Para Emilio en su cielo
Aquí están tus recuerdos:
este leve polvillo de violetas
cayendo inútilmente sobre las olvidadas fechas;
tu nombre,
el persistente nombre que abandonó tu mano entre las piedras;
el árbol familiar, su rumor siempre verde contra el vidrio;
mi infancia, tan cercana,
en el mismo jardín donde la hierba canta todavía
y donde tantas veces tu cabeza reposaba de pronto junto a mí,
entre los matorrales de la sombra.
Todo siempre es igual.
Cuando otra vez llamamos como ahora en el lejano muro:
todo siempre es igual.
Aquí están tus dominios, pulido adolescente:
la húmeda llanura para tus pies furtivos,
la aspereza del cardo, la recordada escarcha del amanecer,
las antiguas leyendas,
la tierra en que nacimos con idéntica niebla sobre el llanto.
—¿Recuerdas la nevada? ¡Hace ya tanto tiempo!
¡Cómo han crecido desde entonces tus cabellos!
Sin embargo, llevas aún sus efímeras flores sobre el pecho
y tu frente se inclina bajo ese mismo cielo
tan deslumbrante y claro.
¿Por qué habrás de volver acompañado, como un dios a su mundo,
por algún paisaje que he querido?
¿Recuerdas todavía la nevada?
¡Qué sola estará hoy, detrás de las inútiles paredes,
tu morada de hierros y de flores!
Abandonada, su juventud que tiene la forma de tu cuerpo,
extrañará ahora tus silencios demasiado obstinados,
tu piel, tan desolada como un país al que sólo visitarán cenicientos pétalos
después de haber mirado pasar, ¡tanto tiempo!,
la paciencia inacabable de la hormiga entre sus solitarias ruinas.
Espera, espera, corazón mío:
no es el semblante frío de la temida nieve ni el del sueño reciente.
Otra vez, otra vez, corazón mío:
el roce inconfundible de la arena en la verja,
el grito de la abuela,
la misma soledad, la no mentida,
y este largo destino de mirarse las manos hasta envejecer.
Al pájaro se lo interroga con su canto
Hay en algunos ojos esas borras de añil que dejan los crepúsculos
al evaporarse
—un ala que perdura, una sombra de ausencia–
Son ojos hechos para distinguir hasta el último rastro de la
melancolía,
para ver en la lluvia el inventario de los bienes perdidos,
así como hace falta un invierno interior
“para observar la escarcha y los enebros erizados de hielo”
dijo Wallace Stevens congelando el oído y la pupila,
convertido tal vez en el hombre de nieve que contempla la nada
con la nada
y que oye sólo el viento,
sin ningún evangelio que no sea ese sonido único del viento
(aunque tal vez hablara de la más extremada desnudez;
no de la transparencia).
Pero yo sé que cada tiniebla se indaga solamente con la noche que
llevo,
que la piedra se entreabre ante la piedra
de la misma manera que se tantea el corazón con el abismo.
¿Hay alguna otra forma de asomarse hasta el fondo del subsuelo,
el fondo de otra herida, el fondo de otro infierno?
No hay ninguna otra lámpara para reconocer lo próximo, lo ajeno,
lo distante.
Lo atestigua la esquiva intención de la rata chillando entre los
vidrios,
resbalando en la rampa de una impensable luz;
lo proclama la estrella con su remoto código adherido a un temblor,
tal vez a una agonía que ya fue;
lo confirma ese yo que camina contigo y es memoria dondequiera que
olvides,
y ese otro, inabarcable, centelleante,
que le sale al encuentro bajo el agua de las transformaciones,
y a veces ni es persona, ni color, ni perfume, ni huella de este
mundo.
Ambos están tejidos con la sustancia misma del silencio.
Se parecen a Dios en su versión de huésped reversible:
el alma que te habita es también la mirada del cielo que te incluye.
“Pavana para una infanta difunta”
A Alejandra Pizarnik
Pequeña centinela,
caes una vez más por la ranura de la noche
sin más armas que los ojos abiertos y el terror
contra los invasores insolubles en el papel en blanco.
Ellos eran legión.
Legión encarnizada era su nombre
y se multiplicaban a medida que tú te destejías hasta
el último hilván,
arrinconándote contra las telarañas voraces de la nada.
El que cierra los ojos se convierte en morada
de todo el universo.
El que los abre traza las fronteras y permanece
a la intemperie.
El que pisa la raya no encuentra su lugar.
Insomnios como túneles para probar la inconsistencia
de toda realidad;
noches y noches perforadas por una sola bala que te incrusta
en lo oscuro,
y el mismo ensayo de reconocerte al despertar en la memoria
de la muerte:
esa perversa tentación,
ese ángel adorable con hocico de cerdo.
¿Quién habló de conjuros para contrarrestar la herida del propio
nacimiento?
¿Quién habló de sobornos para los emisarios del propio porvenir?
Sólo había un jardín: en el fondo de todo hay un jardín
donde se abre la flor azul del sueño de Novalis.
Flor cruel, flor vampira,
más alevosa que la trampa oculta en la felpa del muro
y que jamás se alcanza sin dejar la cabeza o el resto de la sangre
en el umbral.
Pero tú te inclinabas igual para cortarla donde no hacías pie,
abismos hacia adentro.
Intentabas trocarla por la criatura hambrienta que te deshabitaba.
Erigías pequeños castillos devoradores en su honor;
te vestías de plumas desprendidas de la hoguera de todo posible
paraíso;
amaestrabas animalitos peligrosos para roer los puentes
de la salvación;
te perdías igual que la mendiga en el delirio de los lobos;
te probabas lenguajes como ácidos, como tentáculos,
como lazos en manos del estrangulador.
¡Ah los estragos de la poesía cortándote las venas con el filo del
alba,
y esos labios exangües sorbiendo los venenos en la inanidad
de la palabra!
Y de pronto no hay más.
Se rompieron los frascos.
Se astillaron las luces y los lápices.
Se desgarró el papel con la desgarradura que te desliza
en otro laberinto.
Todas las puertas son para salir.
Ya todo es el revés de los espejos.
Pequeña pasajera,
sola con tu alcancía de visiones
y el mismo insoportable desamparo debajo de los pies:
sin duda estás clamando por pasar con tus voces de ahogada,
sin duda te detiene tu propia inmensa sombra que aún
te sobrevuela en busca de otra,
o tiemblas frente a un insecto que cubre con sus membranas
todo el caos,
o te amedrenta el mar que cabe desde tu lado en esta lágrima.
Pero otra vez te digo,
ahora que el silencio te envuelve por dos veces en sus alas
como un manto:
en el fondo de todo hay un jardín.
Ahí está tu jardín
Talita cumi.
Cantos a Berenice (V)
Tú reinaste en Bubastis
con los pies en la tierra, como el Nilo,
y una constelación por cabellera en tu doble del cielo.
Eras hija del Sol y combatías al malhechor nocturno
—fango, traición o topo, roedores del muro del hogar, del lecho
del amor—,
multiplicándote desde las enjoyadas dinastías de piedra
hasta las cenicientas especies de cocina,
desde el halo del templo, hasta el vapor de las marmitas.
Esfinge solitaria o sibila doméstica,
eras la diosa lar y alojabas un dios, como una pulga insomne,
en cada pliegue, en cada matorral de tu inefable anatomía.
Aprendiste por las orejas de Isis o de Osiris
que tus nombres eran Baster y Bast y aquel otro que sabes
(¿o es que acaso una gata no ha de tener tres nombres?);
pero cuando las furias mordían tu corazón como un panal de plagas
te inflabas hasta alcanzar la estirpe de los leones
y entonces te llamabas Sekhet, la vengadora.
Pero también, también los dioses mueren para ser inmortales
y volver a encender, en un día cualquiera, el polvo y los escombros.
Rodó tu cascabel, su música amordazada por el viento.
Se dispersó tu bolsa en las innumerables bocas de la arena.
Y tu escudo fue un ídolo confuso para la lagartija y el ciempiés.
Te arroparon los siglos en tu necrópolis baldía
—la ciudad envuelta en vendas que anda en las pesadillas infantiles–,
y porque cada cuerpo es tan sólo una parte del inmenso sarcófago de
un dios,
eras apenas tú y eras legión sentada en el suspenso,
simplemente sentada,
con tu aspecto de estar siempre sentada vigilando el umbral.
Cantos a Berenice (XVII)
Aunque se borren todos nuestros rastros igual que las bujías
en el amanecer
y no puedas recordar hacia atrás, como la Reina Blanca,
déjame en el aire la sonrisa.
Tal vez sea ahora tan inmensa como todos mis muertos
y cubras con tu piel noche tras noche la desbordada
noche del adiós:
un ojo en Achernar, el otro en Sirio,
las orejas pegadas al muro ensordecedor de otros planetas,
tu inabarcable cuerpo sumergido en su hirviente ablución,
en su Jordán de estrellas.
Tal vez sea imposible mi cabeza, ni un vacío mi voz;
algo menos que harapos de un idioma irrisorio mis palabras.
Pero déjame en el aire la sonrisa:
la leve vibración que azogue un trozo de este cristal de ausencia,
la pequeña vigilia tatuada en llama viva en un rincón,
una tierna señal que horade una por una las hojas de este duro
calendario de nieve.
Déjame tu sonrisa
a manera de perpetua guardiana,
Berenice.