Para mi madre,
que rehízo el mundo para nosotras una y otra vez.
Esa noche mezclábamos Coca Cola con Sprite en vasos de rombos de cristal para imitar a los viejos, que tomaban whisky. Brindamos. Los primos y las primas chocamos los vasos y tomamos hasta el fondo, creando una borrachera imaginaria que nos hacía sentir burbujas en la nuca, como las cosquillas, que solo están en la mente. Eso decía, La Parienta, que también nos trajo un día un test para saber si éramos niños índigo.
¿Cómo le dices a tus abuelos?
- Abuelo/abuela
- Abuelita/abuelito
- Tito y tita
- Nono nona
Pero éramos niños peor que comunes. Nos lastimábamos la nariz por meternos los dedos y nos comíamos la mantequilla por cucharadas.
Esa noche había mucho whisky. También bailamos, solo las nenas, que adorábamos a Britney y a Selena por igual y habíamos aprendido a anudarnos la camiseta para mostrar el ombligo. Luego vino la lloradera. Aquí no hay cumbia sin dolor. Antes de la media noche, la abuela arrojó el whisky por la alcantarilla, gritando: ¡sois unos porfiados! Los tíos y el abuelo se enfuriaron, pero estaban tan chumados que tampoco pudieron hacer mucho.
En eso llegó La Parienta, se bajó de su Fiat punto rojo y dijo que era hora. ¿De qué? Nadie lo supo. Pero a La Parienta todos le hacíamos caso porque era estudiada y siempre prestaba dinero. A los chicos nos repartió luces de bengala y a los grandes les metió billetes en los bolsillos. En minutos nos tuvo a todos dentro de casa y nos contó cómo se iba a acabar todo.
Ha llegado el fin de los tiempos. Tranquilos, cariños míos. Yo me encargo de lo que queda.
***
Quién sabe hace cuánto tiempo fue eso. Era fin de año y mientras los vecinos saltaban la chamiza y las cenizas de sus monigotes de año viejo, nosotros mirábamos las chispas de las bengalas, con nuestro whisky de mentira y la aureola del fuego nos crecía por dentro, mientras La Parienta tapiaba las ventanas con periódicos amarillos y manchados y fundas de basura y apagó la música para siempre. Se detendrán todos los relojes, amores, calladitos y calladitas.
Aquella noche se terminó con el abuelo dormido en su poltrona y la abuela quitándole los ropajes y las pelucas a los santos y a las vírgenes. Cabecitas calvas. Cuerpos de tela, con manos talladas bellísimas. Sin partes pudendas. Como la abuela nos imaginaba a todas. Mi madre lloraba en su antiguo dormitorio mientras La Parienta afirmaba que habíamos sobrevivido al fin del mundo. Ya estará en la tierra el gran Rey de espanto, decía, antes, después Marte reinará con buena dicha. Y movía su cuerpo pequeño y cuadrado dentro de una bata negra por la casa como un fantasma chato.
El día llegó. Casi escuchamos cantar a las urracas. Aunque no pudimos ver nada. Ni a los perros comiendo los restos de la basura del fin del milenio, ni las cenizas de los viejos con máscaras medio quemadas de políticos, deportistas y famosos, porque con el día empezó para nosotros otra era: la era del Hombre Nuevo.
El Hombre Nuevo tiene un pelo que da envidia. Y trae la muerte. Así ha sido durante la eternidad. Cada guerra crea un solo hombre, que se esconde en las sombras como un salvador, pero luego se estropea. El Hombre Nuevo suele ser muy alto y se está matando de a poco en algún cuarto sin luz y cuando alguien entra ahí apenas siente las moscas que le acompañan y el hedor de Hombre Nuevo, que es como oler a dios mismo: una mezcla de shampoo barato y caca de borrego.
Primero murieron las plantas, sin luz natural. Solo sobrevivieron las begonias. Hoy en día las comemos, las machacamos por completo y tragamos una papilla verde que nos ayuda a criar lo que sea que llevamos dentro. Las paredes se llenaron de moho, La Parienta reemplazó las fundas y los periódicos por estacas y cuando nos dimos cuenta, ya estábamos haciendo pis y caca en bolsas que La Parienta hacía desaparecer. El cabello nos creció más abajo de la cintura y nos crecieron los pechos. Ahí fue cuando las cosas empezaron a torcerse. Hay que prepararse para salir al nuevo mundo, decía ella con su bata negra hecha jirones, que se rehusaba a quitarse. ¿Cuándo lo veremos? ¿Cuándo veremos el mundo?, le preguntábamos. Calladitas, nos decía, antes hay que crear vida. Como las coles y los nabos. Hay que rebrotar.
Así que aquí estamos criando al Hombre Nuevo, pero nuestros fetos no han sobrevivido porque es sabido que la unión entre parientes cercanos está destinada al fracaso. En esta familia se hereda un pelo sedoso y brillante, grueso y negrísimo; pero también la tendencia a sudar demasiado y a tener los nervios como paja chamuscada. Por las noches temblamos y tenemos pesadillas y cualquier sobresalto nos puede volver tarumbas.
Pero eso a nadie le importa.
Un día la Juli estuvo a punto de dar a luz y el vientre se le desinfló, soltó por abajo un polvo roñoso. Tampoco lloró porque estamos acostumbradas. No es nuestra culpa. Quién quiere tener al hijo de su padre, de su hermano, de su primo. No queremos salvar la especie. Ni siquiera sé si podría diferenciar una col de un nabo.
Hace tiempo que todas en esta casa alucinamos. La Parienta trata de impedirlo. Nos sumerge en tinas de agua tibia y entonces nos calcina las neuronas. Es por su bien, dice, calladitas. Shhh. Es como un electroshock casero. Permanecemos flotando en el agua, con todita la piel arrugada. Cuando activa la corriente emitimos entre todas un gemido largo y luego nuestros cuerpos se agarrotan y sé que más allá, aunque no las pueda ver, están las demás, la Juli, la Renata, la Maribí, la Catita, niñasmujeres contorsionadas con cabellos largos bellísimos, que serpentean como culebras viperinas.
No sabemos cómo salir del agua.
Lo peor es que tampoco nos estamos hundiendo.
Antes venía el gato a consolarnos. Billy, Billy, Billy. Cuando La Parienta nos sacaba envueltas en toallas, Billy nos lamía las piernas y se le erizaban los pelos por la electricidad. Pero a él no le importaba. Billy murió, de viejo o de pena o quién sabe y con todo calcinado por dentro, sus entrañas en ceniza. La Parienta no nos dejó ver su cuerpo. Nos dijo que amaneció tieso como un poste, que olía a orines y que tuvo que deshacerse de él. Por las noches solíamos meter a Billy a dormir entre nosotras, nos lamía la nariz si entraban ellos. Nos advertía. A veces creo que está encerrado en alguno de los cuartos de esta casa. Billy, Billy, Billy. Como mamá y el abuelo, que fueron los primeros en ser castigados. Querían revelarse y salir. Dijeron que afuera el mundo seguía como siempre, que creían haber escuchado cantar a las urracas. Calladitos, dijo La Parienta. Coles y nabos. Ahora gimen detrás de las puertas y por las noches las rasgan. La abuela solo calla y sigue con su vida. Viste y desviste santos y vírgenes. Les acaricia las manos y les reza plegarias purísimas. Luego nos mira y nos llama: sucias, perezosas, porfiadas. Los primos, los padres, los tíos viven, en cambio, a sus anchas. La Parienta nos obliga a darles de comer, como a grandes bebés gordos y una vez al mes alguno nos visita en los cuartos. No importa si gritamos o lloramos. Hace tiempo que preferimos el silencio. Nos dejamos hacer imaginando que todo el horror lo olvidaremos en las tinas de agua electrificada.
Anhelamos convertirnos en culebras de agua, en medusas y huir por el desagüe hasta llegar al mar que ya no recordamos cómo se ve, ni cómo suena. ¿Era como cascabeles?, pregunta siempre la Catita. Era como oír a la virgen meando, le digo. Y todas nos reímos.
Lo que me quita el sueño es que esta vez he sentido la patada. Estoy segura de que el Hombre Nuevo está en mí, en mi vientre. El feto se ha formado ya. Si mi vientre no se desinfla como el de la Juli, nacerá de mí un homúnculo destinado a acabar con todo. Cuando me ha pateado he sentido el horror, un piecito bien formado, musculoso y violento. No me patea para que sepa que está vivo, quiere salir de mí cuanto antes, me patea con odio hasta que me duelen las tripas.
La Parienta no puede enterarse jamás.
La Maribí me ayuda a fajarme cada día y parece que no estoy tan panzona. El tío el otro día me dijo que debería comer menos o mirándolo bien incluso ayunar un poco. Te fortalece el espíritu, también dijo. No pasa nada si engordas un poco, dijo, pero piensa en nosotros. No es bonito verte así, fofa, y pensar en lo otro.
La Parienta me miró feo.
La abuela dijo: te has puesto bienparqueadita, porfiada.
Da igual, La Parienta siempre nos mira mal. Si comemos mucho, si comemos poco, si somos unas ingratas, si es que no hemos parido ni un solo crío. Cuando dejamos de sangrar, los primeros meses, cuando algo empieza a crecernos dentro, nos acusa, porque cree que conspiramos con nuestra actitud de niñas malcriadas, cree que podemos impedir que los fetos crezcan. Cree que nuestro pensamiento infantil, mágico, todopoderoso puede más que la leche podrida que nos inyectan los hombres de esta familia. Líquido mugroso que nos preña y hace que nos veamos cada vez más viejitas. Si alguien llega a abrir esta casa verá unos cuantos bebés gigantes y gordos, con los cachetes sonrosados y un ejército de viejas serviles, pequeñas y arrugadas con barrigas huecas que han parido solo polvo y mal, sosteniendo esta humanidad inmunda. No han de culparnos, no hemos tenido más opción que someternos.
Cuando llega el Hombre Nuevo, el mundo se somete para luego hundirse bajo sus pies, hacer de sus huesos alfombra, de sus recuerdos ceniza calcinada en tinas de agua pura.
El Hombre Nuevo que llevo en el vientre no puede nacer.
A pesar de las tinas de electricidad, no he quedado del todo tonta. A la Catita le fue peor, desde hace unos meses es incapaz de decir su propio nombre y también le cuestan las palabras que empiezan con A. Mor, dice, maranto, marillo, raña, brázame con fuerza. Quién sabe cómo funcione la electricidad en nuestros cerebros, si calcinan vías completas, si queman pergaminos y libros enteros que hemos ido escribiendo en la más zopenca infancia, si nos borran recuerdos o solo la escritura de esos recuerdos en las paredes grises de nuestra masa cerebral y si algún día nos encontraremos imaginando otra vida que sea la nuestra, convertida en fantasía llena de mariposas cuyas alas se tornan ceniza con tan solo pestañear.
Me pregunto si hay algo que yo haya olvidado. A veces hago listas, de nombres, de frutas, de plantas del bosque alto, de plantas de bosque primigenio, de todo aquello que conocía cuando estaba fuera de esta casa. Creo que las listas están completas, cuando las leo, reconozco lo que he escrito. La que escribo ahora dice:
Bosque nublado:
- Flor de malva
- Niebla
- Riñón
- Liebre
- Llama
No he podido seguir escribiendo porque ha entrado La Parienta para una inspección. Lo hace cada tanto, ni siquiera sabría decir si pasan días o meses. El tiempo se ha convertido en unas rayitas en la pared de las cosas que importan: el cumpleaños de los varoncitos, la fiesta de Santo Domingo Savio, patrono de las preñadas. No se dice preñadas, grita La Parienta, no somos animales. Nosotros no tenemos fechas en la pared, más que la del último sangrado. Y La Parienta no nos deja verlas. Al principio llevábamos los cálculos. Teníamos nuestro propio sistema. Arañazos en las piernas, mechones de pelo que cortábamos en cada regla. Pero La Parienta se ha vuelto más lista con el tiempo. Además, padres, tíos, hermanos y primos entran más de lo que deberían a nuestros cuartos y a veces confundimos ese con el otro sangrado. Porque son bestias. Poco les importa rasgarnos. Tampoco les importa quiénes somos, a veces alguno me llama Juli o Maribí. Yo apago la luz, aunque les moleste, me tapo con las cobijas o me quito los lentes. Hace tanto que debía cambiarlos. Veo muy poco. Contornos de La Parienta. Sombras de hombres. Las manchas de los calzones que tenemos que lavar. De pequeña odiaba los lentes, sentía que era como tener una prótesis de ojos. Hoy agradezco perder la vista y a veces, por las noches, tomo un poquito del alcohol que tiene La Parienta para curar heridas.
Mi sueño ahora es vivir en las tinieblas.
Al pedirme que me quite la faja La Parienta se ha dado cuenta de lo que le he estado ocultando. Me ha azotado y yo no he gemido ni siquiera. Quiero que el dolor me llene al punto de llegar al Hombre Nuevo que llevo dentro, que lo contamine y siendo él pequeño no lo deje resistir. Pero sé que eso no pasará. Mi cuerpo lo quiere y no lo quiere. Mi cuerpo lo cuida y lo aborrece. Mi cuerpo a veces quiere vivir, correr por un bosque virgen y saltar en los charcos. Mi cuerpo quiere atrapar saltamontes y metérselos en el pupo y que salten hacia dentro y se multipliquen. Quiero ser capaz de huir de esta casa y tocar el bosque, quiero oler la hierba y escuchar a las urracas y vivir ahí en una cueva oscura, llena de pelos y gimiendo, oscura comiendo coles y nabos, nabos y coles.
No sé cuándo perdí el conocimiento, pero al despertar me dice la Catita que he roto aguas tan pronto como La Parienta me ha puesto la mano en el vientre. Brázame fuerte, dice, quí estoy.
Me levanto de la cama, hay sangre por todos lados.
No quiero preguntar si el bebé está muerto.
No quiero que me digan que el bebé está vivo.
Pero cuando menos espero escucho su llanto. La Parienta, con su vestido negro fantasmal, lo acuna por toda la casa. Los tíos, primos, padres, hermanos, miran al bebé como si tuviesen alma. ¡Qué rosadito!, dicen. ¡Se parece a vos!, gritan y se señalan unos a otros. Luego aplauden y abren botellas de cerveza que La Parienta ha guardado solo para este día.
Camino como puedo y voy hasta ellos. Miro al niño, que es en verdad rosadito y arrugado. Que es como los santos y las vírgenes de la abuela. Que huele a coles y nabos.
El Hombre Nuevo ha nacido de mí.
Con cuidado y en silencio voy a las tinas. La Parienta ni se fija. Está tan afanada con el bebé, tan contenta de haber traído un niño al fin del mundo, que ni siquiera nos ha dado el potaje verde por la mañana. Cuando entro en la tina siento que mi cuerpo se ensancha, el agua me llena, llena el hueco donde estuvo el feto, llena el útero lastimado y desinflado, llena mis ojos de agua nueva y ojalá enceguecedora. Sé que la manija para activar la electricidad está lejos, pero sé también que solo tengo que meter aquí el cable que le da potencia. Un solo toque y arderé. Tomo el cable y lo lanzo.
Un, dos, tres.
Cabeza quemada.
Huelo el bosque chamuscado. Escucho el crepitar del fuego por todas partes. Mariposas de ceniza. Cantan las urracas, ladran los perros, pero no sé en dónde están. Quizás están en todas partes. Oigo cascabeles. La virgen meando. Una puerta que se abre: ¡el nuevo mundo! A lo lejos, una vocecita me susurra guanta, brázame fuerte y un grito: ha de ser porfiada.