María Fernanda Ampuero es una escritora y periodista ecuatoriana que ha enfocado su escritura en la ficción y la no ficción. Su literatura de terror está principalmente anclada al horror de la violencia de género, las familias rotas, las migraciones y los cuerpos no normados y vulnerables; lo que la ha convertido en una de las autoras más relevantes de la literatura contemporánea de habla hispana. En este dossier tres mujeres adultas volvimos a ser niñas. María Fernanda nos ha volado la cabeza y queremos saber, con urgencia y vehemencia, por qué. El momento exacto en el que la curiosidad de los niños empieza a dispararse como una ametralladora, todo les parece relevante y cada duda merece ser resuelta para mantener la calma. Aquí, Natalia, Rosalía y yo buscamos recobrar esa calma después de entrevistar a la autora, de asumir el lugar desde el cual escribe y de recordar que la infancia es el sello que todos llevamos sobre el lomo.
Vamos a suponer que los medios de comunicación en los que María Fernanda ha hablado, eclipsaron injustamente sus obras anteriores a Pelea de gallos (Páginas de Espuma, 2018) y Sacrificios humanos (Páginas de Espuma, 2021), así que no nos haremos cargo de eso. Las tres nos agarramos como koalas al tronco de estos libros porque son los que nos han despertado por las noches o se han convertido en pensamientos rumiantes cuando vamos por las calles, acompañadas del miedo inherente de ser mujeres en un mundo donde las mujeres somos violentadas de todas las formas posibles.
Dice Rosalía Vázquez Moreno en su artículo “¿Y para qué nos sirve el miedo? (o por qué todos deberíamos leer a María Fernanda Ampuero)”, que ella ha vuelto a su infancia y su adolescencia, que ha encontrado a Chucky y sus películas en el camino, porque es imposible convertirse al ampuerismo si no identificamos las referencias cinematográficas que están presentes como un guiño en su literatura. Natalia Andrea Mera Sandoval, en cambio, en su artículo “Escribir también es nombrar una vida que no ha sido nombrada (¿Dónde escribe María Fernanda Ampuero?)”, ha intentado comprender los lugares metafóricos desde donde escribe la autora, además del color de su humanidad que bien podría ser parte de un pasado. Las mujeres que escribimos en este dossier, hay que decirlo, nos hemos convertido al ampuerismo, no como una secta religiosa ni un entramado literario elitista (qué pesar, que las almitas nos libren de aquello), sino como un espacio seguro donde el hambre se disipa con bocados de picante extremo que no se pueden parar de comer: se ingiere, se llora, los mocos chorrean, tomamos agua dulce y el ciclo se repite.
Las tres autoras del dossier hemos buscado respuestas y justificamos el dolor que la narrativa de María Fernanda Ampuero nos provoca. Decimos, por ejemplo, que ella escribe desde la soledad de ser migrante, desde el duelo familiar, que de esta manera forja el carácter de sus lectores y, sobre todo, de sus lectoras… así repetimos hasta convencernos. Porque nos gusta leer y sabemos que la literatura es lacerante, no complaciente. Y, por supuesto, somos, en estos textos, tres niñas que se han hermanado hasta convertirse en trillizas que colapsan acostadas y temblorosas en una cama, llenas de miedo, esperando a que un hombre se siente en una silla vieja de madera a leernos el último cuento que nos impida conciliar el sueño. Tenemos los pies fríos, los ojos salidos y las lenguas adormecidas.
Identificamos en cada página la podredumbre de la familia, el pasado que magulla sin compasión, el peligro que aparece como un ejército de hormigas al interior de algo que ostenta con llamarse hogar, la inmundicia, la alegría repelente y la precariedad de las escritoras. Esto último, la autora nos ha dejado claro. Pide que usemos con mesura la palabra éxito, que no vayamos a confundir su trabajo con una estabilidad económica inexistente cuando se decide entregarle la vida, las ojeras y el tiempo a la escritura. Es difícil descifrar los códigos ampuerescos, nunca se sabe si hay una o varias mujeres que te incitan a la huida mientras sea posible o te dejan la cruel elección de quedarte siendo la víctima para más tarde mutar en victimaria. No sabemos, en realidad, si su obra se traduce en manuales de supervivencia o en estalactitas que amedrentan.
Natalia Mera, la escritora colombiana, husmea a una María Fernanda que se pinta los labios de rojo para escribir sobre el veneno de las herencias familiares; asegura que existe toda la intención del mundo para envolvernos en su grito y que todas las mujeres podamos sumarnos a su coro. Rosalía Vázquez, la escritora ecuatoriana, también mira en esa dirección, pero se sumerge en la utilidad del miedo con una intención firme de encontrar lo que (no) se le ha perdido y parece hallarlo.
Somos tres villanas, tres perras, tres brujas que no hemos logrado salir ilesas, pero que entienden que el lenguaje también se rompe en piezas diminutas que se lanzan al mar para alimentar a las medusas. Inventemos que las medusas se alimentan de palabras, es la única explicación posible para armar paradojas bonitas y románticas sobre uno de los mecanismos de defensa más engañosos –me niego rotundamente a llamarlo poético– de la naturaleza. Brillar como una medusa, defenderse como una medusa, ahuyentar como una medusa es triste, aunque la historia –tan mentirosa como la humanidad misma– haya intentado dosificarlo con mitos fantásticos que evocan a la locura.
Ojalá nunca sea tarde para abandonar un panóptico donde nos repiten las mismas frases a las mujeres, donde nos propinan los mismos castigos gracias a un ojo gigante que vigila que no irradiemos demasiada luz para que no lo ceguemos. A lo mejor la literatura sí nos sirve de revancha al leer y escribir sobre mujeres que nos hacen justicia, pero no salir ilesas de ella es también un indicio de que no siempre encontraremos las respuestas. Seguir preguntándonos por qué, siendo compasivas con nuestras infancias, trenzando el pelo a nuestras niñas –en silencio– podría evitar que nos lancemos al mar.
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