Nota del editor: Nos complace publicar, en edición bilingüe, el ensayo ganador de nuestro segundo Concurso de Ensayos Literarios: “Anatomías imperceptibles” del escritor y académico mexicano Guillermo Jesús Fajardo Sotelo. Sobre el ensayo, el jurado del premio dijo lo siguiente:
“Anatomías imperceptibles”, del escritor y académico mexicano Guillermo Jesús Fajardo Sotelo, es un ensayo que, partiendo de una condición genética, desarrolla un penetrante discurso sobre la salud personal, las dimensiones de una extrañísima patología y sus vínculos con la creación literaria. Es un ensayo que muestra equilibrio entre lo confesional, la indagación intelectual, el aspecto clínico y los referentes literarios. Se trata, igualmente, de una pequeña épica de vida y de las preguntas sobre las exigencias del cuerpo, o como lo llama el propio Fajardo Sotelo: un “cuerpo anatómicamente desobediente”.
Sí: mi corazón palpita del lado derecho de mi cuerpo. Nací con una rara condición genética llamada situs inversus totalis: es decir, todos mis órganos cohabitan, como en un vecindario abigarrado, del otro lado del que deberían estar. Entre los términos médicos que me catalogan como rareza poseo –nuestros defectos también nos pertenecen– una dextrocardia y un soplo en el corazón, pues una de mis válvulas no funciona como debería, la tricúspide, para ser exactos. Nunca le he pedido explicaciones a la naturaleza, tampoco a la medicina: la primera me mostraría un concierto innombrable de fenómenos inexplicables, la segunda me diría que se debe a una mutación en los genes “ANKS3, NME7, NODAL, CCDC11, WDR16, MMP21, PKD1L1 y DNAH9”, y que ambos padres contribuyen al fenómeno.
A pesar de esta curiosa patología mi cuerpo funciona normalmente, quizá de milagro. Hace algunos años, sin embargo, me ocurrió algo que ahora llamo El Evento, suceso que, hasta la fecha, ninguno de mis cardiólogos ha podido explicar: una noche, mientras dormía, me levanté acalorado y con un fuerte mareo. Confundido, me di cuenta de que mi corazón estaba latiendo con furia, como si quisiese explotar, como si me estuviese reclamando –por primera vez– su posición en mi cuerpo, la extrañeza de verse desplazado a una geografía innatural, anatómicamente incorrecta. Como pude, alcancé la puerta y alerté a Erin, mi esposa, quien logró tranquilizarme. No tuvimos que hablarle al 911: así como aquello inició, también se fue. Siri Hustvedt, en su libro, La mujer temblorosa o la historia de mis nervios (Seix Barral, 2020), cuenta que mientras hablaba en público por la muerte de su padre, comenzó a temblar sin control. “Mis rodillas chocaban una contra otra. Temblaba como si fuera presa de un ataque epiléptico. Lo increíble era que no me afectaba la voz en absoluto. Hablaba como si siguiera impertérrita”. Esa experiencia lanzó a Hustvedt a escribir sobre su experiencia para entender qué fue lo que sucedió aquel día.
Creo que este intento, mínimo y superficial, parte de un impulso similar.
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Hace algunos años, antes de decidir irme a estudiar literatura a Estados Unidos, me uní a un taller de ensayo en la Ciudad de México. Fue ahí cuando por primera vez tuve ganas de escribir sobre mi cuerpo anatómicamente desobediente, aunque lo hice en tercera persona. Sin embargo, después de leer Examen de mi padre (Alfaguara, 2016) de Jorge Volpi se abalanzó sobre mí la necesidad de confesar esta aparente rareza que, sin embargo, no se ve, ni tampoco se siente. Al igual que los temblores de Hustvedt, yo tampoco supe –ni sé– qué fue lo que me sucedió aquella noche, durante El Evento. ¿Y si mi cuerpo reaccionó a una pesadilla inexplicable mientras dormía? ¿Y si es una premonición de lo que me espera en el futuro? ¿Y si dormía en una postura incorrecta? Hice una cita en el Departamento de Cardiología de la Universidad de Minnesota, donde estudiaba el doctorado. Le pregunté a la cardióloga si había sido un ataque al corazón. “No. Un ataque al corazón no desaparece de pronto”, me dijo. Me hicieron pruebas físicas, crearon un mapa entero de mi cuerpo, me prescribieron betabloqueadores, pero la explicación de lo que me sucedió aquella noche sigue envuelta en el misterio.
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Así lo relata Chavoret Jaruboon en El último verdugo (Maverick House, 2011), sus memorias como ejecutor para el gobierno de Tailandia. Jaruboon cuenta que una mujer, Ginggaew Lorsoungnern y otras seis personas, decidieron secuestrar al hijo de seis años de sus antiguos empleadores. Fue la propia Lorsoungnern la que tomó al niño después de la escuela y lo condujo a su escondite, donde sería resguardado hasta que se les entregara el dinero. Una vez que lo secuestraron, decidieron asesinarlo, pues sus padres no pudieron encontrar el lugar exacto para entregar el dinero del rescate. Los cómplices de Lorsoungnern lo apuñalaron y lo enterraron vivo. Las autoridades tailandesas pronto los encontraron y condenaron a tres de los conspiradores a la pena de muerte, incluyendo a Lorsoungnern. La mañana del 13 de enero de 1979, Lorsoungnern fue presentada ante un escuadrón de fusilamiento. Se desmayó varias veces, pidiendo clemencia. La amarraron para inmovilizarla y, con una pantalla blanca, se indicó dónde estaba su corazón. Diez balas atravesaron su cuerpo. El médico la declaró legalmente muerta. Fue transportada a la morgue y, mientras se ejecutaba al segundo condenado a muerte, Lorsoungnern despertó. Gritos desesperados salieron de la morgue. Pronto, las autoridades se dieron cuenta que Lorsoungnern todavía respiraba. Esta vez fue ella la que pidió la muerte. Se le volvió a atar en el lugar de fusilamiento. Quince balas fueron disparadas desde un subfusil HK MO5. Ahora sí pereció.
Después se descubriría que Lorsoungnern no murió la primera vez pues su corazón estaba del lado derecho.
Igual que el mío.
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Al igual que Jorge Volpi, yo también crecí rodeado de médicos. Quizá por ello me pregunté, durante buena parte de mi juventud, si yo debía estudiar medicina. La respuesta sobre esa vocación perdida vino un día de vacaciones de diciembre de hace muchos años, cuando mi tío me invitó a ver una pequeña intervención que le haría a mi madre para extraerle un lunar que tenía en la cara. Lo único que recuerdo es un vertiginoso hiladillo de sangre recorrer la mejilla de mi madre y un apurado y abultado algodón que absorbió su sangre. Me dio un fuerte mareo al ver aquello. Tuve, en ese momento, dos certezas: que yo no sería médico, pero que los admiraría para siempre. Mis favoritos son los internistas, pues me parecen los más cercanos al arte literario, ya que crean una narrativa a partir de síntomas que el paciente relata, creando una historia, es decir, un diagnóstico. Regreso a Volpi: “Vivimos en una época ‘sin corazón’. Con su obsesión por defender a los empresarios del demonio del estado, el neoliberalismo ha querido eliminar cualquier impulso solidario entre nosotros. Por cursi que suene el eslogan, el corazón está a la izquierda. Pero quizás me engaño”.
El escritor se engaña, porque el mío está a la derecha –literalmente– aunque esté más cargado a la izquierda –no sé si me explico–. Me horrorizan los extremos. Atrás queda aquella educación católica que en algún momento me tomé en serio, pero que perdí inevitablemente después de querer tener una animada conversación con Dios –y de que este, grosero, no me respondiera–.
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Un buen ensayista comparte intuiciones. Examen de mi padre y ensayos como La imaginación y el poder (1998), confirman que Jorge Volpi posee el pulso para usar la madeja y conectar, sutilmente, hebras diversas de geometrías imperceptibles. Al igual que mis órganos, la escritura de Volpi no se ve, sino que se palpa. Nadie podría adivinar lo que se esconde debajo de mi piel sin un estetoscopio o sin auscultar mis órganos –siempre me han parecido fascinantes los sonidos que es posible trasladar del cuerpo a la mano cuando los pediatras tocan, con ritmos huecos y entrometidos, la panza de los niños–.
En Volpi, resalta su capacidad para escribir sin ser visto: una aproximación a la escritura parecida al viento que mueve las copas de los árboles y alborota los sonidos naturales. En algún momento del libro, Volpi cita a Ambrosio Paré, aquel barbero-cirujano que revolucionó la práctica de la cirugía, especialmente porque introdujo la idea, revolucionaria en su tiempo, de que los pacientes no tenían que sentir dolor durante la misma. “Los monstruos –escribe Paré en el proemio de su libro– son cosas que aparecen fuera del curso de la Naturaleza (y son normalmente signos de una desventura por venir) como un niño que ha nacido con un brazo, otro que tendrá dos cabezas, y miembros adicionales en mayor o menor número a lo ordinario”. No tengo duda alguna de que Paré me hubiese considerado un monstruo, dado el carácter anatómicamente extraño que llevo dentro. Soy una anomalía, pero una que no se nota. Mis secretos no se ven, aunque estén a la vista de todos.
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A quien corresponda:
Vi a G por primera vez en febrero de 1992. Fue referido por su pediatra debido a su dextrocardia. Ninguna sintomatología cardiovascular estaba presente en aquel momento. Después de examinarlo, usando Roentgenografía en el tórax y el abdomen, así como Modo-M y ecocardiografía transtorácica Doppler, se concluyó que G tiene Transposición Congénitamente Corregida de las Grandes Arterias con Situs Inversus Totalis, con mesocardia (Situs Inversus Visceral y Atrial con Mesocardia, discordancia atrioventricular, discordancia ventriculoatrial, grandes arterías contiguas) y sin lesiones asociadas.
Leo esto de una carta que mi cardiólogo escribió el 27 de agosto de 2002 y que todavía tengo conmigo. Es mi salvoconducto para tener conversaciones interesantes.
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“La curiosidad intelectual sobre cualquier enfermedad que padezcamos surge, sin duda, del deseo de dominarla”, escribe Hustvedt. Yo no estoy, creo, clínicamente enfermo, aunque esté invadido por varias rarezas anatómicas. Algún día la válvula que no funciona tendrá que ser reemplazada por una artificial o por una de cerdo. No he decidido todavía cuál elegiré, una de tantas incógnitas que rodean a esta condición. La más obvia es la de por qué nací de esta forma. Los doctores hablan de genética. Mi madre, en cambio, está segura: dice que cuando estaba embarazada de mí, un día se electrocutó.
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Muchos escritores han sufrido de diversos malestares. El médico John J. Ross, en El temblor de Shakespeare y la tos de Orwell (St. Martin’s Griffin, 2014), al examinar diversas enfermedades que aquejaron a distintos escritores, dice que probablemente William Shakespeare sufrió de algún tipo de enfermedad de transmisión sexual. No solo sus obras están plagadas de referencias a la sífilis –que se cree que llegó a Europa en 1493 gracias a Cristóbal Colón– sino que la única condición médica verificable la encontramos en su escritura manuscrita, pues empezando a sus treinta seis años, Shakespeare empezó a temblar mientras escribía. Su firma pareció deteriorarse a lo largo de los años. De hecho, muchos “errores a la hora de leer las primeras ediciones de sus obras tardías, como Otelo, Hamlet, o Lear fueron resultado de un deterioro general en la escritura manuscrita de Shakespeare”, escribe. Ross cree que el dramaturgo sufrió de un progresivo envenenamiento por mercurio (usado para tratar a pacientes con sífilis). Uno de los síntomas es, precisamente, los temblores, los cuales explicarían el “empeoramiento gradual de la escritura manuscrita shakespeariana”.
Algunos escritores catapultan su obra a partir de sus desgracias y sus enfermedades. El poeta inglés John Milton compuso su Paraíso perdido después de múltiples derrotas vitales. Ciego, en quiebra, con la muerte de su primera y su segunda esposa y la muerte de dos de sus hijos a cuestas, y después de estar encarcelado en la Torre de Londres, Milton logra dictar Paraíso perdido (1667), pues para ese tiempo ya había perdido la vista. Dice Ross: “Sin las humillantes experiencias de la enfermedad, el fracaso, y la derrota, Milton jamás hubiese sentido la necesidad de justificar los derroteros de Dios ante los hombres”, en referencia a Paraíso perdido. La enfermedad nos acerca a la muerte como un péndulo que, oscilando entre sus extremos, fuerza al escritor a ver en la muerte el último de los compromisos: una obra memorable a cambio de una oscuridad perpetua. No todos los seres humanos tienen la dicha de aspirar a este pacto. Al escritor no le asusta la posibilidad de la muerte, sino el de la escritura desaprovechada.
¿Cuántas obras maestras jamás hubiesen sido escritas si compartiésemos con los dioses la ventura de la vida eterna?
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¿Qué le puede importar a la gente si tengo mi corazón del lado derecho y mis órganos como espejo si nadie los puede ver? Para los médicos, soy un caso de estudio, para el resto de la humanidad, un caso de locura momentánea: no creen que haya seres humanos como yo. Por eso conservo mi diagnóstico. He mentido, no deliberadamente, pues recién me acuerdo. Se dice –pues no me consta– que mi corazón está más bien cargado hacia el centro. También hacia el centro he intentado mantener mi salud y mis inclinaciones hacia el mundo. Me podrán decir que esto llevará, inevitablemente, a una vida aburrida. Quizá sea cierto, pero yo ya he tenido suficiente, pues mis extrañezas anatómicas no las elegí yo. Y también me doy cuenta de que poco a poco, mientras pasen los años, tendré que prestarle más atención a este corazón céntrico y algo deficiente. Quizá por ello me haya acercado a la literatura y sus silencios: para escuchar mis latidos con más frecuencia.
Lo que es cierto es que mis órganos seguirán siendo un misterio para la medicina. Este receptáculo que es mi cuerpo, sin embargo, no escapará ni a mi imaginación y ni a mis ficciones. Esa tinta que tendré que derramar en alguna narración inverosímil –gracias a mis órganos y su rebeldía anatómica– acechará constantemente mis músculos y mi carne, esta revolución permanente al interior de mí mismo, presente pero escondida, anómala pero funcional, callada como tormenta, siempre mía, ahora también de los demás.