Estoy oyendo música. Debussy usa la espuma del mar que muere en la arena, refluyendo y fluyendo. Bach es matemático. Mozart es lo divino impersonal. Chopin cuenta su vida más íntima. Schönberg, a través de su yo, llega al clásico yo de todo el mundo. Beethoven es la emulsión humana en tempestad que busca lo divino y solo lo alcanza en la muerte. Yo, que no pido música, solo llego al umbral de la palabra nueva. Sin valor para exponerla. Mi vocabulario es triste y a veces wagneriano-polifónico-paranoico. Escribo de manera muy sencilla y desnuda. Por eso hiere.
Clarice Lispector, Un soplo de vida (1978)
El verso popular
“Me parece algo muy razonable que se vea a un cantante popular como un poeta, que pueden ser Bob Dylan, Lou Reed, tantos otros”, dice la periodista y escritora argentina Andrea Álvarez Mujica cuando conversamos sobre el Premio Nobel de Literatura que se le otorgó en 2016 al compositor de Mr. Tambourine Man, Blowin’ in the wind y The times they are a-changin’. Tres años después de aquel galardón, el cantautor Chico Buarque, uno de los grandes representantes de la música popular brasileña (MPB), recibió el Premio Camões, considerado el galardón literario más importante en lengua portuguesa.
La autora de Horas de rock (2017, 2021) y Estelares: detrás de las canciones (2022) afirma, sin titubear, que fue un acierto haberle dado ese reconocimiento a un letrista, “primero porque se tomó en cuenta una voz más callejera, fuera de un lugar de cristal o de élite. También porque la letra de una canción puede ser una forma de poesía −aunque no necesariamente tiene que serlo; una canción puede funcionar bárbara con una letra que a lo mejor no anda sola como verso−. Si vamos a los orígenes de la poesía, probablemente gran parte haya sido por los cantores populares”.
Las rimas y los versos, el ritmo y unas cuantas metáforas, regocijarse en el lenguaje y aventurarse en el fraseo cadente para contar o para cantar… De eso se trata el juego: “Crear la estructura de una obra literaria como se estructura una pieza musical. Usar las canciones para construir un correlato e ir contando una historia. Los textos de un libro construyen un ritmo y tienen una musicalidad. Las palabras suenan, incluso en la lectura en silencio”, afirma el colombiano Octavio Escobar, ganador en 1997 del Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Cultura con el libro de cuentos De música ligera, cuyos relatos se convierten en brújula para recorrer la obra de artistas como Nino Bravo, Guns N’ Roses, Sandro de América y los Bee Gees.
Un mismo tempo
“Poder sintetizar en las cinco o seis líneas de un bolero,
todo lo que un bolero encierra es una verdadera proeza literaria”.
Gabriel García Márquez, 1985
“Yo mismo, más en serio que en broma, he dicho que Cien años de soledad es un vallenato de 400 páginas y que El amor en los tiempos del cólera es un bolero de 380”, le respondió el Nobel Gabriel García Márquez a Germán Borda en la sección “Gabo contesta”, de la revista Cambio en 1999, ante una pregunta que le hizo el compositor, escritor y crítico musical sobre El coronel no tiene quien le escriba (1961). En aquella novela, afirmaba Borda, “encuentro un tempo estático a lo largo de toda la obra”, e inquirió si se trataba de algo deliberado o, por el contrario, aquel registro había sido cosa casual. El cataquero discurrió sobre su profunda relación con la música y agregó que no solo El coronel “sino hasta el menos significante de mis párrafos está sometido a ese rigor armónico”.
La estructura de una obra literaria como la de una pieza musical. Escobar tradujo bien, y a su modo, el sentir de Gabo, que afirmó haber compuesto un vallenato, un género declarado patrimonio inmaterial de la humanidad en el que sobresalen letras que, según la Unesco, “interpretan el mundo a través de relatos en los que se combinan el realismo y la imaginación”. Cien años de soledad (1967) es obra fundamental del realismo mágico, ese que reivindicó lo fantasioso, la imaginación como forma legítima de conocer y explicar el mundo.
El vallenato, nacido en la costa norte de Colombia y amalgama de cantos de vaquería y de cautivos, danzas indígenas, poesía española e instrumentos de los tres orígenes. El realismo mágico, definido por García Márquez en El olor de la guayaba (1982) como mixtura de “la imaginación desbordada de los esclavos negros africanos con la de los nativos precolombinos (…), la fantasía de los andaluces y el culto de los gallegos por lo sobrenatural”, que es principio y precepto en el Caribe. Uno y otro, con vocación ineludible para contar historias.
La eterna banda sonora
Una forma de reinventar el mundo, dice la uruguaya Carolina Bello. Artes que le dan forma al tiempo, que tratan de contenerlo, darle sentido y recrear su paso, adjudicándole una lógica y una catarsis, expresa el colombiano Ricardo Silva Romero. Estímulo e influencia primaria que colma de claves estéticas la creación, señala el mexicano Antonio Ortuño. La banda sonora de la vida y el escenario donde transcurre el andar de los personajes de una historia, manifiesta la cubana Dainerys Machado. Así conciben algunos escritores y autoras latinoamericanas, en consonancia y perfecta rima, la relación esencial, inquebrantable, poderosa entre la música y la literatura.
Bello encuentra tres modos de esa hibridación casi alucinada entre la música y la literatura: como tema, motivo o acompañamiento incidental. “Desde tiempos inmemoriales la literatura y la música han sido esquemas de representación; en este sentido, como manifestación artística basada en ritmos y texturas, se han emparentado desde siempre. Muchas veces la literatura ha sido subsidiaria de planteos sonoros que la precedieron como mecanismo de representación y comprensión del mundo; otras, la música en la literatura ha operado como un motivo incluso de supervivencia en la lógica de los personajes”, dice la ganadora en 2016 del premio Gutenberg, otorgado por la Unión Europea y la editorial Fin de Siglo. El mejor ejemplo, dice, es El beso de la mujer araña (1976) del argentino Manuel Puig, “con la música inserta en la trama como mecanismo de salvación” (eso sin contar los tangos, los boleros y el fox-trot de Boquitas pintadas).
Álvarez Mujica coincide con Bello en eso de la música como una especie de armazón que se convierte en sustento y fibra:
Parece ser que cuando vos musicalizas una escena que no existe, de alguna forma esa escena empieza a tomar vida. La música que están escuchando los personajes o en general la música que eligen, que les gusta, que les da identidad, obviamente les da vida y los pone un poco a funcionar. La música es uno de esos elementos que agrega también volumen, información y movimiento a lo que está pasando… ¡sobre todo volumen!
Así, en La Armada Invencible (2022), Antonio Ortuño (ganador del Premio Bellas Artes de Cuento Hispanoamericano Nellie Campobello en 2018), narra con el heavy metal como trasfondo la historia de una banda de envejecidos músicos, “achacosos y frustrados”, que planean regresar a sus tiempos de gloria mientras buscan sobrevivir a una vida de adultez rutinaria. En su caso, “casi que cada libro de los que he publicado recientemente tiene su propio soundtrack: para la novela La fila india, Charly García, Luis Alberto Spinetta, Serú Girán, Sui Generis, Pescado Rabioso, cuplés de los que cantaba mi abuela, zarzuelas y música de la Guerra Civil española; para Olinka, el soul, Curtis Mayfield, Blixa Bargeld, música ambiental y experimental…”. Y entre tantos sonidos, el metal y el punk como “la música que me ha dado una identidad literaria”.
La autora de El resto del mundo rima (2021, Mapa de las lenguas) también plantea el caso inverso, donde “la música ha tomado de la literatura sus motivos o, directamente, ha convertido en canción textos literarios, sobre todo provenientes de la poesía, género inherentemente musical”. Es el caso de Un mundo sin gloria (2023) del uruguayo Garo Arakelián en el que, nos cuenta Bello, “varias canciones reelaboran crónicas periodísticas divulgadas en libros o en la prensa, creando un ‘non fiction disco’. Ya no se trata de convertir en canción un poema o un texto precedente, sino de reelaborarlo en otro código que, aún con su lirismo, mantiene una estructura narrativa”.
De la música como motivo, Álvarez Mujica encuentra los discos y las canciones inspiradas en libros como “La Biblia de Vox Dei, álbum fundacional del rock argentino y fundacional desde el libro que toma. En el rock argentino esto de los libros, los autores y la literatura inspirando a los músicos está bastante presente: en Fito Páez, en Spinetta con la cuestión de Artaud, que también es un disco tan trascendente y con el que quizás muchos adolescentes en su momento conocieron al autor francés”. El mismo “Flaco” reconoció que le dedicó ese álbum al autor de El Pesa-nervios (1927), sin tomar su obra como punto de partida, sino como respuesta −“insignificante tal vez”, le dijo a Eduardo Berti– al sufrimiento que implicaba leerlo.
Música que es complicidad
Para Silva Romero, elegido en 2006 por el Hay Festival como uno de los 39 escritores menores de 39 años más importantes de Latinoamérica, hay canciones populares con vocación de novelas, de poemas épicos, de relatos cortos, que son igual de estremecedoras que las mejores obras literarias. Ocurre así porque, como lo concibe Álvarez Mujica, hay artistas que andan “cronicando”, haciendo historias con letras “que tienen un significado para otros desde lo íntimo o desde un lado más social, siendo esa antena que está en conexión con lo que les pasa a los demás, que reciben un poco el sentimiento, el estado de ánimo de los otros y lo ponen en versos”.
El autor de Cómo perderlo todo (2018) aspira a que lo que escribe “suene y sea cierta clase de música; que estremezca, repare y acompañe como lo hace la música”. No por otra cosa intentó –sin éxito− hacer sus tesis de grado sobre Paul Simon, su “escritor favorito”. Entonces la hizo sobre otro Paul, este de apellido Auster, cuya obra le retiñó “esta vocación tan extraña como todas”, pues encuentra en ella “una unidad que relata un mundo y, en el proceso, supera la exclusividad de los géneros y sus lenguajes”.
Por su parte, Bello señala que en su obra la música ha estado presente “a modo de referencia intertextual que ancla el texto en determinado sentido; en personajes vinculados directamente con lo sonoro; como matriz de texturas para lograr la sonoridad de los textos o como excusa para hablar de la música y de los efectos que produce en la vida de los personajes y en el contexto en la que aparece”. Su libro Oktubre, un análisis novelado del disco del mismo nombre, de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, es una muestra de este trabajo. Fue escrito en el marco de la colección “Discos” (Estuario Editora), iniciativa del académico Gustavo Verdesio, con la que se buscó que diferentes escritores abordaran un álbum del rock rioplatense de su elección con la condición de que se hablara sobre todas las canciones.
“Creo que los artistas en general andamos buscando cómplices e inspiración y a veces las encontramos caminando por la calle, a veces en un libro, a veces en una canción”, dice Álvarez Mujica. Entonces aparece el uruguayo Ramiro Sanchiz con la ucronía y distopía de Un pianista de provincias (2022, Mapa de las lenguas) para hacernos caminar junto a un joven músico que recorre tierras desoladas interpretando las “Variaciones Goldberg” de Bach y lidiando con un anciano imitador de Michael Jackson, en una novela con “procedimientos, técnicas, estructuras musicales transferidas a la literatura”; o los “proyectos literarios basados por completo en referencias musicales, como es el caso de la obra de Alejo Carpentier, especialmente su novela corta El acoso, que tiene como fondo y pretexto la ‘Heroica’ de Beethoven, y uno casi que podría seguir la sinfonía a partir de lo que le sucede al personaje” que nos recuerda Dainerys Machado, escogida en 2021 por la revista Granta como una de las veinticinco narradoras en español menores de 35 años más destacadas en la literatura contemporánea.
Para el escritor, periodista y cineasta chileno Alberto Fuguet, una de las claves de Ciertos chicos (su regreso a la novela, después de siete años sin publicar en el género), fue su apuesta por la música: en la calle se pusieron afiches diseñados con estética de los años ochenta anunciando conciertos, se hicieron casetes falsos y se han creado playlist con las canciones (algunas de ellas desconocidas para el mismo autor). Han pasado casi treinta años desde que un editor censuró su idea de agregarle música a Por favor, rebobinar, “pero ahora que alguien diga que un libro parece un disco ya no es un insulto. De hecho, es la forma en que esta novela le está llegando a la gente”.
Cualquier lista es insuficiente. Miles son las versiones y visiones que la música y la literatura nos ofrecen del mundo. Millones son las sinfonías y los compases, las letras y los ritmos venidos de una novela universal, las obras que se han soñado y escrito mientras suena una canción que se venera, los párrafos compuestos para bailar o para dolerse. Mónica Ojeda nos entrega un festival de música retrofuturista en Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (2024). Julio Cortázar incorporó el jazz como esencia y rumbo en Rayuela (1963). Pablo Milanés creó sones que se nutrieron de la poesía de José Martí y Nicolás Guillén. Rubén Blades heredó unos “Ojos de perro azul” y Alex Turner de Arctic Monkeys encontró ideas vigorosas en el realismo mágico de Gabriel García Márquez. Con su nuevo tango Astor Piazolla musicalizó a Jorge Luis Borges y a Ernesto Sabato. Juan Villoro dedicó dos grandes páginas a la música de la contracultura mexicana y a Caifanes. Willie Colón heredó líneas de Clarice Lispector. Y Porque demasiado no es suficiente, Mariana Enriquez discurre, soberana, sobre Suede, Nick Cave, Manic Street Preachers, Iggy Pop, Radiohead y Low. Hoy repetimos, como el Andrés Caicedo de 1977, ¡Que viva la música!
Foto: Diane Picchiottino, Unsplash.