La oscuridad de la razón en el siglo XVII es el laberinto por el que transcurre la historia de El año en que nació el demonio (Seix Barral, 2023), la nueva novela del escritor peruano Santiago Roncagliolo, ganador del Premio Alfaguara en 2006.
Era una razón que trastocaba los límites entre lo sagrado y lo fantástico, que llevaba a creer que los mitos indígenas “se contagian a nuestros conocimientos y los deforman”, que promulgaba misales y catecismos mientras condenaba libros que “hacen daño al buen juicio”, y alimentaba la corrupción de los burócratas eclesiásticos y los intrigantes que servían al virrey de turno.
Con esta obra Roncagliolo recorre los pasajes de una historia en la que brujas, monjas y un alguacil de la Inquisición, Alonso Morales, buscan explicar el origen de un engendro nacido en un convento de la Ciudad de los Reyes en 1623. De santas a hechiceras, con la joven Rosa −quien, según se rumora, puede hablar con Dios y con el demonio−, esta novela traza con maestría los recovecos del pensamiento político y religioso de una época en la que el bien y el mal se superponían de manera artificiosa.
Juan Camilo Rincón: Usted inicialmente se propuso escribir una novela sobre brujas en el siglo XXI, pero el proceso de investigación con archivos lo llevó al XVII. ¿Ya había explorado esa época de la historia?
Santiago Roncagliolo: No, no tenía ni idea, ni ningún interés especial. También es verdad que hay un tema personal con mi abuelo, a quien está dedicada la novela al final. Él fue historiador y la gente decía que era un historiador conservador, pero eso no es muy exacto. Los conservadores quieren que las cosas se queden como están; mi abuelo quería retroceder al siglo XVIII, que le parecía mucho más lógico, comprensible y civilizado que el país en el que él había crecido, este lugar caótico, para adelante y para atrás, un desastre, un caos general. Él sentía que allí había un orden. Empecé a investigar en sus libros que son el mundo que él habitaba, mucho más cómodo que en el que vivía su cuerpo, y ver el mundo a través de sus ojos; eso también fue una motivación. Él no era precisamente de izquierdas y le parecía que interpretar era un acto marxista. Para él la historia estaba ahí puesta, era lo que había ocurrido y no había por qué estar repitiendo. Sus libros están llenos de detalles; él era una fiera en los archivos y encontraba oro en las vidas personales de la gente de ese tiempo y en el teatro; todo un gran capítulo de la novela ocurre en el teatro, que viene de un libro suyo, y a partir de ahí también empecé a encontrar este universo en el que todo lo mandaba Dios o lo mandaba el demonio, lleno de brujas, santos, flagelaciones, infiernos y paraísos. Me obsesioné habitando ese universo por lo que representaba el origen de lo que vivimos ahora, pero también por lo que era visualmente y lo fascinante que era contar algo ahí.
J.C.R.: Cuéntenos sobre el libro Las hijas de los conquistadores, una de sus fuentes de consulta.
S.R.: Es un libro de Luis Martín, que creo que fue jesuita. De ahí tomé mucho el retrato de este convento que en realidad es una república liberada. Este libro tiene momentos maravillosos como las cartas de un obispo que escribe a Roma diciendo que ya les ha dicho a las monjas de su convento que no pueden dormir de dos en dos, ¡y les he comprado colchones, y con sus colchones nuevos siguen durmiendo de dos en dos y no entienden nada! En muchos de estos conventos las mujeres podían ser lesbianas, o sexualmente activas, o escritoras o cantantes, y eran más libres que las mujeres de afuera. Muchos eran asaltados violentamente por el ejército para contener a estas monjas y su decadencia, esos escándalos. Pero también están las beatas como Santa Rosa que, a su manera, encuentran un camino para no ser esposas; son esposas de Dios, que era el principal camino.
J.C.R.: También son personajes que dicen mucho del espíritu de la época.
S.R.: Es que las beatas y las monjas de alguna manera oficial eran esposas de Dios, pero las beatas ya eran esposas que hablan directamente con Él y les dice qué cosas hacer y hacen milagros. A la vez era un camino muy cercano a la brujería porque, ¿cuál es la diferencia entre hablar con Dios y hablar con el demonio? ¿Cuál es la diferencia entre hacer un hechizo y hacer un milagro? Sin embargo, estas mujeres encuentran también una manera de ser incluso poderosas, admiradas y tener seguidores que las persigan. Cuando muere Santa Rosa de Lima las multitudes se arrojan sobre el cadáver para arrancarle partes y guardarlas como reliquias: una uña, un diente, un pelo. Ese era otro camino. Y luego había la rebelión; de ahí salen personajes como Mencia, Jerónima y la propia madre de Alonso, que también encuentra una manera de vivir, de tratar de sacar adelante a su hijo… es más retorcida, pero no deja de ser una manera de vivir y de sobrevivir en ese mundo.
J.C.R.: ¿Siempre pensó a Alonso Morales en primera persona?
S.R.: Sí. Para mí era muy importante que no fuese un tipo que piensa como alguien del siglo XXI, que no fuera un tipo en un decorado del siglo XVII. Había que entrar en la cabeza de él para que funcionase este proyecto, que el lector siguiese sus pensamientos y que a partir de ahí viese todo el mundo exterior; si no, iba a ser muy complicado meterte en esa manera de pensar. Él está investigando por qué ha venido el demonio, entonces para empezar necesitaba un montón de explicaciones dentro de su cabeza. Está además ese lenguaje que fue lo más difícil de construir y te ayuda a entrar en el siglo XVII. La primera versión sí fue rigurosa pero me di cuenta de que era ilegible. De todos modos, ya era por naturaleza ficticio porque, para empezar, él no contaría en un informe cómo es su propia vida. Si me ponía riguroso era imposible escribirla, entonces tuve que jugar con lo que sabía de ese lenguaje para crear uno que te convenciese de que ese es, pero que a la vez fuese entretenido y que los lectores no tuvieran que luchar contra cada página.
J.C.R.: Alguien decía que esta es una novela de los cuerpos y me hizo pensar cómo en esa época el cuerpo era un vehículo para muchas cosas: el sacrificio, la tortura en exhibición para aleccionar, los cuerpos libres de las monjas, el cuerpo espiritual para acceder a Dios…
S.R.: La religión católica odia el cuerpo, directamente; considera que lo que te acerca a Dios es el alma y lo que te aleja es el cuerpo, los apetitos. De hecho, una de las cosas que me impactaba es cómo una señal de bondad era flagelante: te flagelas y castigas, lastimas tu cuerpo para ser buena persona. Recuerdo alguna vez que me hice una herida jugando fútbol y mi abuela me dijo: ofrécele ese sufrimiento al Señor. Esto ha sobrevivido hasta hace muy poco en la religión católica, la idea de que tu cuerpo es malo y por lo tanto el dolor es bueno, porque castiga tu cuerpo. Rosa está constantemente destruyendo su cuerpo; se pasó toda la vida haciéndolo, clavándose cinturones de castidad con púas, metiendo las manos en cal viva porque su cuerpo podía atraer a los hombres, y por lo tanto era malo e impuro. Hoy en día gran parte de las luchas políticas son más bien para hacerte dueño de tu cuerpo. El aborto, la transexualidad, la mayor parte de las banderas progresistas defienden que hagas con tu cuerpo lo que quieras, lo que cada persona decida. Hoy en día, las brujas de esta novela son activistas políticas, son las que están delante de las marchas, no en el cadalso. Supongo que es un avance.
J.C.R.: ¿Cuál fue el desafío más grande en la escritura de esta novela?
S.R.: El lenguaje, que empecé trabajando de manera muy rigurosa para luego darme cuenta de que no había que usar el del siglo XVII; había que inventar un lenguaje que sonase lo suficientemente a siglo XVII y, sin embargo, no lo fuese en realidad; que dentro de esa música Alonso pudiese ir contando su propia sin cambiar el registro del informe. La principal dificultad no es que fuese un lenguaje muy complejo, sino todo lo contrario: es muy simple. Es una sociedad muy simple donde todo es binario: Dios es bueno, el diablo es malo y a partir de ahí las argumentaciones y los matices son pocos, pero no puedes mantener una novela con personajes tan chatos y con ideas tan chatas. Los personajes tenían que ser complejos; todos tienen cosas buenas y cosas terribles, pero todo esto tenía que funcionar dentro de este lenguaje que en apariencia es tan básico y notarial. Eso fue lo más difícil de tramar.
J.C.R.: ¿Cuál es su personaje favorito o cuál le costó más trabajo construir, por ejemplo?
S.R.: Las mujeres. Mencia, por ejemplo, que es terrible, prepotente y egotista; sin embargo es una heroína; ha liberado a esas mujeres del mundo exterior que es una cárcel mucho peor que el mundo del convento. Jerónima porque me gusta esta idea de que era real (también es del libro de Luis Martín). Las mujeres estaban muy liberadas dentro del convento, pero las negras seguían siendo negras; no había igualdad de razas y de orígenes. Sin embargo, una mujer de piel oscura podía llegar a monja si cantaba bien porque en el coro era donde se alzaban las voces de las monjas hacia Dios, y si esas voces eran hermosas, Dios las escucharía más. En efecto, hubo una monja Jerónima que era de piel oscura y a quien se le aceptó como monja porque cantaba. Y luego la propia Rosa, que todavía me resulta difícil decidir si es una psicótica, una bruja… es una santa, una mujer ambiciosa que ha encontrado su manera de hacerse poderosa. Creo que nunca lo sabremos y esa ambigüedad me fascina y me enamora de ella. Alonso traduce sobre todo mi propia sombra, mi propia incapacidad de comprender a estas mujeres, qué es lo que hay detrás de ellas, quizá porque siempre quieres pensar que son solo una cosa y al final son todas al mismo tiempo.
J.C.R.: Y además los personajes tienen muchos matices; no hay totalmente buenos o malos.
S.R.: Eso pasa mucho en mis libros: se invierten las cosas y el investigador termina por no ser muy diferente de los monstruos. Los monstruos terminan por no ser muy distintos del investigador. Me gusta la idea de la novela de género en que hay una investigación; me importa que sea una investigación personal del protagonista; que él encuentre algo de su propia vida y que esto le cambie la vida. Que no solo resuelva un caso externo, sino que no vuelva a ser el mismo y nosotros como lectores tampoco volvamos a ser los mismos. Yo creo que al final todo lo vemos sobre nosotros mismos. Si nos gusta un personaje es porque encarna cosas que también llevamos en nosotros.
J.C.R.: ¿Cuál fue el descubrimiento que más lo sorprendió en la exploración de los archivos?
S.R.: A nivel histórico, todo esto que cuento, pero lo que me sorprendía constantemente era cómo estas cosas aún se mantienen. La ciudad en la que ocurre la historia, que es este recinto amurallado donde viven los blancos, alejados de los que son de otros colores y otras clases, y mirar este barrio, o mi barrio en Lima, o América Latina que sigue llena de esas ciudades amuralladas. Lo de la culpa de las mujeres, la idea del inquisitorial, del castigo público y ahora es el alimento principal de las redes sociales, el juicio público, el linchamiento a quien no siga la pauta. Yo creo que hace 20 años éramos más modernos que ahora; hoy nos acercamos cada vez más al siglo XVII. La democracia (que había triunfado como idea, al menos en los 90) tiene un principio muy revolucionario que nunca se había aplicado en la historia: la idea de que si alguien es diferente a ti no es una mala persona, solo es otra persona con la que te pones de acuerdo para convivir. La crisis financiera, luego la pandemia, el agotamiento y después la corrupción… muchas cosas han ido haciendo a la gente dudar de la democracia como sistema, pero si no hay democracia lo que tenemos es lo que había en el siglo XVII: la tribu. Estos somos nosotros, y los que no, están equivocados y hay que castigarlos, cancelarlos, silenciarlos. Las redes sociales permiten formar tribus exprés en cinco minutos, doscientas mil personas que además te hacen sentir bueno porque emites tu juicio y si eres ingenioso tienes diez mil personas que te ponen un me gusta y te hacen sentir que tienes la razón; eres el inquisidor, eres el que tiene la razón sobre cómo debería ser la gente.