Los finales son pérdidas,
cortes, marcas en un territorio;
trazan una frontera, dividen.
Esconden y escinden la experiencia.
Pero al mismo tiempo,
en nuestra convicción más íntima,
todo continúa.
Ricardo Piglia
Golpe de vista y mi propia silueta contra el azul, la tarde se degrada en el cielo. Iba a escribir sobre la velocidad, pero una obstinada bandada de estorninos escapando del invierno me distrajo o se convirtió en el texto y ya no hubo más que esa migración. Desde los dormideros hacia la siguiente temporada se dibuja una flecha y sobre mi cabeza se formula una tormenta, nombre con que el viento arrastra a la nieve. Los fenómenos climáticos me silencian. Golpe de vista al cielo y la tarde se clausura. El dorado cede. Las olas insisten en señalar ese límite donde la ciudad empieza y termina simultáneamente. El plumaje de los estorninos es bronce púrpura y yo, envuelta en un abrigo largo, sigo mirando cómo las nubes reducen la claridad del cielo. Estoy sola aquí. Se apagan las estrellas y ahora se encienden las ampolletas que cuelgan sobre los postes del muelle. El agua choca con insistencia contra los pilones de madera.
Hace diez años viajé a París. También era invierno, también estaba frente a un borde, también estaba sola cuando vi una escena que se quedó conmigo, que todavía está en mi memoria. Dos muchachos caminando juntos. Se alejaban del río y de mí. Imaginé que se habían conocido esa misma tarde, mientras uno iba tomando apuntes de su investigación en el metro. Ese se llamaría Aurelien, sería un estudiante de ciencias y traería entre sus manos un cuaderno. Golpe de vista al suelo. El otro se llamaría Maxime. El agua encuentra una forma de seguir su curso por entre las rocas. Estallidos subterráneos. Golpe de vista al abismo, pensamiento humano y cara de ángel. El vagón atravesaba un túnel, los rieles metálicos generaban una impresión sedante de continuidad. La orilla está pronunciándose, las olas son siempre las mismas. Aurelien cerró la tapa del cuaderno porque no quería que Maxime viera lo que estaba escrito ahí. Le había empezado a molestar la insistencia de su mirada, pero ese exceso de pasado en los ojos lo tranquilizó. Su tristeza nivelaba lo hermoso que era. Macizo, ancho y determinado. Parecía inofensivo. Tenía la piel cubierta de lo que antes habían sido espinillas. Maxime, sin dejar de mirarlo, le propuso que se bajaran e hizo un gesto con los dedos como dibujando un arco en el aire. Entonces, de súbito, Aurelien consideró abandonar el compromiso que tenía esa noche con su papá. Un rapto al exterior en medio de la concatenación de palabras y frases que no se estaban diciendo. Tucu-tún, tucu-tún. Dejaron atrás la estación y atravesaron el viento subterráneo, juntos.
Suspiro prolongado de extrañeza al salir a la calle. Ah, el agua empapa la superficie de las piedras, pero su centro permanece seco, oscuro, un misterio. Afuera lloviznaba y la vereda reflejaba la catedral invertida, el puente parecía rodeado de un halo de muerte. Era una noche gélida de diciembre. El río también estaba ahí. Atraído por ese espejo que se movía, Aurelien, que todavía tenía el cuaderno entre sus manos, se inclinó hacia la baranda y nuevo paréntesis. Los sistemas de suspensión están compuestos por un elemento flexible y otro de amortiguación que neutraliza las oscilaciones de lo suspendido. Igual que nosotros, dijo Maxime señalando a las dos figuras reflejadas que la superficie del agua distorsionaba. Qué frío, dijo Aurelien y volviéndose hacia el Sena pensó ¿Qué hago aquí? Nubarrones púrpuras despeinaban el horizonte sobre los techos de París. Se subió el cuello de la chaqueta. Esa noche de invierno él tenía una cita con su papá, pero el río, el río era un continuo iridiscente. Por ahí se había deslizado también la mirada de otros hombres que antes que ellos salieron a caminar de noche. El muchacho del cuaderno vio al otro botar el tabaco al suelo y manipular con poca destreza el papel. Le dieron ganas de enrolar a él, pero luego tuvo la impresión de que entre las palmas de ese chico se abría un portal. Golpe de vista al juego de hilos con los dedos que pasan de una figura a la siguiente: triángulo y poliedro. Nueva estructura suspendida. El pelo corto, claro y los ojos circulados por sombras profundas.
Puede ser, todo es raro. El clima, el silencio. No sabía cuánto tiempo dejar pasar antes de que se volviera incómodo. Aurelien pestañeó. Le extrañaba lo serio que era ese muchacho que tenía delante, lo determinado. Lo vio lanzar una bocanada a lo alto. Con los dedos fueron pasándose el cigarrillo, sus yemas prometían otro roce, mayor. Pasó un minuto y no se rieron. Golpe de vista al interior y pozo profundo. Piedras que no encuentran un final. No es que el muchacho del cuaderno quisiera hacer de la noche un drama, pero le resultó tranquilizador el abandono a las imposturas. Se estiró. Pasó otro minuto y diez. Maxime seguía quieto, entregado a contemplar el río. Aunque no supieran qué decirse, estaban cómodos con la novedad de ese silencio. El viento era gélido. Maxime tosió y le preguntó qué hacía. Aurelien le contó que investigaba los números de Haicheng. ¿Hai-qué? El único terremoto que se ha podido predecir en la historia.
Tenemos que ir a conocer ese lugar, dijo Maxime. Por primera vez en la noche el muchacho del cuaderno se rio, de puro entusiasmo. ¿A China?, preguntó en serio. Viaje a donde la luz no alcanza a tocar las huellas de la luz anterior. Fueron unas serpientes las que lo predijeron, las que primero supieron que ocurriría un desastre. Con el cigarro en la boca le dijo bueno, vamos. Vamos a China. Y le contó que más de dos mil personas murieron en ese terremoto. El muelle desde donde ahora veo atardecer y hacerse tarde (que no es lo mismo) parece ejercer algún tipo de resistencia a las olas. A mí la melancolía tampoco me dejaba avanzar. Estuve mucho tiempo quieta, sin moverme. Sobre el agua hay espuma reventando y figuras que desaparecen apenas terminan de formularse. Vamos a Haicheng, dijo el muchacho del cuaderno, el otro levantó las cejas y aspiró humo. ¿Serpientes? Miraron a puntos opuestos del cielo.
Pienso en una historia que se vaya borrando. Una posta de relevos en que cada frase reemplaza a la siguiente y al final sólo queda legible la última línea. A la tormenta que ahora se avecina sobre la ciudad en que vivo, la empuja una fuerza antigua. Golpe de vista al siglo en que los hombres tallaron las piedras de esa catedral junto al puente francés: ellos evitaban el vacío. En mi historia ocurriría lo contrario, los blancos perfilados por la caligrafía se irían acumulando hacia el final. Las rocas permanecen inalterables. Golpe de vista al puente, cara de ángel agotado y los dedos temblando. Hace demasiado frío, vámonos, dijo el muchacho del cuaderno. Filo de luz entre las nubes que ilumina repentinamente el cielo. Constante avance de ese avión que ignora la tormenta. Las olas insisten en derramarse sobre las piedras, se hace tarde. Pronostico un viaje a China, dijo Maxime riéndose. Al otro le gustó que su risa fuera así, terrible. Que su piel pareciera erosionada, que fuera aparentemente inmune al frío.
Los muelles son extensiones temporales del borde, los puentes son pausas y las olas son las mismas. Iba a escribir sobre lo simultáneo. Sobre las cosas dobles como los puentes o la orilla. Sobre lo que empieza y termina al mismo tiempo, pero el arrastre del viento rompe la lisura de la superficie y se genera el desplazamiento del agua. Iba a escribir sobre la semejanza, pero estos dos muchachos, tan hermosos y tan distintos. Los vi alejándose del Sena, diez años atrás. Los vi de espaldas, en sus abrigos. Me sentí tan sola cuando los perdí de vista. El resto es pura ficción. Ahora enfrento a la tormenta que estalla. Ahora sé que cuando se genera una ola las partículas de agua no retornan nunca al mismo punto donde estaban, sino que vuelven a otro, ligeramente distinto. Completamente desconocido.
Existe un cuaderno de tapa negra gastada por el roce, de cincuenta páginas empastadas manualmente, donde está registrado el viaje que dos franceses realizaron a Valparaíso para el cambio de milenio. En las primeras páginas se encuentran los dos boletos de avión (asientos económicos en la fila J con los nombres completos de Aurelien y Maxime), un mapa desplegable del puerto y algunas anotaciones breves. En la solapa está pegado el comprobante del retiro del equipaje: cada uno llevaba consigo una sola mochila.
Juan es un estudiante chileno que vive en Nueva York y ahora está buscando algo que leer en el octavo piso de la biblioteca de la universidad. Pasa su mirada por los anaqueles descartando el nombre de los autores latinoamericanos y los títulos de sus obras hasta que de pronto, siente como si una linterna se moviera dentro suyo y alumbrara algo que él no quiere ver. Con curiosidad repara en el único de todos los libros en la estantería que no está encuadernado con una cubierta plástica como el resto. Esa diferencia le parece una seña. Se acerca, pasa su dedo por el lomo negro y lo saca. Así el cuaderno de los franceses cae en manos de un aspirante a escritor, quien lo ojea y nota que sus páginas están completamente escritas a mano. En sus tapas no hay adherida una ficha bibliográfica ni un timbre que indique que ese cuaderno pertenece la colección de la biblioteca.
Alguien podría haberlo dejado ahí accidental o intencionalmente. Juan pasa su mano por los apuntes y rápidamente descubre que el cuaderno está escrito en francés, idioma que no sabe hablar pero que puede leer. También nota que le faltaban las últimas páginas. Entonces lo cierra, lo guarda en su mochila y sale al pasillo rogando que no vaya a tener escondido un sensor que se active cuando cruce las barreras de seguridad de la biblioteca.
Una vez en la calle recupera la respiración, saca el cuaderno de su mochila y piensa que hay dos formas de abordarlo: como un relato inconcluso o uno que todavía se está escribiendo. La distancia entre esas posibilidades es, a sus ojos, similar al vértigo que separa a un fenómeno climático del pronóstico que lo predice. Hace algunas horas, Juan leyó en AccuWeather que nevaría en Nueva York, pero ahora, al asomarse por la ventana del vagón del metro que cruza el puente de Williamsburg hacia Brooklyn, sólo descubre un inalterable cielo púrpura.
Que el clima se desentienda del presagio que hacen de él los meteorólogos es, para Juan, a la vez decepcionante y tranquilizador. Apoyado contra el vidrio se pregunta cómo se verá esa secuencia de fachadas que se extiende al otro lado del río, cuando la tormenta estalle y el barrio donde vive quede enmudecido por el blanco.
En la página once de la bitácora de viaje Juan se entera de que los franceses llegaron a Valparaíso el último domingo de 1999. También está escrito que lo primero que vieron al bajarse del terminal de buses fue una poza de sangre fresca en el pavimento. En un comienzo escribe Maxime y luego Aurelien. Aunque sus caligrafías son semejantes (a primera vista podría parecer que la bitácora fue escrita por una sola mano), con el paso de las páginas comienzan a aparecer distingos entre las observaciones de uno y otro. Maxime constató su encuentro con la poza de sangre con una frase sin adjetivos, mientras que Aurelien anotó que al verla sintió asco, luego miedo y después pensó en el cuerpo que la había perdido.
El manuscrito de la mano de Aurelien termina diciendo:
La muerte no me asusta. (La página lleva el número once, escrito con lápiz de tinta azul junto a la firma “A” en el borde inferior)
Maxime pensaba que la bitácora era una oportunidad de registrar el cambio de milenio, pero también lo que parecía ser el fin de su relación con Aurelien. Fue él quien insistió en llevar un registro del término. Para Aurelien, en cambio, el cuaderno era una distracción, un juego. Durante los días que pasaron en Valparaíso ambos depositaron ahí, alternadamente, apuntes y ocasionales dibujos sobre sus paseos. Con esas pistas Juan se armó una primera idea de ellos: qué miraban, qué preferían. Pero también hay (realizadas al margen) algunas notas sobre lo que no eran capaces de decirse. Esas entradas son chispazos.
La bitácora se sucede linealmente hasta que en la página cincuenta el registro termina abruptamente. El ensayo se interrumpe. El juego se acaba.
Al cuaderno le falta su cierre.
Al comenzar el nuevo milenio, los franceses dejaron de tomar apuntes.
O decidieron esconder esas páginas.
Lo cierto es que actualmente la bitácora es incapaz de narrar su propio final. O por lo menos eso cree Juan cuando ve los primeros copos arrastrados por el viento estrellarse contra el vidrio de la cocina.
Con la plata de una beca estatal Juan arrienda un pequeño departamento en el sexto piso de un viejo edificio de Williamsburg, frente a la estación de Marcy de la línea JMZ. Es un departamento de una pieza con dos ventanas desde las que se ven los neones de la Funeraria Ortiz y el principio del puente que lleva a Manhattan. Ese departamento es la casa de su soledad. Ahí come wantanes y arrollados primavera que compra por pocos dólares en un local de Havemeyer. Ahí fuma. Ahí revisa su horóscopo y el pronóstico del tiempo a diario. Ahí lee y relee las novelas de Z que se ha traído desde Chile y vuelve a ver películas noventeras en Netflix. Ahí se asoma a mirar las estrellas y a dibujar líneas imaginarias entre ellas. Pocas veces escribe. Es la primera vez que Juan ve nevar y no quiere que termine.
ARIES
Los vidrios están escarchados. La naturaleza existe aún si no la percibes. Cuando Mercurio cayó en tu casilla, tú caíste en cuenta de algo sobre tu propia forma de ser también, ¿qué es eso que te incomoda en el fondo? Este retroceso planetario propicia reflexiones sobre el movimiento y sobre las identidades ocultas. Mercurio se une al Sol en una alianza poderosa. En las resquebraduras del cielo, las furiosas locomotoras huyen. Mirar hacia dentro es como encender la luz en una pieza oscura, pero también es como encontrarse con algo insospechado en un lugar común.
Fragmento del libro Las olas son las mismas (Los Libros de la Mujer Rota, 2021; Paripé Books, 2022)