La historia era muy simple y la repasaba una y otra vez como si se tratara de una secuencia cinematográfica:
Grey había ganado una beca para estudiar artes en la ciudad fronteriza de El Paso, pero apenas instalada ahí, se paralizó. No vio gente que caminara por las calles, ni bomberos ni vida en los edificios; sólo sintió el polvo y un silencio capaz de dejar sus pensamientos a la intemperie mientras seguía inmóvil en la avenida Stanton, aturdida por el desolado paisaje, sin futuro, ni rumbo.
Le produjo incertidumbre el desierto, también los pasillos vacíos de la universidad donde iba a estudiar, pero sobre todo, la voz de la conserje negra cuando esta le dijo: What are you looking for.
La pregunta se convirtió en un gancho sin ropa en el tendedero de su mente. ¿Qué busco? No lo sé, pensó. De vuelta al departamento donde la había recibido una argentina estudiante del mismo programa, contó los meses: ni bien había llegado, sentía el peso de dos años que —concluyó en ese instante— no iba a soportar. Sola, sentada en la tumbona, se percató de la presencia de un hombre tras la reja de entrada de la casa.
—Me llamo Zambrano —dijo—. Vivo en el sótano —agregó.
A Grey seguía inquietándole la planicie de la frontera, la manera en que la había vencido el desánimo tan prontamente, ese picoteo en la cabeza de quienes se convierten en enemigos de sí mismos y sabotean sus propios planes. Una locura.
—¿Qué haces aquí?
—Vine a estudiar.
—¿Estudiar en este lugar?
Tuvo la impresión de que el hombre se burlaba.
—Soy comerciante… Paso temporadas acá por asuntos de negocios, pero viajo con frecuencia y alquilo otro departamento en Austin. A mí no me agrada El Paso. Es como los moteles. Prefiero el viaje. Por cierto, hoy en la noche parto a Houston, mucho más grande y ruidosa que esto… ¿No quieres venir? Después de todo, ya está dentro —insinuó el hombre, mexicano por sus rasgos, experto quizá en recibir paisanos para introducirlos a la nueva patria.
—¿De verdad?
—¿Pa qué viene a estudiar? Este país es para otra cosa. Piénselo. Estaré abajo, por si se algo se le ofrece.
Grey, contra todo lo esperado, levantó su maleta del cuarto, robó una foto que la argentina tenía pegada en la pared, se lavó los dientes, bajó al sótano (donde yacía una enorme bandera norteamericana sobre la entrada). Dijo:
—Tengo que irme antes de que llegue la argentina. Te espero en el Downtown.
La escena adquiría la pátina solar de las tardes del sur. Se acomodó en el paradero de autobuses. Supuso que varada ahí, con la maleta echada a sus pies igual a un gato negro y cuadrado, podría levantar sospechas. Pero nadie la veía. nadie esperaba el bas. Ni el ex militar en silla de ruedas, ni el indigente que acercó su mano para pedir limosna y quien sólo le sostuvo la mirada apenas unos segundos.
Si hubo tiempo para pensarlo mejor, a Grey le crecieron las dudas como astillas apareciendo en la base de su cráneo. Era algo más grande que los edificios de ladrillos rojos frente a ella en ese instante. Algo más que la universidad vacía y erigida a la manera de una estatua de arena. Era la certeza de que no podría quedarse, de que de uno u otro modo se nacía en un lugar exacto, dentro de una familia capaz de joderlo todo con la herencia de su mala genética. De que, así se intentara, no hay muchas posibilidades de escapar cuando sentirse y ser mediocre se convierte en una herencia y un destino.
Zambrano llegó en una Cherokee azul y Grey subió, dispuesta a conocer una ciudad más grande y novedosa que El Paso, pero también de la que provenía, por supuesto. Viajaron seis horas. Entraron a un edificio lleno de habitaciones donde vivían latinos, la mayoría indocumentados.
Se quedó en Houston. Sí le agradó aquello: una ciudad aséptica que bien podía ser tranquila pero permanecía más próxima al ruido humano, a la modernidad de los escaparates llenos de mercancías, a la sensación de que en verdad residía muy lejos de su casa.
Pronto estuvo ante un hogar típicamente tejano, a cargo de dos niños en exceso felices y precoces. Después, como encargada de una tienda de ropa hindú. A eso se había reducido su deseo de huir. Ella misma no creía ser capaz de merecerse una beca, como la pobreta que era, de estudiar en el extranjero para “tener mejores oportunidades profesionales”, se decía. Pero estaba ahí. Era una indocumentada, igual que sus vecinos, y una estudiante de artes para una familia que la creía capaz de muchas cosas que ellos no se atrevían a hacer.
Quién sabe por qué conservaba el mal hábito de no encarar sus problemas. No se movió mucho —tenía temor a la deportación—, trabajó principalmente como empleada en diversos servicios, y el pasaporte de estudiante que llevó consigo en ese tiempo fue su manera de convencerse de que, de cualquier modo, ya estaba ahí, en otro país, como fuese.
Grey compraba tarjetas de larga distancia para comunicarse con sus padres. Nunca insistieron ellos en pedirle su número telefónico o la dirección “donde vivía con la roommate argentina, estudiante de historia”.
De esa forma mantuvo el engaño. Hubo noches en que se levantaba por el pánico de mentir, no a sus padres sino a la universidad que consiguió su flamante visa; madrugadas en que casi oía el timbre de la puerta y, después, la voz de los agentes migratorios.
Había llegado a Estados Unidos en enero. Fue a finales de septiembre cuando consiguió —después de su servicio como niñera y encargada de la tienda de ropa— el distinguidísimo empleo de recamarera en un hotel. No experimentaba felicidad pero tampoco podía decirse que era infeliz. Tenía poco dinero (el suficiente para vivir), había mejorado el idioma (aunque no tanto), se animó a subirse a los autobuses Greyhound con ganas de conocer otros paisajes (nunca llegó demasiado lejos, ¿qué era después de todo visitar Nueva York sin expectativas de por medio?), seguía marcando cada domingo el número internacional de México para comunicarse con sus padres. De eso iba su vida cuando conoció a Abraham. A él y sólo a él le contó su historia.
—Imagínate.
—¿Y qué harás?
—Nada. Quedarme. No salir de aquí hasta que un gringo divorciado y viejo quiera casarse conmigo… Tener un hijo… Ir a la universidad y ofrecer disculpas. Marcharme a Los Ángeles, quizá ahí me sienta mejor y me dedique a perfeccionar mi espíritu de sirvienta.
—Tendrás problemas siempre por haber mentido. El país más hipócrita del mundo no perdona a quien miente y abusa de su confianza.
Grey supo que estaba esperando algo, quizá unas cuantas palabras, un viento que la atara a ese país que en el fondo le atraía: la gente y sus conversaciones que nunca terminaban de decir lo importante, la violencia en la superficie, los paisajes desolados pero con el brillo de la modernidad y del futuro, el muro del idioma, la nostalgia envolviéndola en una burbuja aparentemente frágil y dura de romper.
Permanecieron callados. Sintieron una ráfaga de viento, el oleaje del aire que sacudió la hojarasca. Mala señal.
Una de esas tardes, mientras esperaba a que Abraham saliera de su trabajo —era bibliotecario—, Grey tomó el auricular de la caseta, en una esquina, y marcó.
—Qué bueno que llamas —advirtió la voz trémula de su madre.
—¿Por qué? ¿Pasa algo?
—Cualquier cosa. Tu hermana ha decidido casarse. ¿Cómo estás? ¿Qué tal van tus clases?
—Demasiadas preguntas al mismo tiempo —le pareció que en la expresión de su madre había algo de quien todavía permite que los asuntos domésticos la sorprendan—. ¿Y por qué? —agregó.
—¿Cómo que por qué? ¡Ay, no sé! Por las mismas razones por las cuales un buen día queremos distraer el tedio… Y porque somos unas pobres idiotas.
Grey, en cambio, nunca habría imaginado la respuesta. Tuvo la sensación de que su madre había sido una extraña mucho antes que ahora.
—A algún sitio hay que ir, ¿no? —de nuevo sonó la voz de esa madre extraña.
Hubo una pausa, cierta intermitencia, el ruido viejo de un radio buscando sintonizar alguna estación del otro lado del teléfono.
—Deberías venir. A veces sucede que no ocurre nada, y otras, las cosas comienzan a ocurrir de repente, todas de un solo tirón.
—Iré apenas sepa la fecha de vacaciones.
—¿Puedo encargarte una alaciadora de pelo? También un abrigo, supongo que tu hermana quiere algo pero mejor que te diga ella, por mail, yo no lo sé usar ni aprenderé nunca.
—Lo que quieras.
—¿Estás triste?
—No.
—Ya lo sé —dijo de repente la madre.
—¿Saber qué?
—Todo lo que necesito saber.
—¿De qué hablas?
—Olvídalo.
Colgaron. El cable telefónico bien podía ser una planta metálica secándose poco a poco. Grey se dio cuenta de que las manos le temblaban como si hubiera sufrido un asalto. Contemplar el nerviosismo de sus manos la desconsoló tanto que estuvo a punto de echarse a llorar en plena calle.
Entonces supo que debía volver, que tal vez ellos querrían saber lo sucedido con ella, instalada en un edificio que olía a gas y a la tibieza plástica de los calefactores, sumida en una depresión expansiva que la había colocado no en las aulas universitarias sino en un hotel llamado Paradise.
Hizo maletas, con la indecisión picoteándole de nuevo la cabeza. Me iré, no me iré. ¿Podré regresar? ¿Y si no puedo? ¡Pero si nunca he podido! ¡Ni sé exactamente lo que quiero! Estúpida, se repitió, hasta que se vio en el aparador del aeropuerto. Regresar siempre parecía un trayecto corto y fácil. Y mucho más en ese país, que tenía la virtud de hacer sentir desplazados a todos sus habitantes. Se despidió de Abraham. Ya en la sala de abordar, se sentó frente a un trío de negras con tupidos dreadlocks.
—Es todo lo que voy a decirte —pronunció una, la de en medio movió ligeramente la cabeza, la otra llevó la vista hacia el cristal.
¿Qué era ese “todo” dicho? “Es todo lo que voy a decirte”, pronunció muy quedo, e imaginó que hablaba frente a su familia, pequeña y circunstancial, para revelarles su fracaso, algo tan sencillo como que no había podido siquiera quedarse tres días en el lugar indicado, y cumplir con un propósito importante: estudiar, asomar las narices a una pradera distinta a la suya.
Subió al avión, tuvo ganas de retroceder. Supo que en cuanto se cerrara la puerta estaría clausurando la oportunidad de refugiarse ahí. Grey, en once meses de estancia, había aprendido cosas más reales. Limpiar culos sanos de niños americanos, despachar telas hindúes a gringas fascinadas por lo exótico, o sacudir la mugre nocturna en el Paradise, eran actos ordinarios en donde abundaba la vida. Nada de discusiones académicas, nada de ensayos ni citas al pie de página. Nada de soledad en cubículos de estudio mientras afuera los atardeceres escurrían igual que un helado.
—¿Estás segura?, fue lo último que preguntó Abraham, con su nombre bíblico, las cejas pobladas, el antecedente judío apareciendo en el acento de su voz, su tímida carrera de bibliotecario en una escuela pública de inglés para inmigrantes, donde se conocieron.
Le disgustó el avión planeando por encima de los edificios altos, por encima del anuncio luminoso que escribía sobre un recuadro de noche, con letras púrpuras, la palabra Paradise, el paraíso que amenazaba, parpadeante, con fundirse en cualquier rato.
Vomitó. Lo hizo cuando descendieron, después de cuatro horas de vuelo y una escala en la ciudad de México. Tan pronto se acostumbra uno al frío, pensó Grey con la primera oleada de viento caliente que sintió al descender. Estaba por fin en su ciudad natal, algo más que el sur de México, algo más que el sur del sur, incluso. Extrañó, como si ella hubiese nacido en Alaska, la frágil pureza con que el hielo cubría las calles de Houston, el silencio de la nieve cayendo hasta formar un lecho. En cambio allí, en su ciudad, se estaba en un calor de ciudad de playa pero sin playa, casi todos los días del año. Ahora se lo recordaba el sudor, la hinchazón en la cara, la sed.
Con gafas oscuras, ropa luminosa y nueva, Grey caminó hasta la banda de equipaje. Había en su actitud cierto desparpajo: el de quien ha alcanzado más horizontes. Entonces los vio. Vio sus rostros pegados a los enormes vidrios de la sala de espera: tres pares de miradas distintas, distantes, la buscaban. Igual que peces, dorados aunque primitivos. ¿A dónde más puede llegar un pez dorado y primitivo? Abrazó a sus padres, ninguna diferencia sustancial en ellos, o quizá todas las diferencias que el tiempo impone pero que viéndose tan cerca desaparecen. Su hermana, en cambio, lucía más embarnecida, la sonrisa franca, los ojos brillantes enmarcados por las ojeras.
—A tu abuela le creció el corazón.
—¿Es posible eso?
—Y tu abuelo, de una noche a otra ha comenzado a olvidar.
—¿Todo?
—Tal vez lo más importante —dijo la madre.
—Demencia senil —agregó su hermana.
—¿Y?
—Por el momento, eso. Viniste antes de tiempo. ¿Ya se terminaron las clases?
—Ya.
Todos sonrieron y parecían cómodos comportándose de ese modo, como si nada ocurriera, conjeturó Grey, porque quizá nada esté sucediendo, concluyó mientras dejaba que su padre y su madre le llevaran las maletas. Es lo que se merecen, dijo, y luego sintió vergüenza de haberlo pensado.
Volver era pararse frente a una pared llena de grietas resquebrajando la pintura nueva. La ciudad había crecido demasiado en poco tiempo, los nuevos centros comerciales iluminaban las avenidas, y no obstante, la luz no era ni por asomo semejante a la luz de Houston, una luz cruda y desmesurada que la hacía sentirse siempre descubierta.
Recorrió todos los sitios de la casa. se veía blanca y espaciosa. Un útero reconfortante que la engullía, a su pesar. Pero Grey contó otras historias, menos aquella que la tenía ahí. En sus relatos figuraba un chico proveniente de Wisconsin enamorado de ella, un judío bibliotecario, dos o tres chicas sudamericanas algo prepotentes y simpáticas.
—Por prepotentes, simpáticas, o al revés, no lo sé. Mis amigas de fiesta —expresó con orgullo.
—Sí. Luces agotada.
Conversaron mucho, les llegó el cansancio. Su familia se veía feliz y eso a Grey le irritaba. Por eso había huido de casa: porque esa felicidad pequeña y asfixiante la deprimía, toda una contradicción. En el fondo tal vez le diera envidia no ser como ellos: peces capaces de bastarse a sí mismos. Ella no podía. No podía ni eso ni lo otro: no había podido estudiar en la universidad asignada, aspirar a más, etcétera.
Los padres se dirigieron a su habitación. Grey y su hermana se quedaron despiertas otro rato. Estaban en eso, cuando el padre asomó su cabeza gris, a rape.
—¿Bosque o mar?
Y aunque la pregunta era la misma que él les hacía desde que tenían memoria, sintieron su mirada atravesar la oscuridad del cuarto. Era algo que tenía que ver con un deseo de desprenderse y volar, y el desconcierto de que no podrían. No puedo hacerlo, era el lema, el castigo mejor aprendido de Grey y su hermana.
“Bosque”, respondieron y el padre se marchó.
—Entonces…
—¡Claro que no voy a casarme…! Aparte de eso, estoy bien. Mejor que nunca. He conocido a otro hombre.
—¿Quién?
—Lo único que puedo decirte es que tiene dinero. Mucho.
—¿Lo amas?
—¿Qué tipo de pregunta es ésa?
Su hermana era otra. Todo era otra cosa menos lo que parecía.
—Claro que ellos no estarán de acuerdo. No tienes hijas que nazcan en un barrio jodido para que se acuesten con funcionarios de gobierno de la clase política a la que detestas. O quién sabe… A lo mejor también se tiene hijas para eso…
—Suena divertido.
—Además, no sabes lo terrible que es verlos envejecer… Papá viene a dejarme el jugo en la mañana ¡en calzoncillos! ¿Me explico? Luego, a mamá le ha dado por regalarme muñecas, como si fuera una mocosa… No soporto la televisión a todo volumen… ¡Y a esta colonia mierdera de gente chismosa, ya no la aguanto…!
Grey tuvo ganas de no enterarse de la intimidad de tres extraños obligados a vivir bajo el mismo techo. Le sobrevino el sentimiento de culpa. ¿Por qué tenía que ser así? A las dos las venció la madrugada y ya dormidas, lejanamente, muy pronto, les llegó de nuevo la voz, señal de que había amanecido.
—¿Mar o montañas? —repitió el padre, en calzoncillos, sin ningún pudor frente a las dos hijas.
Luego apareció la madre, en pantaletas y brasier, con un vaso de líquido espeso en cada mano.
—Jugo de kiwi, piña y apio —secundó, obligando a las chicas a beber de los vasos.
Terminaron yendo al mar.
Los alrededores eran de un verde opresor. Vacas por allá. Un volcán, a lo lejos. De repente un auto que barría el paisaje con su velocidad. O camiones de redilas en cuya parte trasera podía estarse cometiendo un crimen. El resto del universo siempre le pareció lejano desde el sur, su lugar de origen. Grey se imaginaba así: como el punto gris, finito, donde se unían las líneas del asfalto.
—¿Fuiste a nueva York? ¿Cuándo? ¡No nos dijiste nada!
—Bueno, fue cualquier cosa… Apenas cuatro días.
—¿Con quién?
—Con Abraham.
—¿Es cristiano?
—No seas bruta… No tendría por qué ser cristiano… —dijo Grey, molesta por la pregunta—. Ya te dije que es judío, pero eso no quiere decir nada… Es ateo.
Pero Grey recordó que, de hecho, casi no sabía nada de Abraham, salvo que era lo único a lo había decidido aspirar, justo como cuando eligió abandonar la universidad para irse “a una ciudad más grande”.
—¿Qué haces? —dijo él.
—Acomodo sábanas —dijo ella.
Esa tarde se revolcaron, le pareció el colmo: la flor de neón del Paradise entraba por la ventana.
—¿Tú crees que sea difícil sacar nuestras visas?
La frase interrumpió su recuerdo.
—Si tienes cien mil pesos en el banco, no.
—Ah —respondió con un tono seco—. Pero has ido tú… ¡Qué valiente eres! Yo nunca me hubiera ido sola a otro país. Sin saber el idioma. Háblanos, dinos algo en inglés…
A esa clase de familia pertenecía. Peces pequeños, comestibles, carnada para servir de alimento. ¿Y qué podía hacerse contra la naturaleza?, se inquirió Grey, por debajo.
Frente al espejo del auto (se deslizaban sin prisa por la carretera), Grey no era más que una boca vociferante. Pero eran ellos quienes querían todas sus mentiras, se dijo. Y habló. Un inglés torpe y eufórico, muy distinto al que empleaba como ilustre camarera en Houston, contagiado por la timidez de la servidumbre. Experimentó superioridad y al mismo tiempo se sintió ridícula. Se dirigían a la costa, algo más allá del sur, y así fue como apareció, tras dos horas de viaje, el mar con su color zinc y un presagio de tormentas levantando sus ánimos.
—Cuando regreses de Texas podremos venir más seguido. Hasta hemos pensando en comprar un terreno aquí… Construir, no sé, divertirnos con los niños —exclamó su padre.
—¿Qué niños?
—No lo sé —se disculpo él.
Compraron sandalias en los corredores del malecón. Terminaron en el mismo restaurante a donde acudían los veranos. Los mismos techos altos construidos con palmeras. La misma arena oscura y fina por donde enterraban sus pies mientras divisaban el brillo maligno del agua en el horizonte.
—Mis hijas —susurró el padre, sonriendo apenas, en una mueca de incertidumbre detenida.
—Nuestras hijas —repitió la madre.
Grey respiró hondo, sintiendo que la sal oxidaba sus pulmones.
La hermana de Grey desvió la vista. Estaba más allá del mar, seguro, con la cabeza un poco confundida y el corazón inestable, fingiendo seguridad y en realidad deseosa de rebelarse antes de que se les ocurriera realizar otro viaje como ése en el que se hallaban atrapados.
—No sé si deberíamos estar aquí.
—¿Otra cerveza? —preguntó el padre, quien anunciaba la rutinaria borrachera.
Ahora todo era distinto. Las bocinas se encendieron y se escuchó música norteña que a Grey le hizo sentir lo lejos que estaba de Houston, de el Paso, ahí donde la universidad seguía inamovible con sus paredes de arena dura, los pasillos vacíos, una conserje negra preguntando What are you looking for.
—¿Por qué todo ahora es tan extraño? —dijo la madre—. ¿No podríamos comportarnos como si todo fuese igual?
Grey sintió que las olas amenazaban con levantarse. Parecía tan sencillo comenzar la historia tal como la repasaba cinematográficamente. Al final, también era un poco culpa de ellos, de esa mala genética que estaba frente a sus ojos, una mezcla depresiva, disfuncional, mediocre, reunida en la ilusoria seguridad de los vínculos que en realidad practicaba el hermetismo de los cementerios; una familia de clase media semejante a una tímida bandada de peces sin mayor destino que el de sentirse orgullosa por haber brincado un poco, sólo un poco. La mentira de Grey era una mentira colectiva.
—Va a llover.
—¿Qué es lo que sabes? —inquirió Grey. Pero su madre cambió la pregunta.
—¿Por qué no vas al hotel para preguntar si hay habitaciones?
Quizá ahí estaba el origen de las imprevisiones en sus vidas. Que Grey recordara, nunca en sus viajes hacían reservaciones. Siempre era ¿Bosque o mar? como dos únicos itinerarios, sin perspectivas.
Ya solas, mientras se dirigían al oleaje, la hermana dijo:
—Actúan como si no hubiéramos crecido… Me irritan, eso es todo.
Grey quiso abrazarla y contarle que a estas alturas debía estar escribiendo apuntes para su tesis, aunque en realidad se dedicó a corretear niños podridos de tan saludables, a tender fundas con olor a lavanda en un hotel. Pero nadie le creería, y en el peor de los casos, la verían como lo que era: una provinciana que había desperdiciado una gran oportunidad.
—No importa que no lo ames… Cásate con este tipo, el rico.
—¿Eh?
Grey supuso que eso también era provinciano.
Vieron una línea brumosa en el horizonte que se convirtió en aguacero. Grey quiso huir antes de que sus raíces se hundieran más en esa arena movediza y dura, pero la sensación se desvaneció con la lluvia. Desde ahí, ellas divisaron a sus padres, pequeños en la distancia. Les hicieron señas, llamándolos. Padre y madre las alcanzaron.
—¿Tienen frío? —preguntó el padre un poco ebrio. Después, se echó a nadar cuesta adentro.
—¿Qué haces?
—¡Ey! ¿Qué estás haciendo? —gritó la madre.
Grey pensó en Abraham, en que ella ya no podría regresar a Estados Unidos. What are you looking for. Debía decírselos. Después de todo había mejorado su inglés y estaba en condiciones de jactarse: estuve ahí, he llegado un poco más lejos de lo que imaginé. Además, ¿para qué intentar saber más cuando la vida hacía preguntas para las cuales no había respuestas?
Su padre no salía de aquel oleaje. De pronto cayó en la cuenta: madre y hermana manoteaban al aire con movimientos que bien podían significar que se estaban divirtiendo, aunque también podían ser gestos de alarma y desesperación.