Es posible que la memoria me engañe, pero recuerdo que el primer personaje de ficción que me aterró fue Chucky, el muñeco antagonista de la franquicia de películas ochenteras que luego supe se llaman Child’s Play (gran título, por cierto). Como muchas de las películas de terror que consumí en la infancia, vi Chucky desde alguna esquina, escondida de la mirada vigilante de mi hermano mayor, quien no quería que la viera siendo tan pequeña. Seguramente volví a encontrarme con ella después, tal vez con un poco más de edad, pero con la misma cantidad de curiosidad, poco criterio y tabú.
Mientras leía Pelea de gallos (2018), el primer libro de cuentos de la escritora ecuatoriana María Fernanda Ampuero, no pude evitar vislumbrar una conexión entre su literatura y el cine de terror que había visto en mi infancia y adolescencia. Sin ir muy lejos y volviendo al muñeco que tanto me asustó de niña, al igual que lo que ocurre en varios relatos de Ampuero, lo aterrador de Chucky no era necesariamente la posesión que se orquesta en el primer acto de la película, ni el plan del muñeco de matar a su ingenuo dueño, ni el hecho de que un objeto inanimado pudiera cobrar vida y luego asesinar sin muchos motivos; lo aterrador de todo el asunto radicaba en que el peligro estaba dentro de la casa y, en general, era invisible para los adultos e inexplicable para los niños y adolescentes que debían enfrentarlo, quienes en la soledad de su propia experiencia juvenil no tenían otra opción que confiar, en este caso, en un muñeco poseído. Algo similar ocurre con el protagonista de “Persianas” o con Verónica en “Coro”, quienes, en la soledad de sus circunstancias y, al interior de las cuatro paredes de una casa, no tienen otro remedio que poner su confianza, no en un juguete poseído, sino en personas capaces de un mal similar o peor.
Para el tercer acto, cuando Chucky se transforma en un torbellino armado con cuchillos, la audiencia mira anonadada el espectáculo de la lucha que se orquesta entre el monstruo-muñeco y los adultos que intentan desesperadamente detener la amenaza. La fórmula del éxito económico de este relato radica en un final ambiguo que permitió el renacimiento del muñeco, para que retornara exactamente ocho veces, es decir, para ocho películas. El mensaje era claro, Chucky no podía morir, no tanto porque fuera invencible o por la incompetencia de los adultos que no podían proteger a los niños o a los adolescentes de turno, sino porque su muerte significaba también el fin de un negocio y, dejando de lado la lección que eso nos deja, con respecto a la capacidad del cine de hacer dinero, también dejaba clara una verdad innegable: algunos horrores no terminan realmente y ese es, del mismo modo, el eje de la obra de María Fernanda Ampuero.
Y, si se preguntan por qué es necesario hablar de cine cuando se habla del trabajo de esta escritora ecuatoriana, en una entrevista que María Fernanda concedió a Dolores Pruneda Paz (2021), a propósito del lanzamiento de su libro Sacrificios humanos, dijo: “Yo soy muy hija del cine, del cine de los ochentas y principios de los noventas, de esa época dorada del slasher, de los asesinos en serie (Jason, Freddy, Michael Myers), del cine fantástico de Spielberg, de Alien, de las adaptaciones de novelas de Stephen King. Ese cine me enseñó a narrar”.
Y sí, quien haya leído Pelea de gallos (2018) o Sacrificios humanos (2021) podrá percibir ese sabor cinematográfico en la narración de Ampuero: se trata de una literatura de perspectiva que pone la mirada (si quieren la cámara) en los personajes precisos; hablamos de relatos que dan voz a quienes son capaces de entender el verdadero asombro que viene con el espanto, es decir, esos personajes infantes o adolescentes, las personas que están aprendiendo, por primera vez, de qué está hecho el horror que se desborda cada día y en cada rincón de este mundo. En este punto, debo aclarar que, aunque no todos sus personajes sean jóvenes, quienes no lo son sí se aproximan a los acontecimientos escabrosos que los envuelven con el mismo asombro de quien descubre algo por primera vez. Después de todo, como expresa Tudor citado por G.M. Martin (2019): “a taste of horror is a taste for something seemingly abnormal and is therefore deemed to require special attention”.
A pesar de que las raíces del estilo inconfundible de Ampuero estén en el cine de terror de los ochentas y noventas, y su interés por capturar la perspectiva juvenil de las sombras que se esconden dentro del hogar, su obra difiere de estos relatos en un punto crucial: el tipo de horror que le interesa a esta autora tiene una tipología distinta a lo que nos ha acostumbrado el terror pop de EE. UU.: a María Fernanda no le atrae lo que se separe de la esfera de lo real, no necesita recurrir al disfraz de la metáfora –ya saben, monstruos, incidentes paranormales, el terror por lo desconocido–, lo que nos horroriza en su literatura es lo monstruosa que puede llegar a ser la naturaleza humana. La mejor prueba de esto aparece en el cuento con el que abre Pelea de gallos: “Subasta”. En este relato, para generar tensión o sumergirnos en la angustia, Ampuero no necesita hablar de posesiones, rituales satánicos, fantasmas, apariciones, no; lo que encontramos es una realidad humana que, a pesar de ser posible, nos resulta inexplicable, uncanny: un grupo de personas a quienes nunca les vemos el rostro es vendido a otros personajes anónimos, mientras su protagonista recuerda cómo aprendió a defenderse de las agresiones sexuales que vivió cuando niña: “descubrí que a esos señores tan machos […] les daba asco la caca y la sangre y las vísceras del gallo muerto. Así que me llenaba las manos, las rodillas y la cara con esa mezcla y ya no me jodían con besos ni pendejadas”.
La tipología del horror que nos ofrece esta mujer latinoamericana se caracteriza porque su artificio radica justo en mostrar, en nombrar lo que es posible, lo que seguramente ha pasado (una niña que ha sufrido repetidas agresiones sexuales, un grupo de personas que son secuestradas para la trata) y, ¿por qué no?, lo que te podría pasar ti. Ahí está el verdadero horror.
Para no ir tan lejos, en “Monstruos”, el tercer relato de su primer libro, Ampuero ofrece un diálogo muy decidor –tal vez como una explicación de su propio trabajo literario, de lo que está por venir a lo largo de los cuentos que conforman Pelea de gallos–, cuando sus protagonistas, dos hermanas fanáticas del cine de terror de los ochentas, contrastan su miedo hacia “los muertos, los regresados, los poseídos” con el miedo de Narcisa, una empleada doméstica que les recuerda –y por tanto a los lectores– “que hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos”.
Tal vez por este afán de poner “bajo la lupa los horrores cotidianos” (como dice Ampuero citada por Abdala, 2023), María Fernanda evade una de las fórmulas más genéricas del cine de terror que la inspiró: los finales felices. Sí, aunque en el fondo sabemos que Jason volverá, porque la máquina de hacer dinero no puede detenerse, a todos nos encanta ver a la final girl de turno derrotar la amenaza y, después de haber sido victimizada por lo que dura una película –de noventa a ciento veinte minutos–, destruir a su agresor después de sentenciar alguna frase épica –¿a quién no le encanta el clásico “Get away from her, you bitch!” que dice Ripley en Aliens?–. La cosa es diferente en la literatura de María Fernanda, son pocos los “finales felices” que se permite la autora, siendo el más afortunado el que se presenta justamente en “Subasta” (spoiler): sí, la protagonista escapa, pero salimos del cuento sabiendo que fue la única. Esta final girl no dice nada épico y no es más fuerte que sus agresores, la astucia de su escape se manifiesta en el conocimiento de los límites de las perversiones de quienes pretenden comprarla: “Cuando me toca a mí […] cierro los ojos y abro los esfínteres”. Esta huida es posible solo gracias a la resiliencia que surge de haber sobrevivido a la oscuridad del mundo de las galleras. Por eso el destino del resto de los secuestrados es más aterrador; lo inquietante viene no solo del asombro de saber que la trata de personas es real, sino de la certeza de que la debilidad de estos personajes radica justo en la seguridad que les proveía el privilegio de su vida anterior. El artificio termina de cerrarse cuando los lectores se ponen en los zapatos de estas personas a sabiendas de que también podría pasarles lo mismo: te podría pasar a ti, porque la inmundicia del mundo está más cerca de lo crees.
Es así como la literatura de María Fernanda hace su magia y une las fichas que conforman la sazón especial de su terror. La mayoría de los personajes de sus relatos no escapan, no derrotan los horrores que los rodean; por el contrario, durante el trayecto que recorren se acercan cada vez más al núcleo de sus aflicciones, hasta que terminan por retirar el velo y revelar por completo la dimensión ominosa de lo que los amenaza. Me atrevería a decir que el ethos, la visión de Ampuero consiste en ayudarle al lector a concebir eso que ya advirtió Narcisa: para sobrevivir debemos temer más a los vivos, a la vida. Y aunque la propia María Fernanda haya afirmado en una entrevista hecha por Pomeraniec que le “interesa más mostrar que hacer sentir”, no debemos olvidar que el terror como género y artificio literario o artístico “is specifically created to elicit fear consistently and deliberately” (Martin, 2019); en ese contexto, muchos estudios “demonstrated empirically how exposure to certain types of film [me atrevo a incluir libros a esta afirmación] affects physical behavior and, in this specific example, how certain types […] inhibit motor behavior”. A lo largo de Pelea de gallos, nos encontramos con suicidios, enfermedades mentales, incesto, pobreza, asesinatos… el rincón más oscuro de la realidad hecho literatura. Por ello es imposible no paralizarse, no sentir la vulnerabilidad de los escalofríos que nos atraviesan la columna, no experimentar un hondo dolor e incomodidad cuando, por ejemplo, el protagonista de “Persianas” se aproxima al cuarto de su madre en la escena final. Para ese punto del relato sabemos lo que se acerca y esa adrenalina que la narración de Ampuero genera en el lector no es diferente a lo que se puede sentir cuando vemos a la protagonista de una película de terror caminar hacia la oscuridad, hacia el monstruo. Sin embargo, el horror de esta autora, el que casi siempre ocurre en escenarios iluminados –porque lo que quiere María Fernanda es mostrar–, tiene una sazón emocional más abismal, pues las heridas que se infringen en estos personajes se tatúan en su alma y sabemos que no habrá manera de que sobrevivan, aunque eviten la muerte, como dice la propia escritora: “Hay cosas a las que no se sobrevive, aunque no te maten”.
Y si la pregunta fuera: ¿para qué nos sirve el miedo?, ¿qué lugar o qué propósito tiene la literatura como la de esta escritora en nuestra vida? Creo que existirían dos respuestas posibles. La primera se la dedico a la gente que no es fan del terror, a la gente que no pudo ver El proyecto de la Bruja de Blair (1999), Get Out (2017) o Midsommar (2019), la gente que se tapó el rostro cuando Chucky se acercaba con un cuchillo. Si las opciones que tenemos ante la podredumbre de la realidad son mirar o no mirar, oscurecer o aclarar, creo que es importante recordar lo que ya dijo Freud citado por G.M. Martin (2019) “everything that ought to have remained secret and hidden […] has come to light”. No importa si aún le tenemos miedo a la oscuridad, porque, aunque presintamos que el peligro se esconde en ella, debemos enfrentar la certeza de que es así, de que, aunque insistamos en taparnos la cara, Chucky se acerca con un cuchillo todos los días e ignorar lo que ocurre, no nos va a ayudar a sobrevivir. En este contexto, la segunda respuesta se la dedico a los fans del terror, sobre todo a quienes les interesan los artificios convencionales de la ficción que recurre a los monstruos fantásticos, fantasmas o muertos como mecanismos narrativos. Quisiera preguntarles, ya que ustedes sí están dispuestos a mirar de frente a Chucky, ¿por qué no también enfrentar lo que se esconde en las sombras de la humanidad, sin el disfraz de la fantasía? En este sentido, si la pregunta aún es: ¿qué lugar o qué propósito tiene la literatura como la de María Fernanda en nuestra vida?, es importante recordar que la literatura, el cine y el arte cumplen con la función de romper las barreras que nos impiden empatizar realmente con el otro (o con nosotros mismos) y comprender la diversidad y complejidad de la experiencia humana. Mucho se ha hablado de cómo experimentamos los latinoamericanos este tipo de relatos, cómo podemos o si es necesario convivir con estas ficciones si ya estamos constantemente expuestos a las noticias desgarradoras de nuestra crisis sin fin. Creo que, si ya hemos naturalizado lo uncanny de nuestra pesadilla cotidiana, la literatura como la de María Fernanda se vuelve más relevante en nuestra vida, pues sirve como un mecanismo necesario para reaprender la empatía, para despertarnos el corazón y permitirnos volver a sentir tristeza. Por ejemplo, un estudio demostró que “When graduate nursing students and psychology students were shown videos of graphic medical procedures, for example, the nurses expressed less disgust and fear but more sadness” (Vlahou, citado por Martin, 2019). En otras palabras, necesitamos a la gente que tiene la valentía de estos escritores y de los artistas que se atreven a decir “basta, sé lo que hiciste, ¿sabes? Sé el horror, conozco la podredumbre que disfrazas con perfumes carísimos” (Ampuero citada por Pomeraniec, 2018). Conocer la forma exacta de nuestra oscuridad y tristeza es la única oportunidad para, como la protagonista de “Subasta”, sobrevivir y, tal vez y si tenemos suerte, poder no solo deprimirnos, sino indignarnos.