Lima: Random House. 2022. 424 páginas.
El impulso que recorre cada página de estas memorias de Roger Santiváñez (Piura, 1956) no es otro que el de saciarse de la vida, de todo lo que ella implica, hasta la última gota. Este es un texto que se inscribe en una tradición memorialística donde conviven el Bildungsroman: la infancia, la adolescencia y el turbulento paso a la adultez, junto con los hechos más trascendentales de la vida cultural y política peruana, entrelazadas en este relato de “no ficción”, como lo llama su autor.
Es bien sabido, para lxs lectores medianamente informadxs que Santiváñez es un escritor peruano, autor de una amplia obra en distintos géneros: poesía narrativa, crítica y periodismo; también fue fundador del movimiento Kloaka a principios de los años ochenta.
El sentido de la soledad recorre la infancia piurana de Santiváñez, (norte del Perú), hasta su llegada a los EE.UU. Si el arco cronológico que cubre es de cuatro décadas (1961-2001), lo ocurrido a su interior parecerían varias vidas en una. El Santiváñez de sus memorias es un Roger imbuido de su afán irrenunciable por volverse poeta, pero sobre todo por vencer la soledad que lo rodea y que intentaremos explicar más adelante.
Es como si el último hijo de las vanguardias, perdido en las calles de una Lima horrible para unos, maravillosa para otres, hubiera decidido que la única forma de honrar a sus padres literarios (y madres, porque de fondo siempre está Santa Rosa de Lima, cuidando a esta oveja descarriada) es simpatizando con la guerrilla peruana, metiéndose todo lo que puede por el garguero o por las venas y empatarse con cuanta mujer estuviera dispuesta a seguirlo. La apuesta narrativa de Santiváñez es clara, porque a lo largo de estas cuatrocientas y algo páginas (que se leen de un tirón) vemos la configuración de una especie de sujeto romántico pero tercermundista, imbuido en una soledad adolescente, casi rimbaudiana, pero que en ningún caso lo aleja de la vida cotidiana en el Perú de aquellos años, sino que más bien afianza ese contraste entre el niño y el adolescente de un ambiente imperturbablemente casero (familiares, amigos, vecinas, profesores, etc.) y su permanente aislamiento sin escapatoria, salvo por el consuelo de la escritura: “La niña dorada de mi infancia pasó a ser esa dulcísima memoria con la que ahora he tratado de volver a tenerla aquí conmigo en esta página solitaria”. En otro lugar, agrega, sintiendo la imposibilidad de cualquier futuro: “Ya no hay nada que hacer, sino conjurar el destino que nos tocó vivir. Quizá por eso concibo estas memorias y las escribo, para dejar testimonio de un tiempo que vendrá –posiblemente solo en nuestros sueños más queridos–, es decir, el de la utopía que nunca jamás alcanzaremos”. Resulta paradójico, por decir lo menos, percibir este no future en boca de quien se hiciera parte de movimientos que hacían del futuro (revolucionario, próximo, alcanzable) la esencia de su discurso. Tal vez, tal como dice David Graeber en La tristeza del post-obrerismo:
We really do lack a sense of where we stand in history. And it runs well beyond radical circles: the North Atlantic world has fallen into a somewhat apocalyptic mood of late. Everyone is brooding on great catastrophes, peak oil, economic collapse, ecological devastation. But I would argue that even outside revolutionary circles, the Future in its old-fashioned, revolutionary sense, can never really go away. Our world would make no sense without it. (Las cursivas son mías)
Más allá de las varias lecturas que se pueden hacer de este texto, me interesa aquí resaltar el impacto en las y los lectorxs de la representación de este universo sin salida que nos entrega Santiváñez en su libro, ese ser desesperanzado que evoca su vida peruana con melancolía y que, si bien despliega vitalismo en cada uno de estos capítulos, también se perciben aires de derrota, de desilusiones y de tiempo irrecuperable.
“TAL VEZ DE MANERA CONSCIENTE SANTIVÁÑEZ PREFIERE EL DECURSO VITAL AL ANÁLISIS MÁS DETENIDO. DE SER CIERTO, LO MÁS RELEVANTE DE ESTAS MEMORIAS SERÍA TODO LO EXTERNO A LA POESÍA Y NO SU EJERCICIO”
Su paso por colegios de la clase media piurense es el arranque para la creación de una arcadia impoluta, un universo infantil y adolescente, donde el Roger niño descubriría los juegos no tan infantiles, los primeros asomos de la violencia, los amores enfebrecidos de cinco segundos, el tedio provinciano, las primeras lecturas, el sexo como incógnita, la presencia de la familia como un bastión sagrado de apoyo y calor. Pero lo hace, y esto será clave, en un lenguaje sumamente cotidiano, coloquial, al alcance de un lector (y este es otro dato que no me parece menor) quizá no familiarizado con la poesía más exigente –en términos retóricos– del autor. Los peruanismos son frecuentes, junto a una prosa ágil (no por nada Santiváñez ejerció como periodista, lo cual también cuenta en este libro) que nos lleva por los acontecimientos donde se enlazan, intrínsecamente, los distintos despertares del protagonista con los hechos que remecían al Perú de unas décadas atrás. Los anglicismos también son recurrentes, casi como una premonición de la vida del autor hacia el final de estas memorias.
En esta sucesión vertiginosa de los amoríos del protagonista, su acercamiento al rock, su paso por Lima, sus poemas; la inextricable conexión entre poesía y vida –el párrafo sobre el origen del título de uno de sus libros, El chico que se declaraba con la mirada, es sencillamente de antología– abarca todo el libro. También la bohemia “limensis”, donde se forjan los grupos literarios, pero también la literatura. Un desfile de nombres recorre estas páginas, figuras que han hecho de la poesía peruana ese océano infinito que es hoy: Hora Zero, La Sagrada Familia y Kloaka, grupo sobre el que él mismo ha escrito extensamente.
Años de periodismo, pronto de drogas duras, y los del Perú a manos de Sendero: las calles bajo el asedio de los militares y el temor a los cochebombas también son parte de este relato. Eventos que, en cierta forma, nos recuerdan La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro, o El pez en el agua, de Mario Vargas Llosa. Sin embargo, la historia de Santiváñez, por mucho que se esfuerce en refrendarnos su soledad, aparece llena de personajes y de amores que lo aman y lo rodean. Su destino literario jamás es puesto en duda.
Resulta llamativo en este libro –y sus historias sobre política, bohemia, paraísos artificiales, pero, por sobre todo, de conversaciones y colleras– la escasa o nula reflexión sobre el hecho poético. Tal vez de manera consciente Santiváñez prefiere el decurso vital al análisis más detenido. De ser cierto, lo más relevante de estas memorias sería todo lo externo a la poesía y no su ejercicio. Es probable que la respuesta a esta preocupación se encuentre en uno de los postulados que el autor de este libro nos entrega, aunque implícitamente: no hay una división entre poesía y vida que le otorgaría “las experiencias” para componer el poema. Para Santiváñez se trataría –aunque no sé si hoy suscribiría lo dicho aquí– de hacer de la vida poesía, un proyecto no solo poético, sino también utópico.