Luego de lo que te acabo de confesar, debo explicarte que estoy convencido de que el deseo al que aspiro por encima de todo es tener un perro saluki, la única raza aceptada como sagrada en el Islam. El perro que no es perro sino un Regalo de Dios. ¿Nos es ajeno acaso el Corán? te debes preguntar. Seguro lo es para ti. Tú, un inmigrante como tantos otros, que llevan no sólo sus miserias sino sus creencias consigo. Luego de haber sido parte de ejércitos asesinos estoy seguro de que no crees que lo musulmán forme parte de nuestra cultura, tampoco, obviamente, la teología de los dioses precolombinos, cuyas manifestaciones se me presentan de manera cotidiana en los alrededores del salón de belleza devenido en moridero que instalé poco después de llegar a México. Estás seguro de eso, de que ni lo musulmán ni lo precolombino es nuestro, a pesar de habitar actualmente en un continente poblado de muertos. En un espacio sin destino definido. En este lugar de cadáveres donde acabé no sólo instalándome para siempre, sino donde incluso puse a funcionar un salón donde la gente acude con la esperanza de verse más bella. Te podría decir, es lo que te gustaría escuchar seguramente, que estoy convencido de eso, de que no crees en nada que no provenga de la Biblia. Será porque te conozco desde los tiempos en que éramos diferentes. Aunque quizá tengas razón e igual no nos pertenezca ninguna de las Escrituras Sagradas con las que se rige buena parte de la humanidad. Debemos entonces ser humildes, agachar las cabezas y aceptar que habitamos un continente donde no existe ya más ni la Palabra, ni los Libros Tutelares, ni los Códices, ni las intrincadas e inexpugnables escrituras atávicas de las civilizaciones del Sur, los quipus, ni las nuevas interpretaciones, llevadas a cabo muchas veces por los innumerables evangelistas que tocan una y otra vez la puerta del salón de belleza convertido en moridero que tengo a mi cargo. Nada que otorgue sentido a la infinita cantidad de muertes absurdas de las que estamos rodeados, vivos habitando sobre los muertos, muertos sobre los vivos, muertos enterrando a sus propios muertos, muertos desenterrando a sus muertos. Ojalá, lo deseo de todo corazón, que alguna vez pueda obtener un saluki, como te informé, el perro sagrado del Islam. Me preocupa tanto la forma de conseguirlo como saber si estoy en condiciones de criarlo. Se trata de perros delicados, que necesitan un espacio amplio para correr y desarrollarse de manera adecuada. No creo que el lugar de muertos donde habito, donde ya nadie cree en Escritura Sagrada alguna, sea el espacio propicio para verlo crecer. ¿Te parece que sea pertinente informarle a un perro que no sólo soy un autor de libros sino portador de Nuevas Escrituras? Estoy seguro de que la sheika Fariha aparecerá en esta región vestida con prendas suntuosas. Colgarán abalorios de su cuerpo. Me repetirá, al verme entrar en actitud humilde al centro de oración, el presentimiento de que el próximo Ramadán portará un saluki para mí. Las Antiguas y Nuevas Escrituras suelen hallarse en los lugares más insólitos, diría antes de alejarse. Al levantarme esta mañana le empecé a dar de comer a los internos en el salón, a los enfermos que mantengo en este lugar que alguna vez estuvo destinado a la belleza. Esta mañana casi todo se me presentó como fuera de lo real. Pensé que quizá la sheika Fariha haría todo lo posible por conseguirme un ejemplar entre sus conocidos. Un animal que no desentierra muertos con las uñas, como sentenció Mohammed al otorgarle la condición de dádiva divina. Cuando los demás perros intentaron profanar su tumba, los compañeros del Profeta los eliminaron con el filo de sus espadas. La totalidad de los cientos de canes existentes en los alrededores quedaron inertes y sangrantes formando montañas inmensas de cuerpos muertos que hubo necesidad de incinerar, de enterrar en fosas clandestinas, anónimas. Perros que se tuvo la orden de desaparecer para supuestamente arrojar luego las cenizas a las aguas de un río. Carne de perro que fue llevada a los hornos crematorios con los que cuentan los cuarteles militares. Perros asesinados como perros. Por una orden superior, no escrita en ningún libro sagrado ya que la Escritura Actual ha dejado de existir. Los muertos formando una misma masa. Hoy, como las Nuevas Escrituras de las que pretendo hablarte, los saluki son casi imposibles de conseguir. Los huesos de los muertos clandestinos siguen estando presentes a mi alrededor. Traspasan cualquier Escritura, sagrada o no. Clásica o contemporánea. Para obtener un saluki generalmente hay que emprender largos viajes. Pero el verdadero milagro no estaría representado en la llegada del perro que no es perro, sino en la aparición de una escritura propia. Con un don del que parecen gozar los nómades del desierto cuando escuchan a sus perros, cuando oyen a sus muertos. Más de un vez, el propio Profeta Mohammed afirmó que un beduino sin un buen saluki a su lado, un tipo de escritura, podría considerarse hombre muerto. En el siguiente Ramadán yo debía olvidar mis preocupaciones frecuentes. No hacer caso excesivo a los huéspedes, a los enfermos a punto de morir que mantengo en el salón. Me aparece todo el tiempo en la memoria los años en que fuimos soldados. Las calles regadas de cadáveres luego de los bombardeos finales que acabaron con nuestra ciudad. Olvidar nuestros dedos destrozados en la superficie de un yunque con la intención de hacernos pasar como víctimas y, de esa manera, lograr huir a esos países americanos, cargados de violencia, que nos asignaron como lugar de residencia definitiva. Dejar atrás el horror que significó no volvernos a ver jamás. No reparar en los cientos de muertos que me rodean, no sólo los cuerpos camino a la desaparición de los huéspedes que mantengo a mi cargo, sino aquellos que habitan las fosas clandestinas que no acaban nunca de desaparecer. Parecen ser los tiempos necesarios para que aparezcan de la nada una serie de letras que formulen frases que den las respuestas presentes en los Libros Sagrados. En los códices náhuatls, en los quipus, en ciertos pasajes del Popol Vuh. Ningún lenguaje actual parece estar preparado para expresar la desgracia de la que somos víctima. Las palabras están incapacitadas para dar cuenta de lo que sucede a nuestro alrededor. Para explicar nuestro horror interno al momento de enfrentarnos a los cientos de cadáveres anónimos con los que debemos convivir. ¿Donde están los Muertos conocidos? ¿ Dónde los desconocidos? Letras aparecidas de la nada me llevaron a escribir mi primer libro. Las mismas con las que comienza la descripción de un espacio donde aparecen peces atrapados en un acuario. Suspendidos en un entorno artificial que poco tiene que ver con el lugar donde la pecera se encuentra situada. El trabajo de creación frente a esos peces moribundos fue quizá una de las maneras que hallé para escapar de la culpa que me produce tanto escribir como no hacerlo. Aunque sabes que eso es imposible. No puede ser real que alguien como nosotros dos, que apenas si sabemos leer y escribir, experimentemos una culpa así. Sabes bien que no hemos recibido ninguna educación. Apenas nos enseñaron las letras básicas y algunos pasajes de la Biblia allí, en el propio regimiento de asesinos al que pertenecíamos. Porque eso era nuestro batallón: un regimiento de maleantes. Sólo ahora lo advierto. En ese entonces nos creíamos salvando el honor de una Nación. Recuerdo claramente ciertas noches en mi cama, en Ciudad de México, envuelto en un edredón de plumas, experimentando la engañosa sensación de encontrarme protegido tanto de mi propia escritura como de las imágenes constantes de matanzas sistemáticas de perros, de figuras de mezquitas tanto de Oriente como de Occidente, de niños asesinando a otros niños en los pueblos de los andes, del altiplano mexicano, en las costas negras del Pacífico, que se me aparecen en forma constante. Experimentando escenas en las que Dioses precolombinos devoran a otros Dioses, a otros seres humanos. Supongo que tampoco puedas creer que yo represento la Nuevas Escrituras. Que diga que la Nueva Escritura soy yo. Alguien que intenta, y eso lo saben bien tanto los peces de los acuarios que mantengo, como los perros que toda la vida me han acompañado, erigirse como el poseedor de ese don. Letras que sean capaces de definirme como autor y como una persona inmersa en la tragedia. Sé que tienes conciencia de que todo lo que te voy contando es mentira. Que no creo en los Libros Sagrados, ni en los occidentales ni en los propios de la región que habitamos. Que no soy escritor, algo imposible de considerarme, principalmente porque nunca he recibido educación alguna, Soy, eso sí, un estilista que decoró un salón situado en una zona marginal con infinidad de peces de colores. Escribo sólo para olvidar, para no recordar los años que vivimos uno al lado del otro sufriendo la derrota bélica más atroz. Vivo esperanzado en que surja, por generación espontánea, la famosa Nueva Escritura en el momento menos pensado. Sería, quizá, similar a un perro de un tamaño mayor al de un caballo. Casi como un camello del desierto. O tal vez aparezca como su contrario, minúsculo como un pez de colores. Aquellos peces que conozco bien, que saben escribir y crear relatos de una belleza perturbadora. No existe una forma convencional para expresar lo que aparece como un monstruo, una sombra en la vida: la escritura que se lleva a cabo a lo largo de la existencia. He desconocido siempre el momento exacto en que la ansiedad por escribir: ciega, boba, sin un sentido definido más que el de practicar la escritura por el simple hecho de llevarla a cabo, pasó a formar parte de lo que algunos llaman lo literario, lo que de cierta manera permite que alguien que escribe pueda ser clasificado, archivado, entendido dentro de cierto orden, asunto que acaba por sepultarlo dentro de una certeza falsa. Lo cierto es que, como te lo dije, yo no cuento con memoria en relación a mi propio trabajo. Menos aún con un concepto definido. Creo más bien que las escrituras deben existir para ser olvidadas al instante. Aquello, el olvido, quizá sea su razón de ser. Poner en práctica El Sello Escritural de la No Memoria. En ese ejercicio de desmemoria me gustaría colocar al soldado que alimenté a tus espaldas, a los peces de colores, al barco de inmigrantes que nos transportó hasta estas regiones. Compañero de milicia, la única manera con la que cuento para darme una idea de lo que pueden significar las Nuevas Escrituras es colocando mi propio trabajo, del cual casi no recuerdo nada, como punto de referencia. ¿ Lo he mencionado antes en algún espacio? Házmelo recordar, incluso ahora que sé te encuentras abstraído al lado de un joven discípulo, mientras esperan que hierva el agua del té. Es el momento exacto en que un niño musulmán latinoamericano relata un sueño. Aquel donde va a recibir por parte de la sheika un perro saluki. También, aunque no te lo haya mencionado en su momento, una pecera transparente. El libro de los muertos. Homenajes secretos. Conversaciones absurdas con San Juan Carlos Onetti, San Felisberto Hernández, Santa Marosa di Giorgio. Se acumula el viaje con San Fowgill a Montevideo, el epígrafe de mi primer libro, la idea de una ciudad atrapada en su propio tiempo, la realidad que retrata José María Arguedas. Un monstruo que sólo es posible soportar si no se le recuerda de manera intensa o si se le deja descansar en una especie de existencia acuosa. Ahora que tenemos las manos con los dedos destrozados. Yo en México y tú en Argentina, con la misión de tener todo preparado los jueves para la llegada de los fieles de la orden mística de la que formamos parte. Aunque, como también lo has de saber, tengo el deber de escribir. Repudio, ignorancia y necesidad, es lo único que nos queda luego rechazar los Libros Sagrados. Constantes, extremos, cambiantes, cuyos opuestos suelen presentarse de manera simultánea. Te imagino llegando puntualmente a la mezquita. Por eso comprendo que te sea difícil entender cuando te cuento que mi manera de trabajar no es como la de los demás. Mi estudio de escritor, aquel donde he inventado la existencia de un salón decorado con peces, se convierte cada cierto tiempo en un espacio donde llevo a la práctica un ejercicio vacío. Coloco sobre una superficie blanca una palabra detrás de otra. Advierto que se habla poco de nuestras no escrituras, ni nuevas ni clásicas. Se omite con facilidad referirse a los silencios. El único enmudecimiento importante parece ser el que guardamos tú y yo durante todos estos años, en los que no nos comunicamos en lo más mínimo. Cuando fuimos separados en un puerto, luego de la caída de nuestro líder, hacia destinos diferentes. Desconfío todo el tiempo de las palabras. De las críticas, de las menciones, de los premios, de las distinciones, de los doctorados. De la existencia de canes que pueden alcanzar la altura de un camello. Tampoco confío en las palabras de mis hermanos de orden mística cuando afirman que viven el paraíso en la tierra. Lo musulmán es sólo un camino por el que debe pasar el sufí, no la meta que debe alcanzar. Un poco como las palabras y las escrituras, un vehículo y no un fin en sí mismos. Musulmanes somos todos, afirman algunos místicos por allí. El sufí busca lo místico presente en lo cotidiano. En lo concreto. Su búsqueda tiene que ir, por obligación, más allá de todos los límites. No hay más libros Sagrados. Ni Torás, ni Biblias, ni Coranes, ni Códices, ni Popol Vuh, ni extrañas cuerdas atadas, los quipus, con nudos como forma de comunicación. Algo similar a lo que ocurre con las escrituras de todos los tiempos. Sellos Escriturales de la No Memoria. Inscritos en tablillas de barro o en las superficies oscuras de las cuevas. Sus peores enemigos son precisamente los que ejercen la escritura. El santo Mansur Al-Hallaj fue torturado hasta la muerte por afirmar “Yo Soy la Verdad, Yo Soy Dios”. De la misma forma como sería ejecutado un escritor de nuestros tiempos que se atreviera a decir algo semejante. Y ya que te encuentras a la distancia, me permito decirte, aquí rodeado de decenas de cadáveres, que no hay objetivo. Perdón sí: hacer un libro. Todo lo demás no es más que una impostura. La descripción de los salukis, de los peces. Las historias, los personajes, las repeticiones. Todo una falsedad, un pretexto, el susurro de San Rulfo, la sorpresa de San Elizondo, los silencios de San Puig, una excusa para seguir haciendo lo único que debe ser practicado de manera ininterrumpida: escribir. Es posible también que cada pez dorado que nade de manera majestuosa sea la representación de la palabra propia. Una palabra que nunca podrá ser plena mientras carguemos con los perros que deambulan buscando sepultura por el mundo. Una escritura innombrable, inasible, fugaz, transparente, como se le presenta el paso del tiempo a un derviche mientras se encuentra en pleno trance del giro. La Verdadera Escritura Soy Yo, puede decir cualquiera que decida tomar de pronto un lápiz y un papel con la intención de colocar un rasgo, una letra, una rúbrica, algo que de cuenta de su acción. De un movimiento que no sea otro, sino simplemente el de dejar estampado sobre una superficie su paso por el mundo o su ser calcinado dentro de los hornos de algún cuartel del ejército.
Por Eugenio Montejo
El poeta venezolano Eugenio Montejo le regaló los siguientes borradores del poema “Final sin fin” a Arturo Gutiérrez Plaza, poeta y Editor Asociado de Latin American Literature Today.
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