Tú, Daniel, en la cuna durmiendo. Mi mami y mi abuelita, en el sofá comiendo pepitas de marañón y tomando soda blanca. Yo estoy parado frente al televisor, “muévete que no eres de vidrio”, pero no quiero perderme ningún detalle del traje de la Miss Venezuela (rosado claro, con pétalos amplios que se abren en sus senos y terminan en sus mejillas fluorescentes. Rosada envidia, con gran escote, sin mostrar mucha pierna).
“Jota Jota, siéntate y cálmate”, me grita mi abuelita, y mi mami me tira una pepita que aterriza en mi cabeza. Sin despegar mis ojos de la pantalla les explico, “si la veneca gana sería la segunda vez en tres años. Un gran honor para la Latinoamérica de fines del siglo XX”. Mi abuelita incrementa el volumen de sus demandas, mientras que la brasileña destruye su oportunidad de ser la nueva reina del universo con sus lágrimas y respuesta sosa. “Jota Jota, tu abuela te está hablando”, me reclama mi mami, y la veneca responde una sandez a su pregunta final, “paz en el mundo” y la corona ya no regresa al sur. Más pepitas rebotan en mi cabeza, ahora acompañadas por las dos chancletas de mi abuelita, y yo rezo porque la canadiense ponga carita de ciervo perdido cuando le hagan la pregunta final.
Y por fin termina la batalla. El viejito tiene en su mano un papelito con el nombre de la ganadora. “Deja la bulla”, me ordena mi mami. Pero por más que quiera, no puedo. Solo quedan tres y si la venezolana gana, se me saldrá el corazón por la nariz. Ahora quedan dos y agarradita de la mano de la canadiense, con el cabello gordo de tanto spray, la cara brillante de tanto estrógeno, “ganó, ganó, ganó la venezolana”. Me cubro la cara con las dos manos para recibir mis lágrimas, “ella respondió muy bien. Paz en el mundo. Excelente respuesta. ‘Guapérrima’, la venezolana”, pero mi mami y mi abuelita ya no están viendo la coronación. Ellas siguen mis saltos por toda la sala y me piden que me calme, “oye, te dije que dejaras la ahuevazón”. Como mis gritos solo suben de volumen, “primero en 1979 y ahora en 1981”, ellas comienzan a arrugar la frente. Yo les quiero pedir que me acompañen, que celebren conmigo, pero de mi boca solo sale “esa mujer tiene piel de bebé. La dama de rosa le regala otra corona a Latinoamérica. Es la segunda vez en tres años”. Mi abuelita finalmente cae en la cuenta de que mis saltos van para largo, me deja de mirar y golpea con su ceño a mi mami. Mi mami no aguanta el golpe, se para del sillón, se pone su bata rosada, y sale corriendo al teléfono a llamar a mi papi.
Mi papi no vino a verme hasta la semana siguiente porque estaba muy ocupado con todas sus empresas, y su esposa no le había pasado el mensaje.
“Pal psiquiatra. Lo llevamos al mejor de Panamá. Que pa’ eso toy pagando un carajal en seguro médico americano, coño”, concluyó mi papi cuando escuchó pacientemente los gimoteos de mi abuelita y mi mami.
Mi mami no encontró un psiquiatra, sino tres.
“Nosotras trabajamos en equipo”, clarificaron a la vez las tres “no somos psiquiatras. Practicamos psicología con especialización en desarrollo infantil” antes de comenzar la retahíla de preguntas, silencios pesados y suspiros interminables. Aburridas de las evasivas de mi papi y de mi mami, las tres me sacaron del consultorio, sin mucha ceremonia, con poca consideración a las caras de angustia de mi mami, y me llevaron al final del pasillo donde nos esperaba un cuarto vacío, sin ventanas y con lámparas de bombillos azules.
En coro, “nos esperas aquí hasta que regresemos”, salen, cierran la puerta y las luces se apagan pero no hay oscuridad. Sin luz azul, una de las paredes se transforma en un vidrio que vive y muere de pared a piso y deja ver el cuarto de al lado. Paradito, veo entrar a las tres chifladas al otro lado del vidrio, cada una con una pila de libros, cuadernos y lápices.
Las tres me miran, hacen gestos con sus manos en señal de saludo y me percato de que una de ellas tiene esmalte de uñas azul manganeso, una tendencia que murió hace más de tres temporadas.
Se sientan en tres sillas de madera. Una al lado de la otra.
Me miran. Sonríen. Hablan entre sí. Toman notas.
Me miran. Hablan entre sí. Fruncen el ceño.
Me miran. Yo las miro, una de ellas tiene zapatos blancos de tacones, supongo que para aprovechar el veranito de agosto. Las otras dos se atreven a venir al trabajo en sandalias de tela con correas de plástico que cubren el empeine. La del esmalte azul manganeso consulta uno de sus libros, las otras dos hablan entre sí. Asienten. La de los tacones comienza a llorar. Las otras dos la calman con abrazos. Ella asiente y se seca las lágrimas.
Me miran.
Yo las miro y concluyo que las tres necesitan una botella maxi de acondicionador de cabello con parafina.
Las luces se prenden, la pared de vidrio desaparece y el silencio me lleva a concluir que la mujer profesional de los ochenta descuida su compromiso básico con la sociedad al dejar de leer sus revistas de modas y cuidado personal. La moda, buena apariencia y estilo no son cuestión de buen gusto; son el lubricante que facilita la constante y dura fricción social.
Paradito en una esquina, veo a las tres psiquiatras psicólogas en coro haciéndole más preguntas a mi mami, “¿y usted por qué lo deja ver telenovelas? Los niños no tienen otro recurso que modelar comportamiento”. Cuando la cara de piedra de mi mami las derrota, deciden atacar a mi papi, “¿y cuándo fue la última vez que lo llevó al parque a jugar fútbol? ¿Han ido a la playa? ¿Solo ustedes dos? ¿Qué tipo de películas ve con su hijo? ¿Alguna vez lo ha llevado a clases de judo? ¿De boxeo? ¿De natación? Los niños no tienen otro recurso que modelar comportamiento”. La cara de piedra ahora viene en duplicado y una de las chifladas concluye en tono de parlamento de novela mexicana de 1:00 de la tarde, “no sé cómo decirles esto. Su hijo no nació con esta condición. Ustedes se la crearon”. Mi papi lanza un par de alaridos a la ganga de filisteas sartoriales para luego arremeter en contra de mi mami, “¿de qué cantina sacaste a estos chistes de mujeres? Agarra al niño. Del resto me encargo yo”.
Con mi papi a cargo de la misión, Daniel, en menos de dos días comenzaron la pila de exámenes médicos que eventualmente arrojaría la respuesta letal. Doctores, doctoras, enfermeras y un brujo con diploma enmarcado colgado de la pared me examinaron órganos y líquidos que yo ignoraba existían dentro de mí. Le tomó a ese combo de exploradores más de dos meses descubrir que tengo una condición que disfruta tanto de su poder degenerativo que se tilda de síndrome y se cura solo a punta de pildoritas combinadas con niveles de voluntad inalcanzables.
Primero, los exámenes rutinarios: los ojos, los oídos y el corazón. El internista recomendó, “hombres con cuadros como este tienden a excitarse mucho. Una dosis de por vida de digoxina. Le calmará el corazón”. Luego la cosa se complicó un poco. Me llevaron a un ortopeda que practica sin idoneidad por ser alemán y es que en Panamá se necesitan doctores panameños para pacientes panameños. Él insinuó que yo tenía problemas de balance debido a un sistema auditivo muy poco desarrollado y eso explicaba ese movimiento perturbador de caderas. Mi papi pidió una dosis de algo, lo que sea, para que yo encontrase el balance, y el alemán demostró la sabiduría de las leyes panameñas y dijo que eso no tenía remedio. Una endocrinóloga con oficinas en avenida Perú me agujereó todo el cuerpo y concluyó que a pesar de que los exámenes no mostraban nada anormal, lo mío era hormonal. ¿Dosis? Pastillitas de cinc y sancocho de pescado diario. Una enfermera con cabello color banano pegó en mi cabeza, brazos y piernas decenas de cables blancos, amarillos y verdes. Parece que mi cerebelo y médula espinal no son el problema. El iridólogo me preguntó si mi orina salía blanca y yo no supe qué responder porque yo me siento para orinar y ¿para qué fijarse en lo que se comerá el mar? “Orina sentado”, repitió el iridólogo como cotorra, yo asentí y mi papi hundió la cabeza entre sus manos. “Nada fatal”, fue la diagnosis homeopática. “Nada que zumo de mango con una clara de huevo diario no podrá remediar”.
Finalmente mi pediatra llamó a mi papi y le dijo que sus colegas y él se habían reunido y llegado a una conclusión. “La condición médica de Juan José es el resultado de un conjunto de enfermedades. Es un síndrome que está atacando su cuerpo”, le explicó el doctor Santos a mi papi, que luego se lo explicó a mi mami, que luego le explicó a mi abuelita. Mi mami le explicó a mi abuelita que perderé la habilidad de controlar mi cuerpo y muy pronto comenzaré a experimentar altos niveles de depresión. Muy, pero muy pronto, sufriré de algo llamado promiscuidad, “desde chiquito con esos problemas. El doctor Santos no sabía ni qué diagnosticar. Ahora mira tu pa’ eso”.
Lo peor, Daniel, es que este combo de enfermedades me comerá el cerebro antes que los gusanos. Mi mente seguirá prendida, pero procesando la información como le dé la gana, “sin compás moral”. Seré como un Atari al que le insertan un cartucho de Pac Man y te muestra Space Invaders. Mi cartucho de “cosas que hacer después de la medianoche” dejará de funcionar y en vez de dormir, se me encenderá el botoncito de “deambular sin rumbo por calles hediondas”. Mis controles que me recuerdan “aquí no se orina” y “se traga sin pensar” se estancarán y en vez de derecha, haré izquierda. Parece ser que antes de que se acabe el juego, perderé el sonido y la capacidad de distinguir colores, pero sin perder el sentido del olfato que será el único cartucho que me avisará que me cagué en mis pantalones. Resulta que el ataque de este síndrome es tan devastador que “estudios gringos dicen que le restan 20 años de vida a quien lo padezca”.
Al final, nada de eso importa, hermano mío. Mis niveles de depresión serán tan altos, Daniel, tan agudos y dolorosos, que la unidad central de procesamiento del Atari me ordenará ejecutar la única solución lógica a mi condición y me volaré los sesos con una pistolita de Space Invaders.