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Número 35
Traductora destacada: Robin Myers

Robin

  • por Mariana Spada
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  • September, 2025

Siempre pensé que Robin era un chico. 

Pese a lo que podría pensarse, el malentendido no se debió al reprobable instinto de asignar cierto género por defecto a quienes dan libros a la imprenta —hecho que en mi opinión no reviste mayor gravedad—, ni a aquellos, que, además, dan buenos libros —lo cual sí encuentro relevante—. La razón es más simple: ocurre que en mi diccionario personal, aquel nombre tan fecundo en héroes y artistas (pienso en el ladero del hombre murciélago, en el colectivista de Sherwood, en el malogrado actor que podía interpretar con la misma aparente facilidad a histriónicos y patéticos) no hacía nunca referencia a una chica. Sospecho que confusiones similares no serán completamente ajenas a quienes nacen en una lengua en la que ciertos nombres no son tan comunes, o que cargan con la cruz del género inmutable (algo parecido me ha pasado con Andrea: de no haber sido por la oportuna fama de cierto Agassi, de cierto Bocelli, también en estos casos me habría ganado el desconcierto…).

El equívoco al que me refiero se extendió más de lo que es prudente confesar: si bien veía el nombre de Robin Myers aparecer a menudo, como una estrella fugaz, al pie de rutilantes poemas que amigos y conocidos compartían en sus redes, ninguna imagen o referencia personal del autor acompañaba estas intervenciones. Era casi como si alguien hubiese decidido envolver aquel nombre en un halo de misterio (y sobre el cual me daba cierta vergüenza inquirir). Sabía, sin embargo, algunas cosas: sabía que era estadounidense (pero que no vivía en su país); sabía que tenía un poema que hablaba de la nieve, y otro, bastante largo, acerca de un viaje. Yo, que raramente memorizo algo, más de una vez me sorprendí masticando, como en un credo: “This is you, if you turn back / This is you if you don’t come back”. Una tarde después del trabajo pasé por Gambito de Alfil, esa librería que hace cruz con la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y cuyo interior (afortunadamente) aún tolera el desorden, lo cual a su vez permite fortuitos descubrimientos. No había hurgado demasiado tiempo cuando la mancha de un pájaro negro llamó mi atención desde la cubierta de un librito que coronaba una de las pilas. Compré Tener, y hasta ahí llegó el misterio: Robin era una chica.

Dos años después de aquel descubrimiento, en mi vida había habido cambios. Por mencionar solo uno de ellos, ya no vivía yo en Buenos Aires. Sin embargo, una de mis editoriales favoritas de esa ciudad había decidido publicar mi primer libro, a cuyo lanzamiento, en ocasión de un viaje oportuno, tuve chance de asistir. El tiempo se despliega y anida de maneras extrañas y de tanto en tanto afortunadas: en ese mismo viaje, a pocas horas de subir al avión de vuelta a Barcelona, conocí en una mesa del café Los Galgos al extraordinario poeta Daniel Lipara (en realidad nos habíamos visto por primera vez en la presentación del mencionado libro, pero la de esa víspera fue nuestra primera conversación real). Hablamos, como es de esperar entre quienes ajustan el dial de una incipiente amistad, de autores que admirábamos, y entre ellos de Robin (de quien yo ya había leído todo lo que había caído en mis manos). Después de conversar un rato largo, amigos ya, Daniel y yo salimos a caminar por Corrientes en dirección al centro. Sé que era diez de diciembre, porque en Argentina teníamos presidente nuevo, y la gente (o gran parte de ella al menos) estaba contenta. Al llegar a la esquina de Carlos Pellegrini nos despedimos. Dos días después, previo paso por mi casa española estaba yo en Londres por motivos laborales. Los rituales de la alternancia electoral parecían no querer soltarme: mientras mirábamos por televisión, junto a amigos y colegas y con el auxilio y consuelo del alcohol, la mueca triunfal y engreída de Boris Johnson, apareció en mi bandeja de entrada un correo de Robin. Para mi total incredulidad, decía que le había gustado mi libro (que nuestro amigo en común Ezequiel Zaidenwerg, pieza clave de todo este asunto, le había hecho llegar), y que, con mi permiso, le gustaría traducirlo1.

En un artículo de 1926, Jorge Luis Borges distingue entre las que, en su opinión, son las dos grandes premisas que guían el oficio del traductor. Por un lado, la que él denomina romántica pondría su empeño en mantener una absoluta reverencia al texto original, sometiendo, como quien dice al papel carbónico del idioma cada uno de sus giros y detalles, mientras que la clásica abogaría por recrear, en la lengua de destino, no la sacrosanta relojería de un texto fuente, sino más bien algo similar a la experiencia que aquel concita en la de origen. En el primero de los casos, el rol de quien traduce casi que se restringe al de mero escriba, o al de una especie de médium, puesto que el texto original se presume inmejorable; en el segundo, quien se aboca a la tarea acaba por ofrecer algo nuevo al mundo, y en ocasiones felices supera aquello que se propone recrear. Resulta obvio señalar, a un siglo de aquel ensayo, que Borges consideraba la primera vía, si no errada en sus principios, sí inferior en sus resultados. Quien traduce —a lo mejor porque su oficio consiste en armar un rompecabezas cuyas piezas, se sabe, de antemano, nunca encajarán perfectamente— percibe que el de la lengua es antes un sistema de aproximaciones que uno de equivalencias. La conciencia de este hecho, que quizá deprimiría a un eventual seguidor de Benjamin, abre, para quien desee intentarlas, un sinnúmero de posibilidades. Traducir es, de una manera lateral y guiada (pero no por ello menos rotunda), escribir a secas.   

Cuando es una la traducida, a menudo encuentra inquietante la manera en que el propio texto es reconstruido en el seno de un sistema de referencias ajeno, transformándose en otra cosa que sin embargo no es del todo otra cosa, al punto que resulta difícil no preguntarse qué clase de ingeniería inversa dio como resultado ciertas decisiones y alentó determinados hallazgos. Cuando Robin me compartió el primer borrador de sus versiones de Ley de conservación y pude distinguir en ellas una musicalidad y un ritmo propios, diferentes y al mismo tiempo no irreconocibles, mi primera impresión fue la de estar leyendo una versión más precisa, acaso mejorada, de lo que yo misma había intentado. Por supuesto, en dicha impresión colaboraron una suma de razones: mi conocimiento —bastante limitado— del inglés, la novedad de formar parte de aquel proceso, la emoción (y la pueril vanidad también) de leer las versiones que alguien a quien admiro había hecho de mis poemas, etc. Más tarde, aquel primer deslumbramiento dio paso a la colaboración, y al entendimiento por mi parte de que, en ese ida y vuelta hecho de comentarios sobre el archivo de Word, de videollamadas, de correos y de revisiones, algo nuevo nacía al mundo.

De la manera en que Robin se aproxima a un texto, sobresale su rara habilidad para detectar, como en un espejo invertido, capas de significado que una misma no habría distinguido, y que ella, en su lectura, revela, ilumina y transforma. Este tipo de trabajo conjunto es capaz de generar un tipo particular de intimidad intelectual, y Robin posee el don de saber construir el espacio propicio para que esta se despliegue de la manera más fructífera posible. En este sentido, es difícil que semejante complicidad no devenga en algún tipo de amistad, puesto que esta requiere, al igual que la traducción, un trabajo conjunto de interpretación, de recreación y de respeto. ¿Sería raro afirmar que años más tarde, cuando conocí a Robin en persona, tuve la impresión de estar abrazando a una vieja amiga?

Alguien me dijo una vez (y la encuentro una opinión de lo más acertada) que traducir es menos un ejercicio que opera sobre la lengua fuente que sobre la que comúnmente se denomina propia o nativa.2 Para poner un ejemplo: un hablante del castellano que tradujera, pongamos, desde el ruso, enriquece no tanto su conocimiento de este último idioma como el del suyo propio, porque es allí donde irá a buscar, minuciosamente, la pepita del sentido que más se aproxima a aquello que el texto original expresaría de haber sido alumbrado en castellano. Tendemos a pensar que nuestra propia lengua dicta las reglas del proceso de traducción, pero esta idea seguramente sea una simplificación y, además, quizá, una inexacta. Orientar la más minuciosa de las atenciones hacia la propia lengua es tarea más difícil que hacerlo sobre una ajena, puesto que en esta última nuestro desconocimiento, por ser más evidente, invita a la precaución, mientras que, en la primera, debido quizá a su inmediatez y aparente transparencia, la materialidad de lo dicho se monta como una capa invisible sobre las cosas, y despegarla de ellas requiere un esfuerzo extra de curiosidad, de arrojo y de suspicacia. Si una concibe la traducción de este modo, no es de extrañar que los buenos poetas sean a menudo —como es el caso de Robin— también los mejores traductores.

 

Robin

The Law of Conservation de Mariana Spada,
traducido por Robin Myers, está disponible en Deep Vellum.

 

1 Es curioso lo que sucede con Robin, cuya poesía circula quizá más extensamente entre lectores de habla castellana —a menudo en las extraordinarias versiones de Ezequiel, a quien Myers a su vez traduce— que entre los de su propia lengua, donde parece ser reconocida sobre todo como traductora.
2 Esto, por supuesto, en el caso de que solo una de las dos lenguas entre las que el proceso de traducción se lleva a cabo pueda calificarse como “nativa” para quien la lleva a cabo. Sobran casos de traductores que poseen dos, tres, y más lenguas a las cuales cabría dicha definición. Por otra parte, la lengua de origen no es necesariamente aquella con la que es posible mantener una intimidad y un conocimiento más estrechos.

 

Foto: Robin Myers, traductora y poeta, por Nuria Lagarde.
  • Mariana Spada

Mariana Spada was born in Entre Ríos, Argentina. She studied Literature in Santa Fe (Argentina) and lived in Buenos Aires for about a decade before moving to Barcelona, Spain, where she currently resides.

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