Pero antes de la autopista, no se sabe por dónde, llegaron los indios seminolas.
Me los encuentro cerca de las ruinas de lo que fue La Tropical. Sobre las ruinas se ha estado preparando el último concierto. El Concierto Despedida de Todo. No más metal extremo, no más broncas multitudinarias y ebrias al final de la noche. Unos muchachos esqueléticos, a los que nunca más volveré a ver, le pegan los mandarriazos finales a un escenario de tablones carcomidos. Tengo en mis manos una hoja impresa: por un lado el programa musical, por el otro la publicidad pirata de la botella de vodka partida a la mitad y con las puntas chorreando sangre.
(Absolut La Tropical)
Los seminolas son dos: uno viejo, por las arrugas de su cara puede verse desfilar a toda una tribu de seminolas en marcha de protesta, y uno joven, de rostro abstraído, al que reconozco inmediatamente. Es el Autista disfrazado. Me pregunto qué está haciendo el Autista en compañía de un indio seminola, y porqué está haciéndose pasar por indio seminola en compañía de un indio seminola que parece auténtico.
Al principio (a lo lejos) parecían cuatro indios seminolas, pero dos de ellos no eran seminolas sino subliminales. No se les podía ver el rostro. No daba tiempo. Explicaron que su función era salir en el documental. Ellos simplemente iban a andar por ahí, de un lado a otro, enviando señales imperceptibles a la mente del espectador en forma de pequeñas cápsulas.
Pruebe el refresco Reggaetonic. Vaya al bar de la esquina, pida una lata bien fría de Reggaetonic y siéntese a compartir con viejos amigos, con amigos entrañables. Comparta con ellos las penas del día de no hacer nada, de nada esperar. Siéntase libre de sentirse cobijado bajo el horizonte del pueblo, el municipio, la provincia, en todos esos lugares donde habrá siempre un refresco Reggaetonic esperando por usted.
Consúmalo con moderación, es su responsabilidad.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunto al Autista, que me mira muy serio.
—Buen amigo —me dirige la palabra el seminola anciano–, estamos buscando el Hard Rock Cafe –y despliega frente a mí, solemne, como una bandera, un t-shirt del Hard Rock Cafe Havana, color rojo desteñido.
—Nosotros venir de muy lejos —entona el Autista—. Nosotros querer encontrar…
—El Hard Rock Cafe ya no existe —le informo al indio—, y tu acompañante lo sabe bien. Lo demolieron. Mira alrededor. Estamos en plan de remodelación total.
El seminola mueve la cabeza, pensativo:
—Mmm… Ya veo. También están llenando de piedras el Estrecho de La Florida. Inmensas piedras, unas sobre otras, por encima de los cayos. Supongo que forma parte del plan. ¿Qué se esconde detrás de todo esto?
—¿Qué se puede esconder? —pregunto.
—La pregunta es: ¿los hombres-caimanes lo tuvieron en cuenta? No lo sabremos nunca. El Hard Rock Cafe Havana era nuestra última esperanza de conocimiento.
—Puedo llevarte al lugar donde estaba, si te sirve de algo contemplar los restos.
—Buena idea, tú llevarnos —dice el Autista—. Quizás encontrar allí lo que nosotros buscar.
—Tú vienes con él, ¿no? —le digo con una sonrisa falsa, y él asiente, y el otro seminola también asiente, y entonces no hay nada más que hablar—. De acuerdo, en marcha. Caminaremos durante muchas lunas.
—¿Toda la isla? —El seminola reumático se estremece.
—Es un chiste. No podemos hacer un tour ni aunque quisiéramos.
—Menos mal, porque estamos agotados. Ya hemos recorrido todo el mundo. O casi: toda la cadena de restaurantes Hard Rock Cafe.
—¿Qué tienen que ver los seminolas con la cadena Hard Rock Cafe? —pregunto, desinformado.
—¿Bromeas? Hard Rock Cafe International pertenece a nuestra tribu desde tiempos inmemoriales. Hard Rock Cafe es la casa de nuestra tribu.
—¿Y los hombres-caimanes qué son? ¿Una especie de seminolas especializados?
—Puedes verlo así. Son el producto de una mutación genética en los Everglades.
—Sus mandíbulas eran lo bastante fuertes al cerrarse como para aplastar los huesos de los animales pequeños, pero tan débiles a la hora de abrirse que era posible impedir que lo hicieran manteniéndolas cerradas con una mano –apunta el seminola Autista, hablándole a la cámara.
—Ya todos están muertos. No llegamos a conocerlos bien. El hombre que mejor los conoció también está muerto. No era un indio, era un escritor. Su nombre en clave era PKD.
—¿El autor de ciencia-ficción? —pregunto.
Pero quién va a ser, si no hay otro. Sin duda alguna se trata de Philip Kindred Dick, el autor de ciencia-ficción. O sencillamente de Philip K. –“Los autores de ciencia-ficción en realidad no sabemos nada. No podemos hablar sobre ciencia, porque nuestro conocimiento es limitado y no oficial, y nuestra ficción es lamentable”. – Dick, el Autor.
A mediados de los años 70 del siglo pasado, él todavía estaba vivo y estaba comiendo en un restaurante chino en Yorba Linda, California, el pueblo donde creció el presidente Nixon. Allí tomó una galleta de la fortuna y encontró el siguiente mensaje:
LO HECHO EN SECRETO TIENE UNA MANERA DE SER DESCUBIERTO.
Inmediatamente envió el pedazo de papel por correo a la Casa Blanca, mencionando que el restaurante chino estaba ubicado a menos de una milla de la casa donde vivió Nixon.
“Ha habido un error. Creo que recibí la fortuna del presidente. ¿Él tiene la mía?”
Firmado: Philip K. Dick.
(“Ese pobre hombre”, le diría más tarde a Tessa, su mujer, con lágrimas en los ojos: “Ese pobre hombre encerrado en la oscuridad, tocando el piano para él mismo, solitario y temeroso, sabiendo lo que venía.”)
La Casa Blanca nunca le respondió. El FBI ya había dejado de responder a sus cartas. Las cartas que le enviaba la CIA las dejaba sin abrir, por temor a las bombas atómicas en miniatura. La KGB seguía invadiendo sus sueños con luces de colores.
Los hombres-caimanes pensaron: este tipo es bueno.
—Cualquier cosa le servía al agente PKD para desarrollar un esquema de persecución —rememora el indio—. Por eso cuando los hombres-caimanes se pusieron en contacto con él, pensó que se trataba de una organización secreta que planeaba secuestrarlo.
Los hombres-caimanes funcionaban, en efecto, como una organización secreta dentro de la nación seminola. Y ante la resistencia de Philip K. Dick a encontrarse con ellos, pues lo secuestraron. Se lo llevaron de Los Ángeles
(“Vivo cerca a Disneylandia”, escribió una vez. “Allí siempre están añadiendo nuevas atracciones y destruyendo las viejas. Disneylandia es un organismo que evoluciona.”)
a los pantanos de los Everglades. Cuando vio a los organismos monstruosos que lo habían raptado, humanoides reptilianos con la piel recubierta de unas escamas duras llamadas osteodermos, cerró los ojos y lo que dijo fue:
“Un amigo mío escribió un libro titulado Serpientes de Hawaii. Varias bibiotecas le escribieron solicitando copias. Y bueno, resulta que no hay serpientes en Hawaii. Todas las páginas del libro estaban en blanco. Yo creo que ustedes no existen, son otra alucinación mía. Ustedes son mis páginas en blanco.”
Entonces los hombres-caimanes le pusieron un libro en las manos. Philip K. Dick tembló. Sintió que llegaba el momento culminante de la pesadilla. Pero cuando abrió los ojos, vio con sorpresa que el libro era una novela de ciencia-ficción, una de sus novelas favoritas, a su juicio una de las mejores novelas de ciencia-ficción jamás escritas.
La novela se llamaba Campo de concentración y su autor era Thomas Disch, también conocido como Tom —“Tengo una teoría de clases aplicada a la literatura. Vengo del barrio equivocado para poder venderle algo a The New Yorker. No importa lo bueno que sea como escritor, ellos siempre pueden oler de dónde procedo”. —Disch, el Guerrillero.
Tenga siempre una lata de Reggaetonic en la nevera. Para combatir el intenso calor, a la vuelta del trabajo, dése una ducha bien fría y siéntese frente al ventilador con un refresco Reggaetonic en la mano. Piense en los cayos repletos de hoteles. Piense en mulatas o mulatos ardientes en trusa (la carne quemándose). Deje que el sudor vaya cayendo al suelo como gotas de plomo. Sonría. Beba. Sienta cómo el mareo desaparece, cómo se afloja la presión en la nuca. La cabeza no le va a explotar.
Inofensivo si se toma en pequeños sorbos.
Caminamos. Yo voy de guía turístico del desastre. Los indios subliminales nos siguen a distancia. Llegamos al sitio marcado HRC en el mapa del tesoro y los indios seminolas se ponen a husmear entre los escombros. Inútilmente.
—¿Esto era? —pregunta decepcionado el anciano—. ¿Nada más?
—Es que era un restaurante comprimido —le digo y recuerdo un poco, un poco nada más, de lo que había allí dentro:
Guitarras Fender colgadas de las paredes, algunas de ellas todavía sin usar, algunas de ellas autografiadas, algunas de ellas autografiadas con una caligrafía extraterrestre o por un rotulador con vida propia. Raras fotografías de bandas extranjeras, bandas que nunca logré identificar, bandas en gira constante por provincias (en festivales patrocinados, sin que nadie se diera cuenta, por una bebida gaseosa: la bebida invisible que se ve al fondo). Un concierto bajo la lluvia y un descampado con tráilers y con vacas. Cinco góticos dormidos en un parque oscuro de Holguín. Cuatro dinosaurios caminando por un boulevard con gafas oscuras, dejándose despeinar por el viento. Un helicóptero que sobrevuela la multitud reunida en un estadio. Un tipo parecido al cantante de Wilco (o cuya expresión evoca la migraña o las adicciones farmaceúticas provocadas por la migraña del cantante de Wilco) luchando con un cangrejo en una fonda de Caibarién. Un tipo parecido a David Foster Wallace con una venda en la cabeza en medio de un cañaveral quemado al norte de Ciego de Ávila. Una bella guitarrista colgada de una cerca metálica: al fondo se ve la Bahía de Guantánamo, aquella zona remota donde hubo un pueblecito llamado Caimanera.
Etcétera.
Fotos y guitarras perdidas. Memorabilia de cuando la isla parecía tour lunático. De cuando la isla era, en lo profundo, un tour traumático.
—La mala suerte, la suerte nuestra. —declama el seminola autista—. Llegar siempre tarde. ¿Pero llegar adónde?
Por supuesto que no encuentran nada. Ni debajo ni encima ni alrededor del restaurante derribado.
—Todavía no entiendo qué es lo que buscan. ¿Un libro?
—Es posible que estuviera en forma de libro, unas páginas impresas, aunque yo lo dudo —al seminola anciano se le han entristecido aún más los ojos, sus arrugas se han hecho aún más visibles—. Es posible que se ocultara tras una forma híbrida o mutante, como los mismos hombres-caimanes que decidieron entregárselo a Dick. No lo sabremos nunca. —Pone una pausa resignada, y agrega—: Lo importante no era la forma, sino el contenido.
El secreto de los hombres-caimanes. Algo que sólo ellos sabían. Algo que puede cambiar nuestra visión del mundo. Después de la pausa, vamos allá.
Ron con Reggaetonic. Eso es. El trago favorito de las fiestas. El aliado poderoso de los bailes populares. Emborráchese a gusto, vomite sin pena, vomítese encima si es necesario, pero sienta la calidad y la pureza de ese vómito. Pierda el conocimiento, qué más da. Al día siguiente usted no estará solo, usted estará unido para siempre a muchos bebedores en la resaca de todo el país, y esa unión indestructible se llama Reggaetonic.
Para mezclar con otras bebidas, no exceda la dosis recomendada.
—Conspiración y complot… —empieza diciendo el indio, y tal parece que esas palabras de hombre blanco no le satisfacen, son ilustrativas pero insuficientes—. Escuchamos teorías de conspiración y complot por todos lados. Pero los hombres-caimanes habían accedido, no se sabe por dónde, a la Teoría Unificada: la Teoría a partir de la cual podían desarrollarse todas las otras, en la cual todas las otras estarían de cierto modo contenidas, como células vivas. Sí, los hombres-caimanes tenían en su poder un caldo primigenio, una matriz, un punto de ignición.
Era espeluznante. Era demencial. Era inconcebible. Tenía que ver con los flujos del dinero, con los desplazamientos del capital, con las economías de mercado. Tenía que ver con un mapa, si suponemos algo parecido a un mapa del tesoro donde el tesoro está moviéndose por todas partes o donde al final no queda claro qué es el tesoro. Los flujos del dinero son, en ese mapa, como autopistas. Hay intersecciones, rizos, desvíos; pero también velocidades, caídas abruptas, saltos de dimensión. Y hay como una trama oculta detrás de todo eso, una trama que salta a la vista como esas manchas bidimensionales y aparentemente caóticas en las que surge de pronto una figura con relieve cuando uno cambia el foco de la mirada. Y por supuesto, en los nudos o los nodos de esa gigantesca red laten los fetiches, las ideas fijas, los cuerpos apresados de todos nosotros. Sobre todos nosotros se están llevando a cabo experimentos que nunca seremos capaces ni siquiera de imaginar.
¿Pero qué, o quién, o quiénes, y por qué y para qué?
Philip K. Dick se sentía cada vez más lejos de Disneylandia (y Disneylandia está en todas partes). Los hombres-caimanes le dijeron: paso a paso, ten calma, y Philip K. Dick les dijo: es que me voy a volver loco, y ellos replicaron: hay muchas maneras de volverse loco, ¿no te has dado cuenta?, y Philip K. Dick les preguntó si la verdad estaba “ahí afuera”, si la verdad yacía en el desierto de lo real, y los hombres-caimanes le dijeron que estaba bueno ya de preguntas imbéciles. Había que actuar.
En caso de que actuar fuera posible.
—Creemos que la conjura entre el agente PKD y los hombres-caimanes —termina el indio con voz grave— consistía en esperar determinada fecha, un evento futuro que marcaría el inicio de una maquinación subversiva y potencialmente liberadora en la que él iba a desempeñar un rol fundamental. Creemos que esa fecha tuvo lugar a comienzos de este siglo. Pero el agente PKD ya estaba muerto. Murió pocos años después de su encuentro con los hombres-caimanes.
Antes de morir intentó suicidarse dos veces. Antes de morir escribió varias novelas en las que no dejaba ver nada relacionado con la conjura, aunque sí muchas otras cosas. Demasiadas.
Luego empezaron a morir los hombres-caimanes, uno tras otro, un fallo tras otro en la maquinaria de su anómala fisiología. El último de ellos reveló que el secreto había sido escondido en el último lugar donde a alguien se le ocurriría buscarlo: el último Hard Rock Cafe.
El Hard Rock Cafe Havana.
El Autista rompe el silencio:
—Sangre fría.
—¿Cómo? —pregunto.
—Los hombres-caimanes eran unos seres de sangre fría.
Yo saco la hoja impresa y se la muestro al indio, que dice:
—No puedo leer. Demasiada oscuridad para mis ojos. ¿De qué se trata?
—Es el programa de un concierto de rock esta noche. Creo que deberíamos ir.
—¿Por qué?
—Aquí ponen que va a tocar un grupo llamado The Caimen.
Y regresamos los tres a las ruinas de La Tropical.
¿Cansado? ¿Debilucho? El nuevo refresco Reggaetonic es la solución. Contiene vitaminas, minerales, antidepresivos, es el complemento nutricional de moda. Diseñado especialmente para potenciar el vigor. No permita que le arrebaten su cuerpo ni los cuerpos de los otros. Conviértase en una máquina efervescente, en una aplanadora del sexo. Pruebe la nueva bebida nacional: concentrada, energizante, hormonal…
Evite el consumo prolongado.
Unos reflectores se encienden en cuanto llegamos. Sobre el escenario no hay nadie todavía, pero las cámaras ya están apuntando.
Surge de pronto una niña. 6-7 años, calculo. Rubia. Se pone a trasladar unas consolas muy pesadas para su edad. Tiene una fuerza extraordinaria.
—¿Tú los conoces, los has visto, los has escuchado antes? —me interroga ansioso el indio.
—¿A quiénes? —me he perdido por completo mirando a la niña prodigio. Es como una pequeña modelo en su pasarela electrónica.
—The Caimen… ¿Son una banda de aquí?
—No tengo idea. Es la primera vez que los oigo nombrar.
Una cámara se nos acerca.
El Autista empieza a hablar.
Habla para él mismo. Habla para el documental.
Habla de una búsqueda hasta el fin. Habla del secreto de los hombres-caimanes transmutado o dispersado en inocentes lyrics. Habla del diagrama diabólico de la circulación del dinero, del plano en clave de un inmenso continente, de las autopistas-fluidos que virtualmente lo explicarían todo.
Y habla de todo eso como un indio.
Y quizás (por si acaso) no debería hablar de esas cosas de ese modo (ni de ningún otro modo).
Mientras tanto, la niña ha bajado del escenario y se ha reunido con nosotros. Pero de nosotros el que motiva su atención es el indio verdadero. No se deja engañar. Extiende las manos y toca y acaricia el rostro del viejo piel roja, que cierra los ojos plácidamente y permite que la niña deslice la punta de los dedos por sus arrugas, como una ciega que leyera algo. La cámara, tal vez sin querer, capta toda la escena.
—¿Quién eres? —pregunta el seminola sin abrir los ojos.
—Soy la Dj del concierto —responde Little Miss Dj.
El concierto que está por comenzar para dar cuenta (me estremezco) de lo último del rock cubano.
Pienso:
Los rockeros cubanos como el eslabón perdido de una cadena más alimenticia que evolutiva.
Los rockeros cubanos que una vez que cantaron y grabaron aquello de: marchamos todos juntos con la plaza llena / delante flota la bandera / la lleva una niña con las tetas afuera…
Los rockeros cubanos en un videoclip pretencioso donde sale una gigantesca mujer-robot que no es otra que la Virgen de la Caridad del Cobre.
Los rockeros cubanos construyen, piedrecita a piedrecita, un restaurante temático cuyo tema son ellos mismos o la ausencia minuciosa de tema: un restaurante temático que en realidad es la tapadera de un estudio de grabación independiente o de una emisora de radio pirata, que a su vez es la tapadera del verdadero negocio: un casino fastuoso (conectado a una red de prostitución) donde los rockeros cubanos se juegan todas sus fichas: unas fichas diminutas, fáciles de ocultar, que más bien parecen guijarros o cuentas de colores.
Los rockeros cubanos al otro lado de los telescopios más potentes.
Los rockeros cubanos sometidos a hipnosis, regresando a la escuela, recitando poesía en el matutino.
Los rockeros cubanos traficando con los archivos de casos no resueltos del Ministerio del Interior.
Los rockeros cubanos confiesan: ya no somos rockeros, ya no somos cubanos.
Los rockeros cubanos mantienen encendida la memoria del rockero cubano que se subió al faro del Morro y cambió las coordenadas del chorro de luz y no bajó más nunca: se mantuvo allá arriba solitario hasta la muerte mirando hundirse todos los barcos.
Los rockeros cubanos mirando el último parte del tiempo.
Los rockeros cubanos carbonizados por combustión espontánea.
Los rockeros cubanos tan llenos de rabia como vacíos de maldad.
Los rockeros cubanos estrangulados con sus propias cuerdas (vocales).
Los rockeros cubanos en estado catatónico.
Los rockeros cubanos que nunca leerán esto.
Los rockeros cubanos ya no tienen pesadillas.
Un helicóptero se posa sobre La Tropical y deja caer una escalerilla.
Por la escalerilla desciende, directo al escenario, Twiggy Ramírez.
Twiggy Ramírez luce viejo y esquelético y definitivamente parece mucho más Twiggy que Ramírez, tiene más de modelo destruida que de asesino serial, más de víctima que de verdugo. Parece acabado de bajar de un planeta antiguo, en donde recibió una paliza. Parece como si se hubiera tragado él solo todo el circuito trash-metalero de La Florida y lo hubiera vomitado después.
Twiggy se cuelga su guitarra Gibson y empuña el micrófono. El público somos los indios seminolas, los indios subliminales y yo. Cinco personas, dos de las cuales no se captan a simple vista. De todas formas él grita:
—¡¡Un saludo para toda la tribu!!
Seguido de:
—¡¡Buenas noches, Havana!!
Seguido de un profundo silencio por parte del público.
—Ok, malas noticias, las bandas que estaban programadas esta noche no van a tocar. Francamente, no sé qué les pasó. Debe haber sido algo terrible. Aunque si lo piensan un poco, puede que sean buenas noticias en lugar de malas, ¿no? –Twiggy mira a la niña, le hace un guiño con un párpado inflamado y agrega–: Yo estaré aquí para ustedes llenando el hueco, en compañía de Niña Dj. Vamos a improvisar, ella y yo, en vivo, para todos ustedes. Vamos a hacer, improvisando, mucho más que un concierto: vamos a hacer un desierto. ¿No es verdad, Niña Dj? ¡¡¡Arriba La Tropicaaaaaal!!!
Trato de confortar al seminola. De todas formas, le digo, para escuchar a The Caimen hubiéramos tenido que aguantar una docena de bandas espantosas. El viejo sigue con los ojos cerrados, no sé si me escucha, pero asiente con la cabeza. No necesita de las palabras. Da la impresión de estar escuchando otra cosa, un sonido en otra escala. Da la impresión de estar listo para morir ahora mismo, en el próximo instante. Y morir feliz.
Yo soy Reggaetonic. Antes de que La Autopista existiera, yo existía. Yo soy el verbo, y mi nombre no puede ser pronunciado. Es un nombre que nadie conoce. Me llaman Reggaetonic, pero Reggaetonic no es mi nombre. Soy. Seré siempre.
Capítulo 2 de La autopista: The Movie