“Cada vez que se le pregunta acerca de las fantasías de su audiencia, Alonso se defiende tozudamente de dos rótulos: de acometer un trabajo programáticamente empapado de ilustración cinéfila”
El crítico y filósofo ruso Mikhail Bakhtin nos enseñó que la novela es una multiplicidad de voces sociales, una forma históricamente novedosa de enunciación polifónica. Beatriz Sarlo extiende esta línea de pensamiento y sostiene agudamente que entonces es lícito referirse a las relaciones “entre” las obras de arte también en términos sonoros. Hay “resonancias” y “ecos” que los receptores escuchan más allá de la voluntad de los creadores. En este sentido, una cultura es una trama de singularidades que en algún punto se conectan por la reverberación “acústica” de lo que les es contemporáneo. La creación sólo es posible en la inmanencia de las relaciones, de las “resonancias,” de los “ecos”. La invención es siempre un encuentro. En este artículo analizaré la “convergencia” (Adorno), las “resonancias” de las exploraciones estéticas de Lisandro Alonso y Lucrecia Martel en su afán de escuchar las voces de dos escritores argentinos cuyas exploraciones estilísticas acompasan la indeterminación y la opresión de la existencia: Antonio Di Benedetto y Juan José Saer.
El estreno en el Festival de Cine de Venecia de 2017 de la largamente esperada adaptación de la novela Zama (1956), de Antonio di Benedetto, por parte de la directora argentina Lucrecia Martel, suscitó miríada de críticas abrumadoramente elogiosas. Algunos años antes, Lisandro Alonso, el más radical de los directores de esa generación de directores agrupados por la heterogénea categoría “Nuevo Cine Argentino”, encaró con Jauja (2014), un cambio profundo en su carrera. Jauja es una fábula colonial situada en algún lugar de la Patagonia argentina en la época de la denominada “Conquista del Desierto”, en las últimas décadas del siglo XIX. Es muy llamativo que tanto Zama (la novela de Di Benedetto y la película de Martel), como El entenado (1983), de Saer, y Jauja, recurran a procedimientos narrativos semejantes para representar la experiencia colonial en la Argentina: el enrarecimiento de lo sensorial, la puesta en escena de la dificultad para narrar, la plasticidad ensoñada del tiempo.
¿Qué es el colonialismo? En todos los ejemplos argentinos mencionados, es una enfermedad mental, una conciencia desquiciada, que infecta de raíz el pensamiento contemporáneo, una psicosis morosa del hombre blanco que está perdiendo el equilibrio en su propio orden de representaciones, sintiendo que su realidad desaparece bajo sus pies. Zama horada con plasticidad en los puntos ciegos de la psique colonial un sinuoso laberinto de extrañeza y delicuescencia. Don Diego de Zama es un corregidor aislado en una lejana colonia española de América Latina en el siglo XVIII. El funcionario se hunde espesamente en la indefinida espera de una orden que finalmente habilite su traslado a la tantálica ciudad de Lerma (cinco años después de la publicación de Zama, Gabriel García Márquez da a conocer otra historia beckettiana en El coronel no tiene quien le escriba, con la diferencia de que el militar veterano de la novela del escritor colombiano no espera un desplazamiento, sino todo lo contrario: permanecer, persistir en la densidad de su espacio-tiempo mediante una pensión estatal que, por supuesto, nunca llegará).
En un presente vaporoso en el que nada a su alrededor parece poseer substancia alguna, su condición de caballero es constantemente maltratada por las circunstancias. Entre un gobernador que lo conduce en bote, un comerciante de brandy que muere bajo su jurisdicción, un diputado subordinado, una dama acre que desaira sus galanterías y el terror de un bandido esquivo en la región, Zama se hunde en una vergüenza cada vez más profunda (toda espera está impregnada de una vergüenza inherente). Salido de su magisterio, finalmente se une a una tropa de mercenarios arrojados en plena pampa. Zama es un juguete de los avatares que lo circundan, un monstruo de indeterminación y expectativa, interpretado magistralmente por un Daniel Giménez Cacho que logra componer una cara tensa y una mirada fugaz que permanecen a la vez que se alteran sin remedio en el calor y el delirio. En él (con él), Lucrecia Martel esculpe una figura cinematográfica, es decir, una figura del pensamiento: el enfermo de esperanza. Es aquí cuando Martel logra sintonizar con la tónica filosófica de Di Benedetto: embebida en su problemática de la subjetividad, la película se enfrenta a una realidad recalcitrante, y susurra con mil signos extraños y movimientos secretos que parecen conspirar contra una ya ímproba conciencia. Todo, absolutamente todo, se refiere al punctum mental de Zama. Y Martel traduce este punctum del lenguaje literario al cinematográfico combinando erudición con sensibilidad extrema, con planos de construcción intrigante, descentrando la posición del personaje en espacios inconvenientes, como para relativizar su lugar en un mundo cada vez menos descifrable.
Zama es la novela (y la película) de la espera, mientras que Jauja es una fábula de la búsqueda. Ambas, y a pesar del final sorpresivo de Jauja, constituyen su estructura sobre la base de una estética de la suspensión. Rocío Gordon llama “narrativas de la suspensión” a las narrativas que se sumergen en la imposibilidad de la experiencia para ralentizar la aceleración artificial de lo viviente. La narración de la suspensión, que de ninguna manera es una narración suspendida, “atrapa y agobia, se detiene y se mueve, narra describiendo, promete sin promesa, se funda desde la imprecisión, se ubica en los confines, se postula como un espacio intersticial desde el cual se puede realizar una lectura de la contemporaneidad: frente a la abundancia, mediatización y aceleración del presente, se postula un vacío que es, en realidad, un punto de condensación de profunda intensidad”. Dentro del imaginario estético de la suspensión, Gordon coloca al denominado slow-cinema, un movimiento en el que insistentemente son incluidos tanto Alonso como Martel. La etiqueta “cine lento” se refiere a un modelo de arte o película experimental que posee un conjunto de características distintivas: énfasis en la duración extendida (en aspectos formales y temáticos); una representación audiovisual de quietud y cotidianidad; el empleo de la toma larga como un dispositivo estructural; una narración lenta o no-dramática (si la narración está presente en absoluto); y un modo o intención predominantemente realista (o hiperrealista). Esta concepción de lentitud ha estado presente en el cine moderno desde su aparición después de la Segunda Guerra Mundial, pero se ha convertido cada vez más prevaleciente como un modo institucionalizado de práctica cinematográfica durante las últimas tres décadas.
“SEGÚN MARÍA GABRIELA MIZRAJE, DI BENEDETTO MURIÓ EN LA ESPERA ZAMIANA DE VER EN LA PANTALLA GRANDE LA ADAPTACIÓN DE ALGUNA DE SUS NOVELAS, ESPECIALMENTE ZAMA”
Cada vez que se le pregunta acerca de las fantasías de su audiencia, Alonso se defiende tozudamente de dos rótulos: de acometer un trabajo programáticamente empapado de ilustración cinéfila; y de ser el vástago del pre-ocupado manierismo del cine de etnoficción. Jauja marca un punto de quiebre, pero también una continuidad en la obra de Alonso. Aunque la sustancia de esta historia que recuerda a Coetzee o a Herzog es nueva para él, la forma de la película de Alonso es inalterable: Jauja y todas sus otras películas, desde La libertad (2001), hasta Eureka (2023), dibujan una trayectoria geográfica, remontan un río, forman un curso, a menudo un ascenso. Lo cierto es que, a pesar de que Jauja nos remite magníficamente al temperamento de Raúl Ruiz o un David Lynch del aire libre, Alonso sorprende a todos al auto-inscribirse bajo la filiación estética de la literatura de Juan José Saer.
“País de mierda”. Quien lo dice es Gunnar Dinesen, el personaje interpretado y en parte creado por Viggo Mortensen. En Jauja, el suntuosamente filmado país en cuestión se trata de la parte más desolada del sur de la Pampa y la Patagonia Oriental, esa tierra verde y caótica, de páramos sin contorno y costas pobladas principalmente por leones marinos. Un paisaje en el que tuvo lugar alrededor de 1880 la Campaña del Desierto liderada por el General Roca, que pretendía extender el territorio conquistado más allá de la provincia de Buenos Aires, una operación de “conquista” hoy en día designada por muchos historiadores como un genocidio de los nativos, orquestado por la naciente nación argentina. De entre las tropas de brutos exterminadores de uniforme se destaca la silueta distinguida de un ingeniero militar danés, el ya mencionado Dinesen, que se pierde en estos confines por alguna desconocida razón, acompañado de su hija, una rubia adolescente de unos quince años. Uno de los soldados le pide a Dinesen por su hija, Ingeborg, quien prefiere a otro. Por la mañana, Dinesen se despierta solo, y la película lo acompañará en su búsqueda de los secuestradores de Ingeborg. En este punto, Lisandro Alonso da paso a lo que realmente le interesa: el vagabundeo de su protagonista. Y no es una exageración decir que, a partir de ahí, una gran parte de la película se dedica a mirar desganada y obsesivamente a la vez a Viggo Mortensen caminando sobre guijarros patagónicos. Una vez más. Y una vez más. La repetición y la extensión plástica del tiempo, recursos saerianos por excelencia.
Llegó el momento de resaltar el eslabón perdido entre Alonso, Di Benedetto, Martel, Saer, Jauja y Zama: el ya fallecido director Nicolás Sarquís. Sarquís nació en la localidad bonaerense de Banfield el 6 de marzo de 1938 y estudió cine en la escuela de Cinematografía de Santa Fe, dependiente de la Universidad del Litoral. De regreso a la Capital Federal, desde 1964 fue ayudante de dirección en varias películas enroladas en lo que en ese entonces se denominaba (también) el “nuevo cine argentino”. Sarquís debutó como largometrajista en 1967 con Palo y hueso, una adaptación del texto de Saer. Lo que nos interesa aquí, además del rodaje de Palo y hueso, es que tres años después de El hombre del subsuelo, en 1984, dejó inconcluso el rodaje de Zama, del que queda un montaje de aproximadamente 45 minutos y otros tantos minutos de material crudo que está en poder del hijo de Nicolás, Sebastián Sarquís.
Pero, adivinen quién vio el Zama de Sarquís… Lisandro Alonso. En su paso por Dartmouth en 2016, y durante su estadía en Harvard entre 2016 y 2017, tuve la oportunidad de realizarle varias entrevistas a Alonso. Mientras leíamos juntos un artículo en el que se le estampaban etiquetas italianas, rusas e iraníes, él dijo: “sí, todo bien, pero yo soy ‘re’ Saer”. Por supuesto que esta frase encendió todas mis alarmas y me decidí a indagar más sobre esta relación creativa tan poco explorada hasta el momento.
Alonso estudió cine en la Universidad de Buenos Aires de 1993 a 1996, y dejó la carrera (no obtuvo el título oficial de director de cine) porque Nicolás Sarquís lo invitó a trabajar en su productora. Sarquís era muy amigo de Saer, de hecho, cuando Saer volvía de París, se quedaba en la casa de Sarquís. Esta amistad precedió a la filmación de Palo y hueso, que se puede considerar abiertamente una película saeriana, ya que Saer escribió el guión adaptado de su propio cuento y participó en gran parte del proceso de filmación. Alonso fue introducido a la literatura saeriana por Sarquís, quien le regaló un ejemplar de Cicatrices (1969). La lectura de Cicatrices fue una experiencia tan epifánica para Alonso, que luego devoró con fruición cada uno de los libros del escritor santafecino, excepto por el libro de ensayos El concepto de ficción. El joven Alonso, ayudante de Sarquís, deseaba fervientemente que alguna vez Saer pasara por la productora, que quedaba a media cuadra de la casa de Sarquís, para poder darle la mano y expresarle su profunda admiración. Eventualmente, Alonso y Saer se conocieron, y mantuvieron encuentros muy cordiales, de muchas risas y vino, que siempre debía ser de la marca Luigi Bosca. Casi por carácter transitivo, Alonso empezó a admirar también la obra de Sarquís, quien hasta entonces era sólo su empleador, y especialmente Palo y hueso, cuya estética dice que fue muy influyente para él (Palo y hueso es una película parca, frugal, casi un documental que busca un efecto de inmanencia en blanco y negro).
Lamentablemente, la colaboración entre Sarquís y Di Benedetto no fue tan fructífera como la colaboración con Saer, y Sarquís debió cancelar la filmación a las dos semanas de comenzada debido a una situación irreversible de asfixia presupuestaria. Pero en ese estudio del barrio de Balvanera, Alonso vio el material en 35 mm de la Zama de Sarquís, y hasta en algún momento pensó en retomar la filmación y terminarla. Nunca conoceremos la Zama de Alonso, ya que es un proyecto que él asegura que jamás concretará debido a la aparición de la Zama de Martel.
Esos dos años de fusiones estéticas y afectivas en la productora de Sarquís marcaron a fuego la formación profesional de Alonso, quien dice haber aprendido todo lo que sabe de técnica cinematográfica en sus años en Balvanera, y no en la universidad. Alonso rescata de Saer la intensidad narrativa. Hay una característica central en la literatura de Juan José Saer, derivada de la enorme capacidad de percepción que tenía el escritor santafesino fallecido en 2005 y también del talento para transformarla en pura potencia poética: la observación minuciosa, obsesiva de cualquier hecho, fenómeno o paisaje y su personal traducción. Beatriz Sarlo, una de las más renombradas especialistas en la obra de Saer, lo explica inmejorablemente en un artículo publicado en el diario La nación: “Saer observa el paisaje, las variaciones de la luz, los reflejos, los movimientos, y la precisión sensible de esas descripciones es una de sus cualidades originales e inconfundibles. No hay otro escritor así en la literatura argentina, nadie que haya narrado el temblor de las hojas, la caída del agua, el avance de la noche en un patio cervecero. Tuvo el sentido de lo concreto. … Describe la acción y narra la percepción”.
El energético tiempo de convivencia con el pulso narrativo-descriptivo de Di Benedetto, Sarquís y Saer quedaron tan impregnados en el arte de Alonso, que se pueden ver en Jauja retazos de Zama y El entenado, la obra maestra de Saer sobre el delirio colonial (Alonso conserva en su agenda el viejo deseo de transformar El entenado en una miniserie de diez episodios, uno por cada año que el protagonista estuvo bajo el cautiverio de la tribu Colastiné).
Según María Gabriela Mizraje, Di Benedetto murió en la espera zamiana de ver en la pantalla grande la adaptación de alguna de sus novelas, especialmente Zama. En 1970, el escritor mendocino participó de la “Semana de Literatura y Cine Argentinos” que se realizó en la Universidad Nacional de Cuyo. En dicho encuentro, Di Benedetto compartió su lectura en la misma mesa que Nicolás Sarquís. Su ponencia se enfocó en cómo utilizó técnicas cinematográficas para escribir su relato “Declinación y Ángel” (1958): “‘Declinación y Ángel’ está narrado exclusivamente con imágenes visuales, no literarias, y sonido. Fue concebido de modo de que cada acción pueda ser fotografiada o dibujada o en todo caso termine de explicarse con el diálogo, el ruido de los objetos o simplemente la música” (“Nuestra experiencia” 83).
Tengo la intuición de que Martel traduce el monólogo interior de Diego de Zama usando el tamiz del método “cinematográfico” que Di Benedetto utilizó para escribir “Declinación y Ángel”. Y tengo la certeza de que Lisandro Alonso utilizó el mismo método, dibenedettiano y saeriano, una especie de inquietante sinestesia de vocación filosófica, para colorear la asombrosa redundancia de los planos patagónicos de Jauja.