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Número 36
Ficción

Juliette muere

  • por Jaime Collyer
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  • November, 2025

Ocurrió sin que Robledo llegara a preverlo, con Juliette al final de su ciclo habitual, cuando le tocaba –a esa Juliette en particular– decaer y agotarse. Era el procedimiento fijado entre ambos con Macarena, para los clones que solían enviarse por turnos, como una forma curiosa de prolongar su nexo, ese noviazgo vacilante en la distancia. Los dos se enviaban cada tanto sus respectivos duplicados, que duraban un lapso prefijado y luego decaían sin estridencias, a los pocos días. Solo que esta vez no decayó, el nuevo clon de Macarena (¿por qué les habría puesto Juliette?), no al menos cuando estaba programado sino tres días después, recién el lunes, con Robledo examinándola de reojo y releyendo las instrucciones del envase, la fecha de caducidad, a ver si había hecho algo mal. Cuando ya había comenzado a habituarse a ella, esa versión singular de Juliette, quién lo hubiera dicho.

Recibía cada réplica de Macarena (que ella describía románticamente como “una nueva Juliette” y la autoridad designaba sencillamente como RVUs, Réplicas a Voluntad del Usuario) con la misma avidez que antaño esperaba el correo postal desde Santiago, y le enviaba de vuelta sus propias versiones. Un procedimiento que el nuevo mercado genético, dominado desde un inicio por la poderosa y eficaz Trans-RVU, hacía cada vez más fluido, permitiéndoles a Robledo y ella disfrutar del otro en una versión a distancia. Una versión de corta duración, no demasiado onerosa tratándose de réplicas de envío rápido.

En lo personal, le acomodaba muchísimo todo el asunto, esa modalidad fugaz de la felicidad con un duplicado exacto de Macarena que solo persistía lo justo para no volverse un horror cotidiano. Macarena la programaba normalmente para cinco días, no más pero tampoco menos, un intervalo justo para revitalizar el romance y dejarlo añorándola hasta el próximo envío. Sabiendo que, de llegarle un lunes, la vería decaer, marchitarse al fin, recién el viernes y podría disfrutar de ella la semana entera.

Eran copias propiamente orgánicas, un material biológico que encerraba en sí mismo todas las posibilidades del caso: al inicio, solo una célula con el ADN del otro, que el receptor del envío activaba en la probeta adjunta y transfería a un contenedor plástico donde florecía el clon, nadando en la jalea amniótica adquirida a esos efectos. Cada uno había comprado el aparataje por su cuenta, él en Madrid, ella en Santiago, en alguna promoción transnacional al uso, dos por el precio de uno. La floración del clon dentro del contenedor era pasmosa, de una celeridad impensada hacía unos años, y nunca sobrepasaba el par de horas. Todo ocurría sin problemas, de manera deliciosamente fluida y nada traumática. Lo mismo cuando el clon se alzaba, al cabo de esas dos horas, del sarcófago plástico y ocupaba sus coordenadas en el medio externo, parándose un segundo a observar al receptor de turno, al que sus genes le permitían reconocer al instante y sin extrañarse y sonreírle con beneplácito, qué hay, cómo has estado, con la sonrisa vaga de quien vuelve de una siesta o un segundo de distracción. Una cualidad ciertamente provechosa de las RVU de duración restringida era que no tenían conciencia de ser una réplica, vivían el lapso escaso que les era programado y la vida inoculada en su ADN como si hubieran estado siempre allí, cosa extraña, junto al receptor de turno.

Casi le parecía a Robledo que era Macarena de verdad junto a él, compartiendo su mesa y sus comidas, o esperando más tarde a que volviera de la agencia, punto en que solía encontrársela en la sala, tal y como la había dejado al irse, contemplando absorta una naranja o a un gorrión en la ventana, sumida en su melancolía tan irrenunciable y habitual, la misma de Macarena. Más tarde la vería desnudarse con aire reconcentrado junto a su cama, pero el sexo en sí resultaba siempre algo mecánico, las copias enviadas solían traer un repertorio fijo y una secuencia parecida para cada ocasión: al gesto de desnudarse junto a la cama seguía un breve episodio de sexo oral de parte de ella, luego se tendía de espaldas, luego se ponía en pies y manos y lo miraba de manera invitante, luego se movía atrás y adelante al sentirlo entrándole desde atrás, se retorcía un poco, se quejaba y apretaba las nalgas y concluía el procedimiento boca abajo, distendida sobre las sábanas, esperando a sentir el rostro de Robledo junto al suyo, para susurrarle entonces, al oído, su amor infinito, aunque sólo durase –su amor infinito– hasta el viernes siguiente.

A Robledo lo conmovía, por cierto, ese afán tan perseverante de su parte de imaginar que todo eso era eterno y verla organizando cosas que no eran posibles, un futuro que no existía y solo duraba unos días. Era la cualidad ineludible del material genético combinado para cada Juliette, cierta propensión romántica mayor que la de la propia Macarena, algo que ella misma escogía a su arbitrio al enviárselas. De paso, evidenciaba algunas disfunciones asociadas al servicio y todo el dispositivo montado por Trans-RVU. Se vendía a los usuarios la posibilidad de enviar una versión de sí mismos acorde al escenario original pero no el escenario en sí, de manera que el clon quedaba un poco a la deriva, viviendo un destino incierto, con mayor razón si se le había programado cierta melancolía adicional.

Había la opción de hacer envíos múltiples, por ejemplo a Juliette con una amiga o hasta con sus padres, pero era bastante más caro y exigía de alguna coordinación previa, los psiquiatras y otros especialistas lo desaconsejaban. Se sabía de un costoso envío de esa índole para celebrar un cumpleaños en el cual la totalidad de los invitados, clones agrupados al azar, había terminado incendiando la casa del festejado: sencillamente, la combinatoria improvisada de invitados había funcionado de manera extraña y, en lugar de moverlos a apagar las velitas o cantar el cumpleaños feliz, había suscitado entre ellos una algarabía pirómana.

Era preferible no arriesgarse, mejor hacer envíos unitarios, insistían los expertos, y sobrellevar tan solo las preocupaciones aisladas del clon de turno, por absurdas que fueran. A pesar de los contratiempos –esas disonancias leves que cada réplica parcial traía consigo– el asunto marchaba: un mercado en el cual cada uno disponía de su propio ADN en reserva y un mapeo genético a su arbitrio, para hacer las combinaciones y variantes que se le vinieran en gana, dando a luz con secreta complacencia al clon que decidía enviar o le era enviado.

El lunes por la mañana –se había tomado el día libre en la agencia– vio activarse en la probeta la célula matriz de esta última versión de Juliette y la traspasó, mediante la pipeta incluida en el equipo, al container, esa especie de ataúd de plástico en que su réplica terminó de madurar alrededor del mediodía y abrió los ojos, despertando de su sueño, incorporándose con elegancia en su útero artificial, desnuda y con el cuerpo recubierto de una pátina acuosa.

–¿Qué tal? –le dijo a Robledo y sonrió, sin asomo de confusión–. ¿Cómo va todo?

–Bien, muy bien –dijo él.

Ella advirtió la gelatina en sus brazos:

–Yo estoy toda pegoteada.

–Por mí, no hay problema… ¿Tienes hambre?

–Un poco –le informó ella.

–Tengo el almuerzo listo, si quieres.

–Okey. Me doy una ducha y estoy… ¿Mi toalla está donde mismo?

–Donde mismo –dijo él, y no supo qué más decir. Siempre conseguía inhibirlo un poco ese momento inaugural.

Ella se fue al baño y él sintió correr la ducha maravillado, pensativo, considerando todo el procedimiento y la presteza con que ahora maduraban los envíos, esa naturalidad que ahora les era incorporada, la memoria pasajera y tan funcional de esa vida que no era la suya.

Una semana de esas alegrías intermitentes bastaban para renovarlo en su vida madrileña y casi concluía, a ratos, que era suficiente. Con una ida al cine o un paseo por la Gran Vía, los diálogos de madrugada en un bar, un concierto en el Teatro Real y los encuentros íntimos cada noche. Casi conseguía, por períodos, no añorar a Macarena y su original en Santiago. A nadie le hacía ya mucha diferencia, la mitad o más de los transeúntes dispersos en cualquier ciudad del orbe eran réplicas.

El martes fue a la agencia y volvió para el almuerzo. Ella se interesó, como siempre, en su labor de publicista y el Rioja con que acompañaron los quesos, la tortilla, los fue adormeciendo un poco, dando paso a la segunda siesta juntos (la primera había sido el día previo), con el rumor tan grato del otoño madrileño de fondo. El miércoles anunció por teléfono a la agencia que estaba enfermo y que seguiría enfermo hasta el viernes, y le propuso a ella otro paseo, se perdieron juntos por las calles próximas al Palacio de Oriente. Volvieron tarde al apartamento por el trazado sinuoso del sector, él embriagado –como solía ocurrirle– de su perfil delicado y sus ojos gatunos, con algo oriental en sus rasgos, los rasgos orientales de Macarena. Una mujer que calzaba a la perfección con su abrazo, alta y de piernas largas, sustanciales. Entrelazados, vieron un camión del municipio regando la calzada, a un mendigo tapándose con cartones en una banqueta, a una prostituta de gran altura que los miró a ambos de manera provocativa y era en realidad un muchacho de rasgos bellísimos. Robledo dedujo que eran los dos indefectiblemente humanos y no réplicas, el menesteroso y el travesti: nadie hubiera sido tan inoportuno de clonar semejantes opciones y dejarlas a su arbitrio en las calles. Luego vieron –cosa curiosa– un perro muerto en la acera, junto a un tarro de basura. Una imagen procaz y no demasiado frecuente –debía haber muerto hacía poco, no había aún ninguna mosca rondándolo– que los convocó a pesar suyo, atrayéndolos como un imán. Se detuvieron de hecho a examinar su cadáver.

–Qué pena, ¿no? –dijo ella, pero a Robledo le sonó extraño, una acotación en exceso neutral. Adivinó que no era auténtica compasión sino una fórmula incluida en sus genes, una suerte de protocolo hecho de ésa y otras frases programadas de pesar. A fin de cuentas, su naturaleza en esencia fugaz no incluía cuestiones existenciales de envergadura, ni debía hacerla detenerse a considerar el intervalo escaso de ese perro en los callejones del universo.

Era un factor incluido en las RVU de corta duración, un sesgo deliberado en su mapeo genético: algo que excluía de su mente la noción del porvenir, por completo accesoria en su caso. La conclusión del intervalo que el emisor les había fijado era perfectamente soportable para ellas, ni siquiera advertían que se les venía, una extinción apacible en mitad del living que comenzaba a insinuarse apenas una hora antes de cumplirse el plazo, a lo cual seguía una caída evidente en el nivel energético general, cierta palidez cerosa que las invadía de a poco, hasta llevarlas a la inmovilidad total. Entonces había que tomar la réplica, que perdía densidad molecular en forma automática, se volvía liviana como una pluma, y meterla en la bolsa de desechos orgánicos para sacarla a la calle. El municipio se encargaba luego de transferir ese material al vertedero genético, nadie salía herido, el asunto concluía como se había iniciado, sin estridencias.

Quizá por eso, el giro ocurrió sin que pudiera preverlo. Juliette, esa versión peculiar de Juliette, debía agotarse el viernes después del almuerzo. Como era de prever, a la hora de la siesta la vio instalarse en el sillón y quedar con la vista perdida en la terraza. Contra todo pronóstico, a Robledo le pareció que lo intuía, su fin inminente. Afuera llovía y el otoño atenuaba la luz de la tarde, suscitando una llovizna mediocre. Robledo prefirió no asistir al asunto de su declive –era algo que solía rehuir– y mejor se sirvió una copa de vino, le sirvió una a ella, se la puso entre las manos, la besó en la frente y salió a la terraza para dejar que se extinguiera sin ser perturbada y en su ausencia. No debía quedarle más de media hora.

Transcurrida esa media hora en la terraza, se sintió incómodo, como en deuda a causa de algo, como un individuo súbitamente rodeado de sus acreedores. Las veredas y calles estaban húmedas, una madre y su hijo volvían a casa de la escuela, ella lo reprendía a causa de algo que Robledo no llegó a oír desde la terraza. Punto en que se bebió de un trago el vino y retornó al interior. Juliette permanecía donde antes, recogida en el sillón, con sus piernas espléndidas a la vista y su fragancia aflorando de su cuerpo, que no parecía en fase de decaer.

–¿Estás aquí aún? –musitó él desconcertado.

Ella pareció extrañada y se encogió de hombros, como diciendo “¿Y por qué no habría de estarlo?” Un gesto a su modo deslumbrante, que dejó a Robledo sin más que decir, inmóvil en su sitio, buscando alguna frase adicional, un mínimo de continuidad.

–¿Quieres otra copa? –propuso.

–No –dijo Juliette y estiró los brazos–. Tengo un poco de sueño. ¿Te importa si duermo un rato…?

–En absoluto –dijo él–. Estás en tu casa.

Ella se alzó, vino hacia él, lo besó suavemente en los labios y se fue al dormitorio. Robledo se palpó los labios buscando un indicio de alguna transformación química en ella, en su boca suave y tan deleitable como la había sentido el lunes o durante la semana. No lo había, ningún indicio de un cambio y nada muy distinto al lunes. No parecía que estuviera decayendo, ni su piel se había tornado translúcida. Llegada al final de su ciclo, Juliette, esa Juliette en particular, seguía viva.

Su breve siesta le permitió indagar las razones, reexaminar las instrucciones en el container –que solía dejar en la terraza cuando las réplicas ya habían germinado– pero no consiguió mayores pistas o respuestas. Luego buscó el manual enviado al inicio por Trans-RVU, que estaría perdido en algún cajón de la cocina, y en eso pasó la próxima media hora, hurgando en los cajones hasta que dio con el manual y pudo sentarse en el sillón a leerlo, pero tampoco le sirvió de mucho: entre las anomalías que enumeraba, había clones que se resfriaban o tenían cambios imprevistos de humor, o demoraban en reconocer al destinatario, pero ninguno que siguiera respirando más allá del plazo fijado, durmiendo la siesta como si nada. Luego chequeó en el envío el plazo exacto que le había dado Macarena a esa Juliette en particular. El viernes a las tres de la tarde, pero eran ya las seis y ahí estaba esa variante aún en su cama; hasta donde pudo advertir por su respiración, aún viva.

No la oyó despertar y volver al living y dio un respingo en el sillón cuando sus brazos fuertes, pero muy femeninos, emergieron desde atrás y lo rodearon. Estaba desde hacía unos segundos parada tras el sillón y examinándolo.

–¿Qué te pasa? –indagó descolocada.

–Nada –replicó él con demasiada presteza, cerrando el manual de instrucciones–. ¿Qué podría pasarme?

Dos largos días, el fin de semana completo, estuvo observándola de reojo, preguntándose cómo podía ser y qué habría ocurrido, a la par que intentaba disfrutar –con desconcierto– de ese plazo adicional. Pensando en conectarse a larga distancia con Macarena para saber si no se habría equivocado al programarla, pero no tuvo oportunidad de conectarse a solas, ni le dieron muchas ganas de hacerlo. Casi le pareció una descortesía frente a esa naturalidad con que la propia Juliette se lo estaba tomando y mejor lo descartó de plano. Como descartó hablarlo directamente con ella, no le pareció muy delicado –cuando cenaban el viernes por la noche– preguntarle si no debía haberse muerto ya, hacía unas horas.

Luego pensó, desvelado en su cama y con ella dormida junto a él, que quizá no fueran unas horas sino varios días, una semana adicional, y una euforia silenciosa lo recorrió en la oscuridad. Tendría que buscar nuevos pretextos para no ir a la agencia, eso por descontado, pero le daba igual, por un segundo le dio igual. Una semana extra, incluso más. O menos. A la luz de la luna, que otorgaba al cuarto una dimensión fantasmagórica, examinó su rostro dormido, el de ella, y sus cabellos diseminados en la almohada, como la hiedra que persevera por su vida en las paredes de cualquier monasterio. Sintió el terror súbito de que solo fueran unas horas, apenas esa noche, un intervalo no previsto que ahora habría de cumplirse al azar, ya no de manera programada, quizás en los próximos segundos o al despertar. Cuando no fuera la luna cubriéndola de esa pátina resplandeciente sino el nuevo día con su luminosidad flagrante y cruel, y ella al fin inmóvil, incapaz ya de reaccionar al tañido multitudinario en el exterior.

Fue como una tenaza hecha de insomnio que le oprimió el pecho hasta el despertar, cuando se sorprendió verificando de nuevo el ritmo tenue de su respiración y rogando por que aún la hubiera, esa corriente de aire que, hasta la pasada noche, persistía entre el mundo y sus pulmones. Luego el temor se convirtió en dicha, al verla abrir al fin los ojos y darle los buenos días (“¿Estabas despierto? ¿Hacía mucho rato…?”), punto en que la atrajo hacia sí y la besó. Hasta le nació susurrarle al oído que la amaba, pero se contuvo, temeroso de que asomara en su frase el miedo que ahora sentía, un leve matiz desesperado.

Esta vez el sexo entre ambos fue distinto, diverso a su estilo mecánico y programado, y se ubicó ella con delicadeza sobre él, abriendo las piernas y dejándose penetrar con suavidad para ser conducida a aquel vaivén tibio al despertar, subiendo y bajando por su miembro con una alegría nueva, pudo apreciarlo en su rostro agradablemente lejano y sus ojos adormilados, cuando apoyó sus manos frágiles en el torso de Robledo, sintiéndolo de un modo no previsto dentro de ella, quejándose suavemente y con los ojos cerrados.

El sábado sonó el teléfono, largamente. Casi no usaba ya el teléfono, solo las vías de conexión digital. Dedujo que sería Macarena desde Santiago, pero él no contestó y a Juliette no pareció molestarle. El día discurrió con ritmo disímil, como un arroyuelo que se fue llenando de a poco en su cauce reseco, el curso de aguas cristalinas en que ahora flotaban los dos y se dejaron llevar, luego del almuerzo, al Retiro, a quedarse un rato frente al estanque y observar los patos en su deriva, flotando como ellos en una suerte de inconsciencia, ese aplazamiento no previsto por los hados de la genética o el servicio a distancia de Trans-RVU. Robledo no supo si era mejor así, disponer de Juliette por un lapso adicional, o en algún sentido peor, lo de no saber ni tener ya una cifra precisa del lapso que le quedaba. Como la vida misma, pensó. O la muerte.

Se pararon en un café junto al antiguo Palacio de Correos donde había un trío de señoras charlando en una mesa y un chico embetunándose de helado en la mesa vecina, con su padre leyendo el diario. Como la vida misma, pero quizá fuera peor. Ninguno de ellos –las señoras o el padre del chico, mucho menos el chico– parecía en trance de agotarse y concluir su andadura. En rigor, tampoco Juliette, que revolvía su granizado tan lozana como la había percibido al despertar.

–¿Estás bien? –le preguntó sin poder evitarlo.

Ella lo miró de vuelta con la misma expresión del día previo en la sala, sorprendida de la pregunta y sus dudas.

–Sí, claro –le respondió con suavidad–. ¿Pasa algo?

Robledo evitó responder. Se dio cuenta –con una mezcla desoladora de alivio y pavor– de que no lo sabía, seguía ella misma sin saberlo: su ADN fugaz, combinado por Macarena con una finalidad transitoria, no incluía la ilusión del porvenir, aquella sensación de eternidad que el chico y su padre, Robledo, los restantes comensales, atesoraban en sus propios circuitos neuronales.

–¿Volvemos? –le propuso.

–Volvamos –acató ella.

Al volver ocurrió algo doloroso: cruzaron de nuevo por la callecita donde estaba desde hacía unos días el perro muerto, que persistía en su rincón junto a la basura, tieso y degradado, ya ni siquiera daba mal olor, pero algunas moscas residuales disfrutaban ahora de sus restos. Robledo pretendió obviarlo, pero ella reaccionó esta vez con súbita conmoción, se paró de nuevo a mirarlo, le apretó con fuerza la mano.

–Qué pena –dijo y hundió su rostro en el cuello de Robledo para no seguir mirándolo.

¿Cuánto más había durado ya? Veinticuatro horas, un día más de lo previsto, incluso más. La caída de la noche lo sorprendió haciendo esa contabilidad secreta contra el fondo purpúreo del atardecer en la ventana de la terraza, aquella desolación magnífica y habitual de los atardeceres madrileños. Juliette leía a Kavafis en el dormitorio, recogida bajo la colcha.

Al anochecer sonó de nuevo el teléfono, pero él volvió a obviarlo y mejor fue de una vez a acompañarla y tenderse junto a ella.

De nuevo estuvo toda la noche atento a su perfil inmóvil y el breve latido de sus fosas nasales, con su propia esperanza oscilando hasta el amanecer, cuando la vio abrir una vez más los ojos y advirtió su cuerpo aún tibio, sintió uno de sus pies rozándolo, su fragancia llegándole y sus labios musitando desde el sueño un “te quiero” que casi le sonó real, nada que Macarena hubiera programado para ella.

Casi llegó a creer, cuando descorchó el vino al almuerzo, que duraría para siempre y brindó maravillado a su salud.

–Por ti –propuso, detenido a las puertas del cielo, imaginándolas abrirse para él con su bella, última versión de Juliette.

Fue un segundo apenas, o dos, en que ella lo miró de vuelta y sonrió débilmente. Hasta intentó alzar su copa, pero la copa resbaló de su mano a la alfombra y ella se volvió con infinita lentitud a contemplar el estropicio. Quedó con la vista fija en la mancha de vino, que se extendía con dolorosa parsimonia por un sector de la alfombra, y ya no volvió a hablar. O a moverse. Tan solo hubo un último detalle, una lágrima que resbaló con suavidad por su mejilla. Él sintió que algo se recogía en su interior y le impedía tragar, sintió la copa temblando en su propia mano, sus ojos de pronto turbios.

Demoró más de lo habitual en desembarazarse de los restos, el cuerpo cada vez más liviano de Juliette, y al atardecer seguía observándola, ella detenida para siempre en el sillón, a cada segundo más pálida, destiñéndose de a poco en su inmovilidad, tornándose ingrávida y demacrada. Con el trasfondo violáceo del crepúsculo, trajo el recipiente para desechos genéticos y lo dejó a sus pies, los de ella. La hora de descargar los desechos era a partir de las diez, todas las noches, incluidos los domingos, pero no fue capaz de cumplirlo, esta vez no. Al sobrevenir la medianoche estaba aún observándola sin saber qué más hacer, cuál el gesto que seguía.

A esa hora sonó de nuevo el teléfono.

–¿Mi amor? –irrumpió del otro lado la voz de Macarena.

Quería saber por qué no había contestado el teléfono ni la había llamado desde el viernes, pero su voz le sonó extraña, súbitamente irreconocible. Ya no supo –él– qué más decir, por dónde empezar a explicarle.

 

Foto: Alex Shuper, Unsplash.
  • Jaime Collyer

Jaime Collyer Canales (Santiago, 1955) is a Chilean writer and a leading voice in his country's so-called "New Narrative." He earned a degree in psychology from the Universidad de Chile in December 1980, and in September of the next year he left for Madrid, where he lived until 1990. There he earned degrees in International Relations and Political Science, as well as a master's degree in Sociology of Development. Collyer has served as editor of Planeta Chile, and has collaborated with the journal Apsi, the newspaper La Época, and other publications. He has taught classes in the School of Creative Writing of the Universidad Diego Portales and in the Department of History and Geography of the Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación. He has also written for theatre; his translation and adaptation of Shakespeare's Othello premiered at the Teatro de la Universidad Católica in 2004. His work has been translated to English and other languages, and he has been recognized as "a born narrator" and an exceptional writer of short stories.

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