéramos que la tarea no terminara nunca.
Encontré a Sophia de Mello Breyner, como ya lo dije, en los estantes de una librería de Lisboa, su obra completa ofrecida por la refinada edición de la editorial Caminho. Allí, todo lo que buscaba, exploraba, admiraba, mi lista de autores anotados en un papelito, todo desapareció. O fue lavado, renació en ese blanco resplandeciente, en esa música austera que los versos de Sophia de Mello desplegaban ante mis ojos, ante mi corazón. Grecia y Portugal moldeaban, en la forma y en la particularidad de los temas, su vehemencia lírica, pero aun en los poemas más íntimos su lenguaje transparente y sin afectación permanecía atado al lenguaje común, es decir, al bien común. Su búsqueda de las palabras justas y de un mundo justo parecía ser una y la misma. En Sophia de Mello la vieja alquimia de la poesía actuaba nuevamente, uniéndose a la historia a su manera, es decir, en un abrazo que la renovaba, la volvía humana y creíble. En ese momento me enamoré de una lengua ajena y cercana: el portugués. Por eso digo que ella me enseño portugués. Era tan prístina, era tal la felicidad que me producía su dicción, que empecé a traducirla para rozar la materia de su escritura, la articulación invisible que en los grandes poetas parece natural como un fruto en la rama, pero es el resultado de una vida dispuesta al poema. ¡Qué días enamorados!, esos de cantar en otra lengua de una mujer desconocida que, supe mucho después, vivía en Lisboa. Ella me enseñaba de su país, de su época, de su idioma más que cualquiera viaje, más que enciclopedias, ensayos y manuales. He aquí la poesía atada al mundo, hablando desde él a través de una subjetividad cincelada por el dominio de un oficio y la fineza de un espíritu.
Después de mi aventura con Sophia de Mello Breyner, adquirí cierto rango, dudoso para mí, de traductora del portugués, y me pidieron que tradujera a poetas brasileños. Lo hice con miedo y con gusto; miedo, por supuesto, do no hacerlo bien. Poetas que respeto enormemente, como Hilda Hilst o Ferreira Gullar o Adélia Prado o Lélia Coelho Frota. Formaban parte de una antología de poetas argentinos y brasileños publicada bajo el nombre de Puentes/Pontes. Fue un encargo que acepté con gusto, reitero, y sobre una selección propuesta por la antologadora brasileña, Eloísa Buarque de Hollanda. Pero esta experiencia me resultó mucho más difícil, y no cesé de preguntarme por qué.
Quisiera dar cuenta de la deriva de algunos de aquellas interrogantes. Primero me dije que no era lo mismo haber convivido largamente con la obra de un poeta —como en el caso de Sophia—, que trabajar una selección previamente definida. Después me pregunté por qué me resultaba más accesible leer el portugués peninsular que el brasileño, siendo Brasil tanto más cercano geográfica e históricamente a la Argentina y teniendo en común ambos países el hablar lenguas libertas de las colonias que sufrieron el vasallaje de la península ibérica. Quizás suceda que la tradición del colonizador —con sus colonias internas, la presencia árabe y sefardí, por señalar algunas en este caso— no deja de aparecer para el colonizado como una cuna propia. Sería necesario introducir también un concepto de pertenencia de clase en relación tanto con los autores traducidos como con el traductor; Sophia de Mello, por ejemplo, aunque logra un equilibrio perfecto, pareciera escribir desde la confianza que produce tomar los bienes de cultura como una herencia naturalmente recibida; no siempre se tiene la misma impresión con aquellos autores que provienen de las clases desheredadas. De esto resulta una paradoja que vale la pena señalar; aun si el traductor proviene de dicha clase, como es mi caso, es probable que, por el hecho de haberse apropiado de la llamada alta cultura para el ejercicio de su oficio, en un primer momento, si desconoce el registro hablado de la lengua, le resulte más familiar una poética que se sostiene fuertemente en un canon letrado, ya que este acaba por hacer de la lengua escrita una suerte de nicho en común o de lengua franca literaria. Hiere esta paradoja, señala la pesadilla de una injusta sociedad dividida en clases y de la incómoda posición del colonizado; señala, también, la migración a la que es forzado todo autor que no haya nacido dentro de las clases dominantes. Esta tragedia ocurre tanto en la práctica de la escritura en el seno del propio país y la propia lengua como en las prácticas de lectura y traducción, y se profundiza cuando ha sido escaso el contacto del traductor con la lengua que habla el autor, ya que esta, como toda lengua, se halla en constante transformación y marcada por todas las huellas subjetivas e históricas de la gente que habita una región determinada a la cual el autor pertenece.
Al traducir a Lélia Coelho Frota, por ejemplo, podía reconocer, en muchos de sus poemas, la presencia de una vieja tradición que me resulta afín, desde las cantigas medievales a la herencia galaico-portuguesa, las jarchas, la escuela de los trovadores (pienso en poemas como “Ipótese de Maio” o “Dois Desgostos de Agosto”); pero en Adélia Prado, en cambio, el encuentro inquietante e inestable, en estado de pugna entre el habla y la tradición escrita que con frecuencia se hace presente en su obra, nos desafía desde otro lugar, urgiéndonos a entrar a un terreno riesgoso, o no habría traducción posible; la vivacidad de la lengua hablada, tan plena y exquisita, es reconocida por el traductor, pero su extrañamiento ante ella, en la medida en que no la ha vivido, lo acosa y, al mismo tiempo, lo lanza a una aventura que implica tanto al otro idioma como al propio en su intrínseca regionalidad. En el registro más estabilizado de la lengua hace irrupción lo tachado, lo no inscripto. Ante esto, la parte del saber letrado con el que pueda contar el traductor muestra su insuficiencia.
Un capítulo aparte sería para mí hablar del encuentro con Hilda Hilst, una poeta con la que rocé la gracia de la lectura y el deseo profundo de traducirla exhaustivamente. Tenemos en Hilst la intensa y serena sintaxis de un clásico —Horacio parece asomar a veces por detrás de sus versos—, sintaxis que la poeta curva en los misterios casi invisibles de la representación, como una surfista en las olas, para enlazar la disonancia (el esclavo liberto del habla) en la sintonía (la tradición escrita), la ruptura en la melodía más tersa que nos deja sin aliento. Saludo en ella a una poeta mayor, y a la sed por comprenderla que se abre en un deseo no saciado aún de traducción.
Para dar algún cierre a este repaso de experiencias puntuales en la traducción, no querría dejar de mencionar ciertas circunstancias por las que ha atravesado en un país dependiente como Argentina, pero que ha vivido el largo sueño de ser como las metrópolis centrales del poder, o ser aún mejor, y donde la traducción ha sido una tarea central. Significa estar al día, casi al mismo tiempo leer lo que se lee en Nueva York, en Londres o en París, y permanecer, mientras tanto, mucho más desatento a las escrituras de otros países latinoamericanos. Pero ha sido también, sin duda, una forma de independencia, permitiendo generar discusiones y producciones en respuesta. Cuando decimos “este texto necesita ser traducido”, queremos decir que deseamos extenderlo, comunicarlo, discutirlo con otros. Quiere decir que abre preguntas o las responde, a nuestra subjetividad y a nuestra época. Cuando los argentinos teníamos una cierta abundancia, una industria editorial y un mercado ampliado de lectores, este fenómeno adquirió características propias en las que no voy a detenerme ahora. Dimos, sin duda, algunos de los mejores traductores al castellano de todo el continente y de España también, “desde un preciso lugar de enunciación: el sur”, como dice Patricia Wilson en el libro La constelación del sur. Se alejaron eses buenos tiempos. En la poesía, sin embargo, nada parece cambiar demasiado, desde que yo recuerdo se traduce poesía porque sí. Rara vez es un trabajo pago. Solo es el gozo de hacerlo y de verlo luego publicado en revistas especializadas o en pequeñas editoriales, los mismos canales por donde la poesía contemporánea circula.
Se desea traducir porque se ha caído bajo el hechizo de un autor, pero también porque ese autor arrastra un complejo laberinto de asociaciones conceptuales, ideológicas y representacionales que hablan a través de él o de ella, y donde también habla el traductor. La labor de traducir enseña, sobre todo, a pensar de otra manera el propio idioma, lo vuelve inestable, con honduras imprevistas y contradicciones invisibles, y mucho más “ajeno” de lo que suponíamos. En tanto que la música, parte del sentido, lo más arcaico, antiguo, misterioso y rebelde, se vuelve lo más próximo, el cauce común del río desde donde leemos y desde donde traducimos. Y este cauce común tiene numerosas bifurcaciones, arroyos, vertientes y pequeñas cascadas donde se nada con asombro, reconociendo virtualidades de la lengua materna que estaban ahí y que nunca habíamos visto. Una extraña balanza organiza siempre de forma nueva la rebeldía y la ley, eso hace la poesía en el seno del lenguaje y, por lo tanto, también la traducción del poema. Yo lo dijo Julia Kristeva: la acción de un poeta en la lengua es violenta, como no puede hacerla desaparecer la mediación, lo que nos separa de “la cosa”, del Edén, lo que nos condena a la intemperie de la individuación y el lenguaje, como no puede hacerla desaparecer, la deshace y la hace hablar otra vez. Con qué lucidez se experimenta esta batalla en las tareas de traducción. Qué tremenda atención demanda ya que ni siquiera ayuda el abismo del silencio de lo aún no escrito, porque se lleva a cabo sobre un verso ya escrito por otro, como entrar en un jardín extraordinario y luego, con la zapa, deshacerlo, para volver a restituirlo, si podemos, en su arquitectura y en todos sus detalles, color, sonido, olor, texturas, en un proceso de apropiación y de reconocimiento, a la vez, de que es de otro. No escribimos un original, escribimos sobre un original. Fiel en la infidelidad, generoso en la autoría es el traductor; ebrio, a veces, en la frontera de lo propio y lo ajeno. ¿No han visto ustedes, acaso, que el traductor habla de lo traducido como si fuera propio, que por momentos lo ama más que a sus propios libros si los tiene? Debe, sin embargo, no olvidar nunca el jardín originario, recordar siempre la belleza y precisión irreproducibles del primero.
Así, si el traductor es un poeta, aunará las aguas de oro de sus lecturas en la lengua madre, el castellano en mi caso, con aquellas leídas de la mano de múltiples traductores, con aquellas demoradas, sufridas o en estado de feliz exaltación, que los otros o él mismo realizaron para hacerlas sonar y ver, desde otra lengua a la propia. Todo lo habrá alimentado, tanto en la escritura de sus poemas como en la traducción de otros. Y sonreirá ante las falencias del lenguaje, su ambigüedad, su característica de gacela furtiva que corre y se esconde en las frondas del bosque. Y confiará en el tono, en el color, en la base rítmica y la gracilidad o rispidez de las melodías tanto como en el significado comunicable. Sentirá su idioma único, y al canto, común. Será fiel a la singularidad, y a la voz.
Traducir a otro poeta puede significar encontrar una voz que nos resulta cercana, donde se honra al otro con admiración, donde se siente, si uno es poeta también, que el autor traducido ha llegado a cimas que uno no logra alcanzar, donde se saluda a cierto ideal. Puede ser también todo lo contrario, aquello que jamás se escribiría pero que se admira, y esta es una aventura diferente, como si no se poseyera el oficio de traducirlo de antemano y debiera adquirírselo al mismo tiempo que se inventa su versión al propio idioma. Esta experiencia también puede ser extraordinaria y modificar en parte la propia escritura. En ambos casos, se trata de un delicado ejercicio de alteridad. No se debe confundir la escritura del otro con la propia, pero tampoco se puede traducir sin deseo. No podemos ser comidos por el original, ni tampoco fagocitarlo por completo, pero una extraña eucaristía, donde el cuerpo material del lenguaje es devorado y regurgitado, se produce en los picos altos de esta tarea llena de paciencia, de atención y de gracia.
No es posible ir demasiado rápido en la traducción de poesía, o mejor sería decir, no es la posición acertada. Porque la poesía no es un acto de comunicación, no vamos pescando significado simplemente; en la prosa tampoco, por supuesto, ya que tiene también su ritmo y sus misterios tonales, pero esto parece aún más radical en la poesía, que no se despliega en el tiempo, sino que se concentra. Más que un acto de comunicación, entonces, asistimos a un acto de comunión, donde ritmo, melodía y masa sonora son el sentido en alto grado, y eso es lo que intentamos traducir. Nunca lograremos aquel temblor perfecto, pero a veces lograremos otro, en otro lugar del texto o del verso que, nos parecerá, reverbera en nuestro idioma aún mejor que en el original. Es necesario dejar de hablar al original, tanto en voz alta como en reconcentrado silencio, dejar que se despliegue dentro de nosotros, en el cuerpo y en el corazón. Nada más material en el lenguaje que aquello que sucede en un poema. La materia no puede ser forzada, es necesario reconocer su densidad y sus leyes, encontrar el cerrojo, tener las llaves que lo abran en un movimiento delicado. Hacer hablar al otro, desaparecer bajo su voz en el uso de un idioma local y temporal que nos construye, que construye nuestra subjetividad, y sentir al mismo tiempo que esa voz también habla por nosotros, es una operatoria violenta y maravillosa. Lo mejor que puede suceder en un jardín es modelarlo y dejarlo ser, en su imprevista diversidad, en su entrega y en su fuga sin fin.
Ensayo de la colección La pequeña voz del mundo (Caballo Negro Editora, 2011)