Mi infancia transcurrió en dos edificios
y en los grandes terrenos de una escuela
que ahora no se encuentra donde estaba.
De aquellas construcciones me quedan los retazos
que a veces aparecen en mis sueños,
camarotes aislados de su entorno marino.
Las casas eran ojos por los que escudriñamos la ciudad
antes de caminarla.
Mi infancia se fue por las ventanas,
balcones y azoteas, bajo un cielo
que asaltaba siempre con la duda
de por qué vivir ahí y no en otra parte
donde hubiera edificios parecidos.
Ir a la escuela era un desembarco
y volver a embarcar en otra nave
distinta de sus calles aledañas.
Allí había otros niños
que veían pasar por su ventana a la ciudad asilo.
Ella estaba allí fuera indiferente
tan imposible como aquellas ciudades
que perdieron los padres, los abuelos.
Pasear por ella y encarar su silencio
era un deseo secreto que nos alimentaba,
ya nunca el de ir más lejos.
Después de la comida ella nos dedicaba
un silencio de hombres detenidos
en distintos lugares de la calle;
mientras ellos miraban hacia arriba,
se marcharían los árboles, los postes y las casas.
A las seis de la tarde todo se reanimaba,
un río de sirvientas iba al pan.
Ellas nos conducían entre risas
porque eran vigiladas a distancia.
Nosotros no entendíamos, seguíamos sin pensar
el curso natural de aquellas venas.
El catalán
En mi infancia mis padres
lo fueron enterrando.
Sólo lo usaban para andar por casa.
Mi abuela en cambio,
vivía todo el día
apoyada en su lengua.
Su catalán también crecía allí,
en ese suelo árido
donde tuve dos nombres,
aquel con que mis padres me llamaron
y el de mi yo silvestre y marginal
en boca de mi abuela.
Ya no tengo ese idioma
ni ese nombre,
sólo el recuerdo del clima agreste
en que mi abuela hablaba.
Había un ruido excesivo
que me impedía saber
lo que mis padres
callaban al perderlo.
Pero yo aún escucho
su música huidiza,
me da lo necesario para ir tanteando
entre la oscuridad.
No puedo conformarme
como lo hacía mi abuela
imaginando que las palabras surgen
sólo para dar forma al pensamiento.
Necesito que me hagan tropezar,
que me fije en que no puedo ver así de golpe
y me obliguen a estar, a detenerme.
Mi hermano
Lo tenía que cuidar más que a mí misma.
Éramos tímidos como nuestra madre
que al sonreír desviaba la mirada
y parecía estar en otra parte.
Construíamos una barrera de silencio
para que casi nadie se acercara;
él sabía callarse y escuchar, guardarse muy adentro.
Yo únicamente imitaba el gesto
pero me era imposible salir de la extrañeza
de no poder ser niña,
de pensar que él me juzgaba al igual que mis padres
que nunca fueron niños por la guerra.
Nos recuerdo en el salón de música del kínder
muy asustados de llegar temprano y de muy lejos
cargando los abrigos y el almuerzo
como si de otro exilio se tratara,
como si esa escuela enorme fuera un tren
que quién sabe adónde iba a llevarnos.
Nunca nos enseñaron a ser niños
a mí y a mis hermanos,
mamá prácticamente no lo fue,
nunca jugó,
aunque de joven
hizo un poco de teatro.
Papá fue un niño dibujante
que vivía en el cine.
Por la guerra no supieron estar
con otros niños
y aunque nuestra niñez los divertía,
les provocaba asombro,
sólo podían hablarnos demasiado,
actuar ante nosotros en exceso.
Durante años su espectáculo
nos desplegó un mundo
que ellos mismos,
como exiliados que eran,
descubrían e inventaban también.
En nuestra adolescencia
sus amigos
y también los nuestros
venían a admirar
aquel ambiente extraño
como de compañía de teatro,
con abuela, muchacha
y a veces algún gato.
He andado a la deriva
cargando ese escenario,
tratando de mirar
su infausto desenlace
ya con cierta distancia
y no lo logro.
En él caminé por vez primera,
es el piso al fondo de estos pasos
que sigo dando un poco en el aire,
como habitando un sueño
del que nunca despierto por completo
Los dos abuelos
Para Ana
Al fin de la guerra civil española
los padres de mamá y papá
fueron a dar en Francia
a la playa de Argèles-sur-Mer,
un campo de concentración aquel entonces.
El de mamá salió de España como combatiente,
el de papá evacuando a la escuela de Ibiza
de la que era director.
Al final los dos, que no se conocían
por venir de lugares distintos
en Aragón y Cataluña,
estaban en la misma arena,
reducido su ser a ese desierto
que debió ser para muchos
el borde de ese mar.
Leo sobre la depresión
que acarreaba esa arena,
y cómo los antes divididos en corrientes
a los que reunió la adversidad,
trataron de paliarla con charlas y revistas,
circulando los libros que tenían.
Lo mismo sucedió en otros espacios
donde siguió su exilio.
Palabras y dibujos se volvieron hogares
hasta en medio del mar.
No conocí al abuelo paterno,
murió cuando papá tenía doce años,
pero quedó tan vivo en él
que dibujaba y describía
todas las películas que vio
como si fueran un refugio
y a ratos un hogar más verdadero.
Papá absorbió toda esa tristeza
de la arena sin fin
que debió ser el campo para su padre,
un hombre sensible y muy lector,
también sus ilusiones y su humor.
Papá oscilaba entre una tristeza absurda
y una alegría indescriptible,
el mundo era arena imposible de sembrar
y así nos enseñó a concebirlo.
Pero también quería al abuelo materno
a quien la arena del campo no lo afectó
de la misma manera
y no era melancólico, era agente viajero
y salía feliz a trabajar en México
en las peores épocas incluso.
Con él papá reía
porque ese abuelo lo conoció de niño
en Dominicana cuando aún tenía padre.
Su actitud vital lo liberaba,
de ese peso que él hijo de viuda
y solo sin su hermana tenía que cargar.
Selección de poemas tomados del catálogo de la exposición Sea of Shadows / Mar de sombras, editado por Mónica Jato y Marta Simó-Comas, que se realizó en el Instituto Cervantes (Manchester) del 14 de junio al 19 de julio de 2024.