Nota del editor: Aquí reproducimos el prólogo, escrito por el mismo César Aira, de su traducción al castellano de la obra Cymbeline de William Shakespeare, publicada en el año 2000 por Grupo Editorial Norma como parte de la serie “Shakespeare por escritores”.
Aunque la cronología de las obras de Shakespeare es tan especulativa como todo lo demás en él, parece seguro que las piezas llamadas “romances” o “tales” vienen después de las grandes tragedias, y son las últimas que escribió. Son un pequeño grupo, enigmático por más de una razón: Cimbelino, Pericles, El cuento de invierno y La tempestad. La leyenda quiere que La tempestad haya sido la última, y es probable que Cimbelino fuera la primera (una fecha promedio entre todas las propuestas es 1609), y muestra las vacilaciones experimentales en un género nuevo, en manos de un autor maduro, quizás ya cansado y “de vuelta”.
Tal como lo practicó Shakespeare, este género tiene elementos de la novela griega de peripecias y del cuento popular. Su rasgo común es la reunión y el reconocimiento de padres, hijos, hermanos y esposos dados por muertos, a veces muchos años atrás. La época en que suceden es precristiana (en La tempestad el anacronismo alcanza la perfecta intemporalidad). Los dioses no desdeñan hacer una irrupción aparatosa en el escenario. La moral de los temas gira alrededor de la castidad, la acción avanza a fuerza de viajes, y el mar va tomando una importancia creciente en la serie. En los finales, reina la reconciliación. De hecho estas piezas son historias de reconciliación, y en ese carácter trascienden la clasificación en comedias y tragedias.
Es difícil imaginarse por qué Shakespeare empezó a escribir este tipo de obras en esta etapa de su carrera. La calidad y el brío de la invención descartan la hipótesis del agotamiento creativo. En realidad no deben de haber sido más fáciles de escribir, sino mucho más difíciles: su materia argumental, hecha de grandes distancias y largos años –necesarios unas y otros para que los niños perdidos lleguen a adultos y continentes enteros separen a los amantes– las hace especialmente inadecuadas para el tratamiento dramático; asimismo, los delicados movimientos psicológicos del reconocimiento, la culpa y el perdón son más novelescos que teatrales.
Es atendible, aunque dudosa como lo son siempre en Shakespeare los argumentos externos, la hipótesis de que su compañía haya necesitado en esa época piezas más adecuadas para un teatro cerrado, con público cortesano y una maquinaria de escena más perfecta (es atractivo pensar que los dioses aparecieron en sus obras sólo porque hubo al fin buenas maquinarias para moverlos; y que la aparición de los dioses arrastró el tipo de peripecias que hiciera necesaria su intervención).
Quizás la reconciliación basta para explicarlas biográficamente. Relacionada con ella, hay otra cosa que se advierte cuando se las lee con atención: que el final feliz, la recuperación de los muertos queridos, del amor, de la vida perdida por errores e imprudencias, no es un triunfo de la acción de los personajes sino que ya estaba decidida desde el principio por un ser poderoso y benévolo que lo inventó todo. El Júpiter de Cimbelino es un anticipo imperfecto de Próspero. Las pruebas que tuvieron que superar los personajes fueron sólo eso: pruebas, de las que ni siquiera tuvieron que salir aprobados. No era necesario que fueran constantes ni hábiles ni prudentes. Al contrario: la función de sus errores era provocar las deliciosas inquietudes de la ficción.
Ahí creo que está la característica definitiva de estas últimas obras, lo que las hace preciosas en el corpus shakesperiano: son teatro que se manifiesta como tal, artificios exquisitos que arrastran nuestra credulidad sólo para que una sabia sonrisa nos asegure al final: “no es la vida, es sólo teatro”.
La insólita complicación de Cimbelino podría provenir del manejo todavía inseguro de la temática novelesca. La obra tiene tres o cuatro hilos apenas ligados entre sí. Para empezar, y llenando los dos primeros actos, la apuesta por la castidad de la esposa. Proviene de una historia muy difundida; está en el Decamerón de Boccaccio, pero Shakespeare la tomó de otra fuente. Segundo, los príncipes perdidos, que es un tema folclórico. Tercero, la materia histórica (Cimbelino fue un rey contemporáneo de Augusto, y tuvo problemas tributarios con Roma); Shakespeare la tomó de su fuente habitual, las crónicas de Holinshead. Por último, está la trama familiar de la casa real: la reina, típica madrastra hechicera de los cuentos de hadas, su hijo poco favorecido, la princesa bella y víctima.
El entrelazamiento de estos hilos admite críticas como la de Nosworthy en el prólogo a su edición: “aventuras imposibles de gente irreal en ambientes promiscuos”. Pero eso es totalmente secundario. Tomárselo en serio sería confundir las premisas de Hamlet o Macbeth con las de una fantasía sobre el funcionamiento del teatro. Las complicaciones aquí están en función del desenlace que generan, y ahí sí, Cimbelino es única.
La maravillosa escena final, exhibición insuperable de virtuosismo dramático, es una sucesión en cascada de nada menos que veinticuatro desenlaces. Lo más admirable no es que nada quede sin resolver, sino que ningún malentendido se haya resuelto antes. Un autor “normal” no habría resistido a la tentación de ir ganando tiempo y disipar alguno de los errores –que son todos de tipo “punto ciego”, ignorancias parciales de uno o varios personajes–. Shakespeare los deja acumular en tal cantidad que sólo la aparición de Júpiter en su águila puede hacernos confiar, y reservando alguna duda, en que se resolverán.
Es la acción retrospectiva de esta gran escena final la que proyecta luz sobre el laberinto de la acción y la muestra como la ficción teatral que es, interacción de actores y espectadores. Con lo cual la reconciliación se efectúa no sólo entre los personajes, sino entre ellos y el público, y en general entre el arte y la vida.
Traduje la obra en prosa, con la vista fija en el significado y desentendiéndome por completo del tono o la modalidad del discurso poético. Más que eso, transpuse a la prosa, mediante perífrasis, todos los elementos poéticos del verso de Shakespeare: aliteraciones, alusiones, juegos de palabras y hasta metáforas. De ese modo no hubo necesidad de saltearse nada, ni proponer equivalencias idiomáticas que siempre me han parecido sospechosas. Este método puede hacer perder eficacia a los chistes y las obscenidades (que abundan), pero al menos quedaron todos en su lugar.