Para Ilan
I
Al fin apareció la médico forense en un extremo del pasillo. Avanzaba rápido con los pasitos que le permitían sus piernas cortas, como si reconociera a Gala y corriera hacia ella. No era extraño, pues sabía que alguien la esperaba en los pasillos subterráneos del Palacio de Justicia, y Gala era la única persona en el lugar. Quizá lo raro, más bien, era que Gala la imaginaba diferente: más gris, más pausada, más dark. La mujer que acudía a la cita contradecía sus expectativas con una camisa floreada, una falda verde menta, pantimedias rosas y mocasines Camper. Al hombro, eso sí, una voluminosa bolsa de cuero desgastado y oscuro.
–Perdón, perdón –empezó la médico en su recta final, los últimos cinco metros–. Tuve un caso en el exterior.
–Sí, sí –respondió Gala–, me avisaron. Que tuvo un muerto sospechoso.
–Sí, eso, exacto, un muerto sospechoso. Estrecharon manos y entraron al despacho. –Siéntese, por favor… En un momento empezamos.
La mujer prendía luces, movía sillas. Posó sobre el escritorio su gran bolso y hundió ambos brazos en el interior. Gala vio salir unos tuppers con restos de comida, un paquetito de Kleenex, un teléfono celular con protector de calaveritas y un monedero rosa con calaveritas también. La médico forense se calzó unos lentes de pasta y se acomodó sobre la silla detrás del escritorio.
–Bueno, ahora sí. Cuénteme qué pasó. ¿Cómo ocurrió este altercado con la policía? ¿Cómo le rompió la nariz? –la mujer probaba las puntas de sus lápices sobre la yema de su dedo.
–El altercado… sí…. Pero ya todo quedó consignado con la juez, ¿no?
–Algo me dijo. Pero yo necesito todos los detalles de primera mano. Por favor. Cómo y dónde la golpearon, cómo empezó, por qué. Espere. Primero deletree su nombre –al fin la médico escogió su lápiz y levantó la vista. Detuvo sus ojos verdes sobre los ojos de la interrogada.
Gala dio sus datos personales, fecha y lugar de nacimiento, domicilio actual, nivel de estudios. Precisó que se había licenciado en biología. La médico forense escribía sobre un cuadernito con letras redondas y cuidadas que Gala renunció a descifrar desde su asiento. Se apoyó sobre el respaldo mientras enumeraba sus enfermedades de niñez, sus embarazos y abortos, sus operaciones quirúrgicas. Se sentía molida por los golpes y la noche pasada en el separo. Le era de pronto agradable hablar de su cuerpo como de un objeto con características medibles, con un historial de accidentes ubicables en el tiempo y el espacio. Buscó la mayor cantidad de detalles para alargar el momento. Contó que era maestra de escuela, de ciencias de la vida.
–¿Conocía con anterioridad a la señora policía? –interrumpió la médico.
–No.
–¿Por qué le dio un puñetazo en la cara?
Gala intentaba responder a esa pregunta desde la noche anterior, tanto en los interrogatorios iniciales como en la soledad del separo. No lo sabía. Una especie de comezón insoportable la había empujado a actuar.
–En la parte trasera de la tienda tenía a dos muchachos muy jóvenes con las manos sobre la pared –empezó a contar Gala–. Ellos no estaban haciendo nada. Les registraba cada bolsillo, cada pliegue del pantalón, les quitó el cinturón y les pasó la cachiporra por el pene. Lo hizo varias veces, lo de tocarles el pene. Lo vi claro. Ellos eran solamente dos adolescentes, no merecían ese abuso.
–¿Intentó hablar con ella? –la médico no levantó la mirada, esperó la respuesta con la punta del lápiz a un milímetro del papel.
–Intenté, pero no se pudo –mintió Gala.
–Ok. Muy bien –la médico cambió de hoja, apuntó un par de líneas extra—. Bien. Ahora pasemos al examen por favor. Quítese toda la ropa.
–¿Los calzones también?
–Los calzones también.
Gala obedeció. Era la única manera de comprobar que la policía se había vengado directamente sobre su cuerpo, que la habían molido a golpes en la comisaría, cuando ya tenía las manos atadas tras la espalda. Las esposas le dejaron cicatrices en ambas muñecas. Según su abogado, si ella amenazaba con iniciar un juicio por violencia policiaca, ellos retirarían los cargos en su contra. Ésa era la apuesta.
–Disculpe –empezó Gala mientras doblaba con cuidado su ropa percudida.
–¿Sí?
–¿Los médicos forenses no son únicamente para los muertos?
–No. Nos ocupamos de todos los delitos contra un cuerpo. Desde un diente roto –la médico desplazaba objetos sobre su escritorio mientras Gala hacía bolita sus calcetines–. Hay hombres que se agarran a golpes en la calle y luego inician un juicio de reparación donde exigen que se les pague un cirujano plástico. Piden una nariz nueva, más recta y varonil, cosas así. Hay que juzgar hasta dónde llega la responsabilidad de cada quién. ¿Ya está lista? –dio unos pasos y encendió una lámpara de luz blanca–. Acérquese, por favor.
El examen se hizo de pie. Gala se paró sobre unas huellas blancas dibujadas en un tapete de espuma. La médico forense, sin separarse de su cuaderno, subió a un escaño para comenzar el trabajo desde la coronilla. Analizó el cráneo con la yema de los dedos, peinando para aquí y para allá el pelo enmarañado y sucio. Bajó del escaño y continuó el examen en círculos, como si analizara una columna de jeroglíficos. Enunciaba sus observaciones y las apuntaba. Hematoma, 3 x 4, sobre hombro derecho a 1 centímetro de la cabeza del húmero. Contusión, 2 x 4, sobre escápula derecha. Hematoma, 1 x 1, bajo la axila izquierda, sobre primera costilla. Y así hasta la punta del pie. A diferencia del médico de los vivos, la médico forense no indagó en ningún momento si le dolía aquí o allá ni se esforzó por romper las bahías de silencio que se instalaron por largos minutos. Cuando terminó con cinco vueltas completas el recorrido del cuerpo de Gala, cerró su cuaderno y preguntó:
–¿Puedo tomar unas fotos?
–Sí, por supuesto. Después de un par de tomas cercanas, Gala preguntó si eran pruebas para el juicio.
–No. El juicio sólo usa el reporte escrito. Las fotos son para mi colección personal. Estos hematomas tienen formas y colores peculiares –explicó–. Es muy interesante.
–¿Interesante? ¿Por qué?
–Son como flores. Aunque el método de golpe no es óptimo y las flores no están correctamente definidas, la tendencia es clara. Los pétalos son muy afilados, como esas flores que se llaman diente de león. Ya te puedes vestir.
–¿El método de golpe? –Gala estaba sorprendida–. ¿Con otro método de golpe las flores salen mejor?
–Exacto. Podría usted presumir una hermosa decoración natural, un pequeño jardín personal de flores azul con amarillo. Fíjese bien, mire aquí –la médico acercó la pantalla de su pequeña cámara digital–, los amarillos sólo aparecen hacia el centro, como pistilos. No en cualquier cuerpo se obtiene tanta precisión en el delineado, ni en el color.
–¿En su colección personal tiene puros hematomas con forma de flor? –Gala pasó la cabeza dentro de su camisa.
–No, no, hay de todo. Una vez analicé un cuerpo que producía círculos perfectos y concéntricos. El centro morado, luego rojo, amarillo y una línea exterior muy delgada verde. Otro caso es el de una mujer que reaccionaba a las contusiones con patrones de fuentes de agua. A partir del punto de impacto, los capilares se dañaban hacia arriba, a la vertical, con una ligera inflexión en los extremos, como chorros que se elevan y luego caen. Curioso, ¿no? A esa la conocí como cadáver.
Gala terminó de vestirse, se calzó los zapatos y dudó unos momentos.
–¿Me muestra otra vez las fotos que me tomó?
Después de mirarlas, Gala preguntó cómo podía obtener patrones de flor más precisos.
–Con un especialista golpero.
–Ah. No sabía que existía… ¿Me puede recomendar uno?
–Sí. Te voy a dar el número. Pero tienes que esperar a que desparezcan estos moretones mal hechos. ¿Tienes dónde apuntar? Ah, no, espera. Ten esta tarjeta.
–Gracias.
Gala se quedó mirando el cartoncito.
–Carlos es el mejor –aseguró la médico.
–¿Pero es legal esto del golpero? –preguntó Gala.
–Sí. Claro. Es como los tatuajes o los piercings.
Que la gente haga lo que quiera con su cuerpo mientras no se mate. Y mientras sea un acto voluntario.
En el umbral del despacho añadió a manera de despedida:
–Pasaré el reporte a la juez. Ya puedes irte a casa y tomar un baño. ¡Suerte!
Le guiñó un ojo y cerró la puerta.
II
En el aula sobrecalentada, después de haber trazado una A mayúscula exageradamente grande, Gala se inmovilizó por completo, manteniendo la punta biselada del plumón sobre la pizarra. Volteó de tajo. La clase tomaba apuntes con el aspecto general de siempre. Caras arriba hacia el pizarrón, caras abajo hacia el cuaderno. Ese vaivén. Un niño se reía, quién sabe de qué, y otro buscaba algo bajo su mesa, quizá su pluma. Nadie podía adivinar las flores moradas y verdes bajo la blusa de Gala, cada vez más precisas, al filo de semanas de tratamiento, más dueñas del espacio de piel que recubría su espalda. Gala sentía un hormigueo precisamente ahí, como si diminutas y ligeras patitas corrieran entre sus omoplatos. Era una sensación muy parecida a la de su pesadilla recurrente cuando estudiaba biología. Sobre todo después de las disecciones de pequeños mamíferos, soñaba que su cuerpo aparecía en el patio de la facultad, cubierto de cucarachas. A veces eran mariposas negras. Y a veces también su piel reventaba y por debajo aparecían más insectos.
Gala tapó el plumón y se sentó sobre el escritorio. Ahí seguía la circular de esta mañana.
–Bien. Ahora vengan por el material en parejas. Empieza la primera fila, Julieta y Lea por favor.
Gala entregó charola, lupa, jeringa, pipeta, bisturí, una caja Petri y un insecto a cada equipo. Examinaba las manos tendidas de cada niño, o adolescente, o como se llamaran esos cuerpos de once años. Vigilen las cicatrices en muñecas y antebrazos, advertía la circular distribuida a todos los profesores de la escuela. Por este medio se acababa de enterar Gala de un juego cibernético que cobraba cientos de muertes entre los jóvenes de todo el mundo. Los recién iniciados realizaban pequeñas cortadas en sus brazos, los más avanzados en el juego dibujaban animales como peces y arañas sobre su piel, con un cuchillo. Los que alcanzaban la etapa final, filmaban su propia muerte. Vigilen, repetía la circular.
–¿Qué es eso?
–¿Qué, maestra?
–Eso que tienes ahí –Gala señalaba el antebrazo de la pequeña.
–Me mordió mi hermano. Las huellas de los dientecitos definían una circunferencia de puntos rojos. Era una marca redonda, abultada en el centro.
–Aquí tengo otra, maestra –la niña arremangó su camiseta y mostró una marca similar en el hombro–. Pero mi mamá no le quiere pegar.
–¿Y tú no le pegas?
–No. Porque me castigan. Gala no preguntó más: no eran cicatrices de cuchillo, no era el juego mortal. Eran marcas de vida. Y bastante bien logradas. No iba a entregar niños a psicólogos y policías a la primera de cambio.
–Bueno –dijo en voz alta para toda la clase– ya todos tienen un insecto en su charola. Obsérvenlo bien. Tienen que identificar qué insecto es, qué hacía cuando estaba vivo, cómo comía, qué comía, cómo se desplazaba. Fíjense en las alas, en las patas, en los pelos, en las antenas, en las mandíbulas, en todo. Descríbanlo. Compárenlo con los dibujos de su libro. Hay un microscopio aquí –señaló una esquina del salón–. Y agua destilada.
Ya nadie la escuchaba. Todos agarraban las jeringas y los bisturíes.
–¡Primero observen! ¡No corten! ¡No destruyan su objeto de estudio! –Gala alzó la voz.
Un niño la miró con cara de susto. Los demás no la pelaron.
Gala rodeó su escritorio y se sentó sobre él. Sentía las patitas ligeras en la espalda, entre sus flores secretas. Frente a ella, los alumnos llevaban su vida de alumnos, protegidos por las paredes del instituto, a salvo, por el momento, de la violencia en las calles.
De pronto entró el supervisor escolar con un policía. Pasaron sin decir más palabra que “¡Buenos días! Niños, sigan con sus actividades. Con permiso, maestra”. Se llevaron a la pequeña de las mordidas. Gala, que ya tenía un juicio por romper la nariz de una mujer policía, no dijo nada. Se quedó mirando cómo un alumno cortaba su grillo en pequeñas rebanadas.
III
Se acostó boca abajo, desnuda de la cintura hacia arriba. Sobre la cama de cuero café, sus senos se aplastaron como dos almohadillas blancas bajo su torso. Carlos se desplazaba por el estudio, Gala podía seguirlo mentalmente por los ruiditos.
–Esas flores van muy bien. Falta un poco de definición en los bordes, vamos a intentar con unas agujas especiales que tengo por aquí.
La voz le llegaba de los anaqueles del fondo, donde Carlos guardaba los objetos de vidrio. Gala conocía el sitio de memoria. Era su momento preferido de la semana. Aquí se sentía aislada y protegida del mundo exterior.
–¿No has tomado, verdad?
–No –aunque la cama tenía un agujero para la cabeza, no era cómodo hablar hacia el suelo. En lo que iniciaba el tratamiento, Gala optó por girar la cara y aplastar su cachete derecho contra la superficie acolchada. Sus labios se deformaron con la presión lateral.
–Recuerda que nada de alcohol. Eso adelgaza la sangre –los pasos de Carlos se alejaron hacia su izquierda.
–¿Sabes? Algunos de mis alumnos traen moretones por todas partes –dijo Gala. Sentía el vapor de su aliento reverberado por la cama.
Carlos se movía por el área de los látigos y cuerdas. Gala oyó un tintineo metálico, quizá un cajón con monedas, o clavos. Le gustaba este espacio amplio y ordenado, más que los laboratorios de biología con los matraces chorreados, las tapas oxidadas, la mugre y los típicos excrementos de mosca sobre algunos experimentos olvidados desde cuándo. Aquí las cosas encontraban un sosegado y limpio lugar. Además, aquí se ponía el cuerpo vivo, no animales muertos.
–Son moretones involuntarios, sabes, como de caída en el recreo, pero no sé qué tanto.
–¿Qué tanto qué? –preguntó Carlos, distraído.
Algo rodó por el suelo.
–Qué tanto son involuntarios. Hay alumnos rarísimos, con muchos moretones. Me parece atractivo, aunque sean niños.
Carlos acercó una mesita con ruedas, se puso los guantes. Gala escuchó el chasquido del látex y un calofrío placentero le subió por la columna vertebral.
–Oye, me crucé con tu dentista. Por eso no toqué el timbre.
Gala sentía incontrolables ganas de hablar en cuanto se recostaba sobre la camilla de cuero. Hablar de lo que sea. Las palabras le escurrían por la boca, aun con lo incómodo de la posición.
–¿Ah sí? –Carlos preparaba una jeringa. Le daba golpecitos para sacar las burbujas de aire.
–Sí. ¡Me asustó! Me llegó por la espalda, no lo escuché venir.
–Es muy silencioso… –Carlos alineaba sus instrumentos sobre la mesita, Gala vio de reojo tres martillitos.
–Me enseñó su consultorio, no imaginé que esta casa fuera tan grande. Y su taller de prótesis dentales.
–…
–¿De verdad hay tipos que cambian sus dientes sanos por otros afilados como cuchillos?
–Es una moda –Carlos tomó una jeringa más grande.
Gala giró la cabeza y acomodó su rostro sobre el agujero de la camilla. Miró sin mirar el piso blanco.
–¿Y cuando se muerden la lengua?
–Imagínate. Unos acaban en el hospital.
–Me impresionaron los colmillos puntiagudos… ¿Sabes? Hacen buena pareja ese dentista pelirrojo y tú.
–Gracias.
Gala sintió el primer pinchazo entre sus omoplatos. Apretó la quijada, y lo dejó trabajar.
Veinte minutos más tarde, al despedirse en la puerta, Gala intentó verlo a los ojos. Era imposible. En cuanto alcanzaba el iris azul que tenía enfrente, su mirada era expulsada hacia la periferia amoratada que contenía el globo ocular como en un estuche de terciopelo negro. Los párpados superiores e inferiores de Carlos eran negrísimos y ese color, que bajaba uno o dos tonos hacia el violáceo o el cárdeno, se extendía más allá de la cuenca del ojo, por los pómulos, las cejas y las sienes. Carlos parecía una especie de hombre mapache. Dos puñetazos decorativos, casi circulares y siempre iguales, enmarcaban su mirada y la protegían de la indiscreción de la gente. De lejos, con la luz deficiente del pasillo de la clínica, parecía una calavera, tan blanca era su piel y tan profundamente negras y rebasadas las cuencas de sus ojos.
IV
La médico forense estaba sentada junto al ataúd, entre los arreglos de flores y velas, con sus mocasines Camper y su camarita digital sobre las piernas. Sus manos colgaban a ambos lados del asiento, atadas a sus brazos cortos, rechonchos e inertes. Gala no la había visto desde su desventura con la policía, pero sabía que era la madre de Carlos.
Recostado bajo el vidrio, Carlos flotaba en otro mundo. Ahora, con sus párpados negros sellados con una gotita de pegamento, su antifaz era impecable, homogéneo, sin la chispa azulada del iris. El hombre que lo mató a golpes, le rompió las costillas y perforó sus pulmones, le dejó el rostro ileso. Lo lucía hermosamente.
Gala sintió las patitas de insecto iniciar el recorrido en círculos por su espalda, entre sus flores secretas, pero con las pisadas más fuertes que de costumbre, como si en lugar de hormigas o cucarachas se tratara de un destacamento de tarántulas. Precisaba un pellizco, una sacudida, un golpe, algo que la distrajera, con un dolor más preciso y localizado, de esos itinerarios inquietantes por encima de su piel. La médico forense la reconoció e inclinó la cabeza a modo de saludo. Gala le dijo “Perdón” en vez de “Lo siento”. Fue un lapsus inexplicable pero la médico no reaccionó. Se callaron ambas en primera fila del muerto. Dos ventiladores con largas barbas de polvo removían el aire pesado y caliente. Gala clavó su mirada en la caja barnizada, le pareció demasiado elegante y suntuosa para un asesinato callejero a golpes. La hubiera preferido de pino, sin lijar, con muchas astillas que se incrustaran en las ropas y en las manos de quienes se acercaran para llorar. Su mente, ansiosa, volvió al artículo sobre una tribu esquimal leído esa misma mañana. Allá, sobre el hielo, las luchas cuerpo a cuerpo que no culminaban con la muerte sellaban una amistad. Golpear se consideraba un acto íntimo, con nudos imposibles de disolver. Es verdad, pensó ella, los golpes dejan marcas, igual que el amor. ¿Quién golpeaba con tanta precisión, y con tanto amor, los ojos del golpero mismo? Nunca se lo había preguntado. Quizá el dentista de colmillos largos. Ese amante yacía inconsciente en una cama de hospital, con la boca reventada pero vivo.
Fue la policía, decían todos, solo ellos podían atacar así. El aire se preñaba de rabia contra quienes monopolizaban la violencia y eran peores que los delincuentes. La funeraria estaba a reventar. Cada persona que entraba de la calle traía sobre la ropa, el pelo y la piel la temperatura de un verano abrasador. Un chico con el rímel corrido por las lágrimas iba de grupo en grupo para convocar a una marcha de protesta a las cinco de la tarde. En las dos salitas rentadas para velar al golpero, las respiraciones enrarecían el oxígeno.
A un lado de Gala, una mujer contaba que la médico forense había examinado en persona el cuerpo de su hijo. Gala pensó en las fotos. Quizá la médico sacó su camarita y realizó algunas tomas de los golpes sobre el cuerpo de su hijo, para su colección personal. Las gotas de sudor empeoraban la sensación de comezón en su espalda. El olor a crisantemo y gladiola la mareaba y el hacinamiento en el velatorio volvía más recia la sed. Gala no tenía la fuerza para remar entre la gente y alcanzar la máquina de café, al otro lado de la sala.
Había una gran mayoría de hombres de aspecto cuidado, con las cejas depiladas, del tipo con que Gala se topaba en la sala de espera del golpero. Todos estaban cubiertos de negro, de los pies hasta el cuello. Bajo las vestimentas oscuras, Gala adivinaba los moretones, las marcas decorativas sólo conocidas por Carlos y por ellos. Se rascó con la uña del meñique la saliva seca acumulada en las comisuras de la boca. Su mente acalorada volvía obsesivamente a la tribu esquimal cuya existencia no podía comprobar más allá del artículo escrito por un desconocido, pero que se acomodaba en una lógica perfecta e implacable. En las yermas planicies de hielo, los golpes y el derrame de la sangre caliente debían sin falta convertirse en el sello indisoluble de una hermandad.
A ella le habían retirado los cargos por actos de subversión y violencia contra la policía. No tuvo que pagar por el puñetazo en la nariz porque pudo comprobar que a ella le dieron a su vez una paliza en la comisaría. El cuerpo policial no debe perder la sangre fría, dicta la ley, no puede vengarse con el uniforme puesto sobre una mujer sometida y esposada. Aquella noche en la comisaría, sin embargo, la mujer uniformada que sangraba de la nariz y sus colegas se apegaron a una ley más antigua, más tribal. Había sido un ojo por ojo, un diente por diente. Ahora podríamos ser amigas, esa mujer que golpeé y luego me golpeó, pensaba Gala. Pero ni siquiera le dijeron su nombre.
Cuando no pudo más con la comezón, con el sudor que le corría por la espalda, con la tristeza y el hacinamiento, Gala se abrió paso hacia la puerta, entre las telas oscuras que eran como sudarios y el techo bajo que apisonaba el aire sucio sobre el muerto y los dolientes.
V
Recibió por correo postal una invitación para la apertura de una muestra fotográfica en un museo finlandés. Con extrañamiento, Gala tomó entre sus manos el cartoncito diseñado con perfección nórdica. La imagen que publicitaba la exposición era el close up de un moretón color naranja con forma de champiñón atómico sobre una piel negra. La médico forense había donado su colección de moretones y le mandaba saludos. El cartón venía firmado a lápiz. Gala no pudo viajar al norte de Europa pero vio por internet la obra expuesta.
Entre los cientos de cuerpos magullados y moreteados, algunos vivos y algunos muertos, encontró una fotografía de Carlos adolescente, de unos once años. Aparecía con el labio roto y un ojo negro, como recién peleado. Gala imprimió la foto y, aunque un poco pixelada, la pegó en una esquina de su ropero, junto al espejo. No explicó nada a la mujer alta y uniformada con quien ahora compartía recámara y destino. Esto le valió un golpe en la espalda, un trancazo delicioso que ahuyentó por un par de horas la comezón permanente que torturaba su piel delicada.