1
“Ficción especulativa” es un término difuso. Atribuido al escritor estadounidense Robert A. Heinlein, así como a varios otros, antes y después, se usó primero durante un período comprendido entre finales de los años sesenta y principios de los setenta del siglo pasado. En ese tiempo, se proponía su empleo para hablar de un subgénero ya existente de la literatura, el cine y la cultura popular de los Estados Unidos: se pensaba que podría ser un nombre más apropiado para lo que entonces se llamaba ciencia ficción.
¿Por qué se creía necesario rebautizar una forma de narrativa que entonces ya tenía décadas de edad, y ahora está a punto de cumplir un siglo?
El concepto ciencia ficción fue inventado en 1926 por el editor Hugo Gernsback —en cuyo honor se otorgaron los famosos Premios Hugo—, y todavía hoy es el más conocido a la hora de nombrar un número elevado de vertientes de la narrativa popular. La ciencia ficción –o narrativa científica: narrativa interesada, impulsada, habilitada por el discurso de las ciencias– era, según la definición de Gernsback, una especialidad de la literatura interesada en difundir los avances científicos mediante la representación de futuros posibles de las sociedades humanas; en dichos tiempos inventados, actualizando un poco los postulados del texto profético, la huella del progreso material sería bien visible y en general positiva. La literatura como sucursal de la divulgación y ceñida a un propósito didáctico, positivista: la aspiración de Gernsback y los suyos era impulsar a la gente joven a estudiar ciencias o ingeniería, y muchas personas reportan haberlo hecho, sobre todo en los países desarrollados. Se debe recordar que, durante el siglo XX, la noción de avizorarel futuro —de anunciarlo como desearía e inevitable a la vez— estaba en consonancia con las promesas de la noción capitalista del progreso, heredada de la Revolución Industrial en el siglo XIX y de la filosofía de la Ilustración del XVIII, y su influencia sigue presente en muchas actividades humanas además de las artes, incluyendo la publicidad y la política.
Sin embargo, las obras etiquetadas como “ciencia ficción” comenzaron a salirse de los confines de la definición de Gernsback casi inmediatamente. En su propia época, la mayor parte de las publicaciones llamadas de ciencia ficción parecen haber sido más bien relatos de aventuras, llenos de acción pero con poco o ningún rigor científico. Más tarde, otras obras colocadas dentro del mismo subgénero (puestas en los mismos estantes de las librerías, publicadas en las mismas revistas) advirtieron contra los malos usos de la tecnología, describieron mundos donde la razón era rechazada o considerada irrelevante, se mezclaron con otros subgéneros sin atender en absoluto a sus propias prescripciones originales…
Este proceso ocurre, en realidad, con cualquier subgénero: cualquier conjunto más o menos homogéneo de obras artísticas que coinciden en una forma esencial, ciertas características precisas de su contenido y la percepción de que se producen estrictamente para su explotación comercial. Si efectivamente existe un mercado que permita sostenerse a creadores especializados en el subgénero, éstos reciben estímulos contradictorios: por un lado, sienten la necesidad de usar estabilizar formas y ya temas “probados”, a imitar “lo que vende” para no correr riesgos, pero por el otro se ven impulsados a “innovar”, a inventar nuevas variaciones o enfoques de los mismos elementos conocidos, para evitar su propio estancamiento y el hartazgo de su público.
Sin embargo, en el caso de la ciencia ficción, una porción de sus creadores y lectores quiso preservar al menos lo que les pareció su mayor virtud: su habilidad para extrapolar a partir de condiciones visibles en el presente y especular acerca de las consecuencias futuras de nuestro pensamiento y nuestras acciones. De este deseo surge la propuesta de rebautizar a la ciencia ficción entera como ficción especulativa , o por lo menos de separar, mediante la nueva denominación, a una porción de ella, para resaltar sus aportaciones: para resignificarla como una herramienta no de promoción sino de exploración de lo por venir.
Otro narrador estadounidense, Harlan Ellison, defendió de manera memorable el concepto de la ficción especulativa en una antología señera compilada por él, Visiones peligrosas (1967-69). La capacidad esencial de la ciencia ficción, según él, no sería la de crear sueños o mitos sobre el futuro, sino la de anticipar problemas y posibilidades concretas de la Historia y la vida humana. Lo mejor que la ficción especulativa puede ofrecer estaría en las descripciones del totalitarismo de George Orwell y Margaret Atwood, las reflexiones sobre poder y sexualidad de JG Ballard, la reflexión sobre los sistemas de gobierno y pensamiento de Stanislaw Lem, la crisis de la identidad humana como se ve en Philip K. Dick…
Desgraciadamente, el término ficción especulativa no prosperó. Después de los años 70 cayó en desuso por décadas. Esto se debió a que los impulsos contrapuestos del subgénero —a la vez contra la originalidad ya favor de ella— tuvieron, además, una consecuencia paradójica: durante mucho tiempo, dentro de la ciencia ficción se volvió atractivo dar la impresión de novedad, renovación o incluso ruptura radical exclusivamente mediante la creación de nuevos nombres y denominaciones.
Al mismo tiempo que postulados, argumentos y personajes icónicos de la ciencia ficción se abrían paso en el mainstream de la cultura occidental, más allá de los círculos especializados de lectores, creadores y editores, dentro de esos círculos se multiplicaron las subdivisiones, variantes y categorías de los mismos discursos, como para dar a los aficionados un sentido más fuerte de propiedad sobre sus historias favoritas, ajeno al entendimiento de los no iniciados. Así, cada intento (real o fingido) de proponer alguna novedad en el subgénero recibió un nombre propio: ciencia ficción dura , space opera, new wave , cyberpunk , steampunky decenas de otros nombres se volvieron tema de discusión cotidiana entre los fans, y ficción especulativa se convirtió en otra más de esas etiquetas, de alcances inciertos y límites difíciles de ver. En la actualidad, tanto ciencia ficción como ficción especulativa son vistos como términos generales: clasificaciones generales que abarcan casi cualquier obra narrativa que se quiera colocar en ellos siempre y cuando utilicen de alguna forma la imaginación fantástica…, pues, además, el entendimiento del valor de la especulación razonada se ha deteriorado, y todo lo “fantasioso” o “no realista” se amontona junto; ¿qué pensaría Hugo Gernsback de que Crepúsculo de Stephenie Meyer o Juego de tronosde George RR Martin, por ejemplo, ¿se consideran hoy ejemplos de variedades de la ciencia ficción?
2
Cómo se ha desdibujado la ficción especulativa en tanto subgénero, y cómo se ha desgastado en tanto ruta de lectura y análisis, tiene una utilidad inesperada: permite emplear la etiqueta para preguntarrse acerca de textos —como los de este dossier— provenientes de América Latina, es decir, de países y culturas donde no hay mercados que puedan realmente sostener a autores especializados, y en los que la imaginación fantástica es utilizada, no obstante, por otras razones.
Mi primer encuentro con estos conceptos puede ser, me parece, análogo a las experiencias de muchos otros autores latinoamericanos, pues tuvo lugar en mi propio país: México, una nación perpetuamente atrasada y sometida al desarrollo y los dictados de otras, y en la que una cultura tradicionalista, vertical, clasista, ofrece pocos impulsos para especular acerca de modificaciones del statu quo o para apreciar las virtudes de ninguna forma de arte popular.
Sorprendentemente, México —como otros países de América Latina— tiene su propia tradición de narraciones especulativas, y ésta se remonta, como la de los precursores más famosos del subgénero en Europa, al siglo XIX, antes de Heinlein, Ellison y el mismísimo Gernsback. En este tiempo, las ideas del progreso, aunque con menos fuerza y menos optimismo, incitaron a diversos autores a preguntarse sobre el futuro.
Ningún autor local fue tan influyente, celebrado ni prolífico como Mary Shelley o Julio Verne, y todos partían frecuentemente de tomar a broma la idea misma de que alguien pudiera o quisiera imaginar un porvenir distinto para un país como el mío. Desde el relato “México en el año 1970” de Sebastián Camacho y Zulueta (1844) hasta las novelas Mejicanos en el espacio de Carlos Olvera (1968), Memorias de un delfín de Manú Dornbierer (1996) o El dedo de oro de Guillermo Sheridan (1996), muchas de las más eficaces narraciones de esa tradición son parodias o sátiras: cuadros de costumbres nacionales caricaturizadas e hipertrofiadas, o bien relatos amargos de la realidad cotidiana pero hechos desde perspectivas inusitadas, que permiten descubrir aspectos inusitados y sorprendentes de hechos aparentemente banales. Los blancos de estos libros suelen ser la corrupción institucional, las dificultades económicas y la falta de libertad política, que se deplora o se celebra con una especie de resignación cínica.
Vale la pena mencionar estas obras aquí no sólo por su propio valor, sino porque estamos asistiendo en esta época a un quiebre en esa tradición y en las otras de nuestra región del mundo: un punto de inflexión debido a las necesidades de nuestro presente concreto, de nuestra escritura e imaginación aquí. En él están involucrados escritores muy jóvenes y también otros con décadas en activo, estimulados por acontecimientos actuales, y en especial con el ascenso de ideologías extremistas que hemos visto en los últimos años.
Como sabemos —y como tanto Europa como los Estados Unidos deben presenciar cotidianamente—, discursos que parecían erradicados desde la Segunda Guerra Mundial se han movido de los márgenes de las sociedades occidentales (desde las zonas de lo incorrecto, lo vergonzoso, lo moralmente reprobable) hacia sus centros, por haber ganado el poder político o un apoyo mayor al que habían tenido en décadas. Como también sabemos, varios de estos discursos no sólo se dirigen contra poblaciones desfavorecidas y bien delimitadas en ciertas regiones, sino literalmente contra los habitantes de países enteros.
Aquí hace falta que vuelva a mencionar a México, porque es, desde luego, un ejemplo obvio: en una vuelta irónica para el racismo clasista de mi propio país, en el que el color de la piel se asocia masivamente con el estatus social y ha servido de excusa para prolongar siglos de desigualdad y exclusión, Donald Trump, el presidente actual de los Estados Unidos, comenzó su campaña electoral describiendo a los mexicanos en términos uniformemente agresivos, sin separar (como aquí se hace aún obsesivamente) a los blancos de quienes no lo somos, a las “buenas familias” de las otras. A Trump no le importan nuestros propios prejuicios y divisiones a la hora de enardecer a sus partidarios con su discurso racista y xenófobo: todos los mexicanos, sin excepción, somos los villanos, la amenaza que busca invadir y sobrepujar su territorio.
La sola existencia de ese discurso debería bastar para hacernos reevaluar mucho de la cultura que nos llega de los Estados Unidos, y que millones entre nosotros, sobre todo jóvenes, hemos considerado (incluso de manera acrítica y colonizada) parte de nuestras vidas desde siempre. El racismo y la exclusión del otro, el famoso excepcionalismo americano, son incluso más antiguos que Trump y su régimen. Sólo en el conjunto informe de la ficción especulativa tendríamos que revisar numerosas obras que hemos consumido durante décadas y preguntarnos en cuántas de ellas las divisiones entre el bien y el mal, la rectitud y el error, están trazadas en realidad sobre divisiones raciales.
Un ejemplo evidente está en el sub-subgénero de las narraciones de zombis, populares desde fines de los años sesenta, y que en la actualidad no sólo acostumbran girar alrededor de la pérdida del bienestar causada por la invasión de seres monstruosos, sino que pinta a éstos con rasgos que parecen haber sido retomados y magnificados por los discursos extremistas. Los seres repugnantes, sin capacidad de raciocinio, que pueden escalar cualquier barrera y literalmente se derraman sobre sus víctimas en películas como Guerra Mundial Z de Marc Forster (2013), bien podríamos ser nosotros, que supuestamente sólo podremos ser contenidos con un alto, larguísimo muro y una campaña de expulsiones en masa.
Además, resulta que el discurso extremista tiene no sólo inspiración sino prototipos, y hasta ideólogos, en la narrativa especulativa. A ejemplos más conocidos como el de Ayn Rand, narradora de origen ruso cuyas novelas sirven como defensas muy articuladas de la rapacidad individual y empresarial para políticos de línea dura derechista, se agregó en los últimos años la obra de un autor francés previamente poco conocido: Jean Raspail, cuya novela Le camp des saints, traducida al español como El desembarco (1973), es un libro de cabecera de Steve Bannon, el empresario de medios que fue estratega de la Casa Blanca hasta hace pocos meses y actualmente apoya movimientos de extrema derecha en Europa. Siguiendo a libros que parecían anómalos en su momento, como la distopía católica Señor del mundo de Robert Hugh Benson (1907), la novela de Raspail describe una presunta invasión de los países europeos por parte de migrantes asiáticos. Éstos, que son descritos como seres menos que humanos, hordas salvajes sin otro fin que el vicio y la destrucción, se proponen acabar con la civilización cristiana y aprovechan la debilidad de los países occidentales para hacer que éstos abran sus fronteras. La mitología de los diferentes grupos racistas que se han vuelto famosos en línea contiene, si no referencias precisas a estos textos, sí un discurso que está habilitado por éstos. Los futuros distópicos no sólo pueden retratar condiciones de opresión basadas en tendencias reales, sino también dar cuerpo a fantasías de odio, al complejo de minoría de grandes masas.
(La maniobra reciente del gobierno estadounidense de “militarizar” la frontera con México, aunque más un gesto simbólico, parece una versión o réplica de algún pasaje de Raspail, incluyendo su inspiración aparente: la noticia de que un grupo de varios centenares de migrantes centroamericanos, en su mayoría mujeres y niños, recorre México hacia la frontera norte en busca de asilo en los Estados Unidos. Llamado “caravana”, el grupo de migrantes fue magnificado por medios de derecha como Fox News y representado como una inmensa horda raspailiana.)
3
Hay que decir esto: el vacío del futuro que queda en la imaginación occidental luego de la crisis de la idea del progreso —y que se discute con frecuencia desde finales del siglo pasado— no debe ser ocupado por las historias del extremismo, que en el fondo no ven futuro alguno más allá de un conflicto apocalíptico, imposible de resolver salvo con la destrucción absoluta, contra un enemigo parcial o totalmente imaginado pero que sitúan en los cuerpos de personas completamente reales.
Entre otras razones posibles, más allá del beneficio o la estabilidad económicos que de cualquier forma se vuelven cada vez más inalcanzables en los países en desarrollo, me parece que los practicantes actuales de la ficción especulativa latinoamericana encuentran un impulso para escribir en el hecho de que es posible y necesario resistirse a la incautación, la reducción, la simplificación del futuro que quisieran los diferentes extremismos. En que no todos vamos a seguir privándonos de reclamar para nosotros las posibilidades de la imaginación y, en particular, las que podrían sernos útiles para preguntarnos sobre nuestro futuro, nuestros futuros concretos.
En los textos que aquí se presentan pueden verse varias formas posibles de recomponer los postulados de la narrativa especulativa y apropiarlos a otros contextos, y otras necesidades, que no están reconocidas ni representadas por la producción que nos llega de fuera. Que no la sustituyen, sino que la complementan.
Alberto Chimal