Cuando volvió de la calle horas después, Felipe comprobó con asombro y pavor que su mujer se había ido. Según el acuerdo, Julia se llevó la mitad de todo, más todo aquello que habían adquirido juntos para crear un hogar que le supiera a su tierra: los jarrones de talavera, la vajilla de Tlaquepaque, las alfombras oaxaqueñas, el comedor de ratán. También una estantería rústica, un armario señorial de bisagras oxidadas. El baúl que hacía las veces de mesa de centro y la cama nupcial donde perdieron todas las batallas iniciadas en busca de la felicidad.
—Si quieres quédate con la gata, pero Milagros se va conmigo. Se lo dijo así, desafiante, sin una pizca de remordimiento. Buscando que se levantara del sofá y la samaqueara para pedirle a golpes que se fuera de una vez o se quedara.
No era justo. Había cedido en todo. Con la plusvalía de la casa. Los ahorros mancomunados. El coche que acababan de comprar el año pasado. Jugó entonces su última carta con la misma amabilidad que había fingido desde hacía tres meses para que le firmara los papeles del divorcio.
—No seas caprichosa. Piensa que lo mejor para ella es quedarse aquí. ¿Cómo la vas a meter a un apartamento tan reducido? Tú trabajas todo el día y ella está acostumbrada a correr por el monte. Aquí están sus amigos, el lago donde nos bañamos. El río. Deja de pensar en castigarme y hazlo por ella que está aterrorizada.
Fue inútil. Eres tú el que no quiere compartirla, lo retó con calculada dignidad. Y hubiera cedido otra vez, si no fuera por el auxilio de la voz ancestral. No lo hagas, corazón. ¿Cómo vas a compartir la custodia? Deja de hacer el ridículo, hijo. Lo está haciendo para darte pena. Para que vuelvas con ella. ¿No te das cuenta que es una perra?
Le agarró la cabeza con las dos manos y se tiró al suelo con ella. Le susurró al oído que la querría siempre, aunque le vomitara el coche de camino al veterinario. Ven pronto, le dijo. Ladrando como endemoniada y tumbándome a punta de lengüetazos.
Quiso morderla. Tener sus colmillos para despellejarla sin piedad. Pero se conformó con tirar un portazo y decirle con todas sus letras que se fuera a la mierda.
Solo entre los arañazos de la mudanza, pensó que le habían robado. No los muebles ni la tele. Ni el cuadro de los alcatraces que había dejado una silueta en la pared, sino algo más. Tan vaporoso como los ecos que lo sorprendían a cada paso. O el recuerdo inefable de la perra.
Se acostó en el suelo después de beberse unos mezcales con la intención de dormir un mes entero. Se agarró a una de las almohadas como si la abrazara. Y se dio varias vueltas en el piso de madera pensando que jugaban en la hierba, que Milagros fingía morderlo, mientras él le rascaba la panza, las orejas. Fue una ilusión pasajera. Soñando la buscó en un parque de perros, descalzo y en calzoncillos, rodeado de desconocidos que decían haberla visto con otra perra, escondida entre los pinos, hasta que lo despertaron los maullidos de la gata que había destrozado la mosquitera del dormitorio para forzar su ingreso.
Puta gata. Le dieron ganas de tirarla por la ventana. O acuchillarla. Soñó entonces que al agarrarla por el cogote se transformaba en su mujer y volvía a entrar otra vez. Entre golpes y zarpazos la metió en una funda. La arrastró por las escaleras con la intención de lisiarla. Cruzó al lago de enfrente y se dio el gusto de ahogarla.
Fue imposible deshacerse de ella. El mismo día que llegaron a casa con el camión de la mudanza la encontraron echada en la terraza. Y aunque trató de ahuyentarla, ella siguió ahí, desafiante, dispuesta a quedarse.
—Pobrecita, la habrán abandonado los otros dueños, suspiró Julia, buscando en él un poco de compasión.
—Ni se te ocurra darle comida, le recordó antes de irse al trabajo a la mañana siguiente. Y fue lo que hizo. Esa misma tarde le compró croquetas para gato y dos recipientes de cerámica para que comiera como una reina.
No le hizo gracia, pero dejó que Julia jugara a la casita con la gata y se sintiera menos sola en ese pueblo de inmensos árboles y montañas nevadas, donde ninguno tenía un alma.
A partir de entonces discutieron por la gata. Sus pelos grisáceos aparecían en la cama y él juraba que los sentía en los pulmones. Había destrozado el respaldo del sillón donde solía leer. Una lámpara tejida a croché. También las cortinas de la sala y la puerta de la entrada. Lo peor eran sus maullidos salvajes cuando él comenzaba a acariciarla. De noche. De madrugada. Y ella le suplicaba que dejara entrar a la gata.
—No te entiendo, le decía sentado al pie de la cama, abrazándose las rodillas huérfanas. Ella le respondía con la mirada pálida, queriendo que se callara para refugiarse de nuevo en los brazos de la gata. No. No extraño a mi hermana. ¿Y entonces? ¿Qué te pasa? ¿Qué te falta? Prometía entenderla, le pedía que confiara. Y eso sólo aumentaba sus náuseas. El deseo de salir corriendo para enterrarse en la nieve y que nadie la encontrara.
No puedo, le dijo. Pero su hermana la convenció en dos patadas. Has estado esperando este momento desde que viniste. Tienes la oportunidad de quedarte con un hombre que te ofrece los papeles. Que te quiere. ¿Y me dices que no puedes? Ya ni la jodes, mana. ¿Tú sabes cómo crucé yo? ¿Lo que es la sed, que te suelten en el desierto y te digan que corras como loca? ¿Que te agaches o te descubran los helicópteros? Me tardé meses en cruzar y para hacerlo le entré a todo. También a eso. Hazlo por los papás que se empeñaron para conseguirte ese pasaporte y de milagro. ¿Ya no te acuerdas?
Claro que se acordaba. Fue lo primero que se les ocurrió para reanimarla. Mandarla al otro lado con Ignacia. Era un trapo sangrante cuando la encontraron en esa clínica. Se pasó meses sin hablar, sin querer comer ni salir al patio. Hasta la mandaron con su abuela a Tapalpa. Y nada. Mi niña se me muere, Anselmo, lloraba la madre. Y él tocó todas las puertas hasta llegar a ese jacal donde descosían pasaportes y volvían a coserlos con visados auténticos. Una técnica a toda madre, le aseguró El Meco, lanzando a sus pies un escupitajo negro. Hasta que las computadoras gabachas aprendieron a cotejar: nombres, fechas de nacimiento, lugares de expedición, el número de cada visa, y el negocio se fue a la verga.
No puedo, le dijo. Pero al final pudo. Cuando entregó el pasaporte al oficial de inmigración estaba convencida de haber estudiado periodismo, de ser la autora de esas crónicas que pertenecían a otro nombre que memorizó a la perfección. El viaje a Los Angeles, explicó con voz firme, era para cubrir las nuevas propuestas antimigratorias para el diario donde trabajaba. Se lo dijo sin temor alguno. Serena. Acostumbrada a reportar en el ojo del huracán.
Cásate conmigo, Julia, le dijo al escuchar que había entrado al país con un permiso humanitario porque venía de una zona de guerra. Donde aparecen muertas todos los días. Debajo de algún puente, en la regadera. En la maquila, le contó, una señora americana se hizo cargo de ella. Para tramitarle los papeles del ingreso como exiliada. Sin serlo, por supuesto. Un abogado llevaba su caso y su tía –así le decía– le había asegurado que en unos meses tendría su permiso de trabajo.
No le creyó ni un pelo. En cambio lo conmovió la necesidad de legitimarse con cuentos imposibles que servían no tanto para protegerse de la migra como para crearse una casita de fantasía. Cosida a mano y con doble hilo. Como la que sus padres inventaron antes de tenerlo a él en el Memorial Hospital donde sus patitas gordas sellaron su legalidad en una partida de nacimiento. Quiso quererla. Tener muchos hijos con esa mujer de ojos secretos a la que había conocido hacía dos meses en la barra del Paraíso.
Le dijo que sí, ocultando su incomodidad cuando sus manos la tocaban y malograban el momento. Sus labios urgidos de afecto. Su torso cruel, enhiesto, tan contrario a la sonrisa infantil que prometía ampararla de todo mal.
—No te reconozco, chibolo, lo vacilaba Tomasito. Lo único que te falta es que te pongas a tejer una chompa con tu hembrita. Era cierto. Lo había abandonado por estar con ella, viendo la telenovela. Interpretaba sus faltas de acrobacia como inexperiencia. Y le gustaba estar con una mujer así, inocente y modosita. Que lo redimiera.
Juntos soñaron con hacerse una casa de muñecas. De colores vivos y azulejos. Con muebles de mimbre y hierro forjado. Y una cocina con mucha luz para preparar moles en ollas de barro.
—Sólo a ti se te ocurre semejante idiotez, hijo. Ahora que te vas a mudar, que has conseguido un buen trabajo, te casas con una total desconocida.
—Yo la quiero, mamá.
—Una cosa es ser bueno y otra cosa es ser animal.
Tumbado en el suelo, con la gata a sus pies, se pregunta si la vieja tuvo razón. O si fue el exceso de trabajo, sus guardias constantes o la falta de un hijo. Nunca entendió la aberración que sentía a la intimidad y el deseo incompatible de ser madre y cuidar de un bebé. Visitaron médicos, probaron tratamientos. Pastillas. Inyecciones. Levantar las piernas y sostenerlas en el aire haciendo bicicleta para facilitar el pase del esperma. Dietas de tomate. Inseminaciones. Hasta se pusieron en manos de una curandera que la sobó con rabia para acomodarle la matriz, mientras le rezaba y la escupía con agua bendita. En dos meses, le dijo, quedas encinta muchachita. Ahora vete a menearlo todo lo que puedas. Y pídele a esta beata de la estampita que te lo conceda.
—Esas son huevadas. Mejor cómprale un perro, le aconsejó su amigo enfermero. Aquí en el hospital los usan de terapia con los niños que tienen cáncer. Y de paso se olvidará de la gata. Yo sé lo que te digo. La vio llorando tantas veces en la sala, en el umbral de la cocina. O en el baño, cuando comprobaba que los médicos y la sobadora la habían engañado, que no aguantó más y le hizo caso. Un perro, carajo. Un perro que los sacara de casa. Para acampar en las montañas o alquilar una cabaña donde se tomaran el café sentados viendo el paisaje, tapados los tres con una manta. Como en las películas que veían juntos cuando dejaban de pelear.
Se la regaló un catorce de febrero, a las cinco de la tarde, cuando afuera ya era de noche y nevaba como si el mundo se fuera a acabar. La gata fue la primera en atacarla y enseñarle con un par de rasguños quién mandaba en casa. Julia la miró de lejos con la misma distancia que a él, reclamándole que no le hubiera preguntado si quería una perra antes de adoptarla. Si me conocieras un poco, le dijo, sabrías que no los soporto. Ni su olor, ni su aliento nauseabundo. Milagros va a ser nuestra terapia, le respondió él. Riéndose de su gracia.
Nunca se acostumbró. Le fastidiaba su presencia, las pulgas que no tenía, las babas que le colgaban del hocico cada vez que tomaba agua. Su nariz eternamente mojada. Su afán de lamerla. Sólo cuando peleaban la sacaba de casa a tirones con la excusa de llevarla a caminar. Y entonces la odiaba más. Detestaba sus orines amarillentos en la nieve. Tener que recoger su mierda. Caliente.
Intentó dejarla en siete ocasiones distintas, cerca de algún aniversario, cuando confirmaba en silencio o en una pelea de perros y gatos que no tenía nada que celebrar, que se demoraba en el trabajo para huir del silencio sepulcral. Las miradas esquivas. Los reproches agónicos de una gata imposible de domar.
Siempre terminaban dándose otra oportunidad. La última y no más. Por ellos y la familia que iban a formar. Y él se consolaba con la perra. Le contaba del niño que había nacido en la maternidad con la espalda mal formada. De la joven que falleció de un cáncer uterino. O del esposo sordo que lloraba inconsolable en la sala de espera porque no había oído a su mujer cuando rodó por las escaleras. Con ella se fue de campamento dejando atrás a la gata y a su dueña. Y con ella aprendió a engañarla y a perdonarle sus rechazos. Porque así se perdonaba él por ella. Por esas aventuras que duraban lo justo. Con alguien del trabajo. En el gimnasio. O en los parques de árboles frondosos donde los perros jugaban sin collares ni cadenas mientras sus dueños se escondían entre el follaje y dejaban manchada la nieve o la tierra.
Él también era como ellos. Bien vestido y educado, pero un animal que sólo quiso echársela al plato, meditaba en sus horas de desvelo. Como el hombre asqueroso que la lamía mientras el otro le abría las nalgas. Para que aprendas lo que es una verga. Como el otro que la escupió en la cara. Por puta, porque no aflojaba. Aquí vas a aprender a ser hembra. Para que no andes de sobrada. No por favor, imploraba. Pero se la madrearon hasta dejarla inconsciente. Sin habla.
Está viva de milagro, le dijeron a sus padres. La encontraron unos perros debajo de la basura. Las malas lenguas sentenciaron que andaba en las andadas, como la piruja de su hermana. A las muchachas decentes eso no les pasa, escuchó por su ventana. Y maldijo a los putos perros que según la salvaron de la desgracia.
Aguantó hasta que le llegaron los papeles, cuando ya no tenía caso seguir intentándolo ni tampoco reclamarle los moretes que asomaban por debajo del cuello de la camisa. Los preservativos descubiertos en algún bolsillo. Las llamadas perdidas. Las salidas nocturnas con Milagros. Que para caminarla tantito, cuando ella se sentaba a ver la novela y le pedía a todos sus santos que no volviera.
Está bien, le dijo, sin hacer aspavientos. Poniendo fin a los años ingratos en que se tomaron fotos felices y aprendieron las manías de cada uno para pasar el examen de migración. El modo de tomar el café. Con mucha crema y sin azúcar. Los programas favoritos. Los paseos solitarios. Las rutinas del gimnasio. Sólo dame la mitad que me corresponde, le exigió. Y él no puso resistencia, aunque hubiera podido sacarle en cara los recibos acumulados, los papeles y tratamientos.
Se dividieron los bienes en paz, como si estuvieran sellando una nueva relación matrimonial. Hasta el día que se fue la perra dejándole a la gata, sabiendo que tenía las tetillas rojas y alargadas, que comía a todas horas y dormía más de la cuenta. Porque estaba preñada de unas siete o seis semanas. Quién sabe de qué gato techero. Por andar en las andadas.