Lydia en abril de 1953 fue encerrada en el país remoto de una clínica psiquiátrica y los blancos, amables amaneceres de su uniforme, no volvieron a ser vistos en la tienda de comestibles de Samuel. A Berta le llegó la prosperidad después de algunos años de alegre ajetreo al frente del restaurante, propiedad de ella y de Bernardo su marido. Como un versátil sofá cama que no tiene titubeos en materia de hospitalidad, el restaurante funcionaba, también, como pensión. Librada del trabajo, a Berta le dio por las mudanzas a casas lúgubres: ustedes pueden imaginar su última lúgubre casa. Se divirtió comprando para las diferentes casas, ostentosas vitrinas donde colocaba pulidas cucharitas de plata. Ahora que tenía dinero podía ofrecer mejor servicio. Pero las cucharitas permanecieron sin uso, como monjas en clausura.
La señora Olinda, próxima a los setenta, se vio obligada a cerrar “Odessa”, la zapatería que estuvo regentando cerca de medio siglo. Ya no había clientes que compraran zapatos como narices afiladas y tacones delgados como tallos de rosas. Alejada de la zapatería, descubrió en ella una tardía vocación religiosa. Empezó a encontrarse a gusto en la sinagoga y en los bazares de caridad. Sus labios (como en los juveniles tiempos de “Odessa”), continuaron cubiertos con el retazo palpitante de un terciopelo rojo muy vivo que, a ratos, cubría su sonrisa.
De Amelia oí decir que la abatió una enfermedad incurable que amelló su cuerpo, como a una espada que ve morir su caballero en el campo de batalla. Susana engordó al igual que una ciudad que se hace grande. En la actualidad vive, con la única compañía de su gordura, en un edificio de apartamentos de la ciudad de Miami, donde la mayoría de las inquilinas son ricas y maduras exiladas sentimentales: viudas originarias de Nueva York o de alguna villa centro o sur americanas.
En Miami se ha hecho adicta de las vitaminas naturales. Pero con alguna frecuencia, aún se la encuentra –de vuelta de Florida– con ocasión de las bodas y barmirzav de sus numerosos parientes. Los viajes, a veces fatigosos para cumplir a tiempo con los festejos de familia, le han hecho decir con quejumbre sardónica, en el drugstore que la surte con sus tan apreciadas vitaminas: “Todo el tiempo estoy montada en un avión. Anteayer, a causa del matrimonio de Raquelita en Nueva York. En junio, debido a las bodas de oro de Leah e Isaac en Caracas. Para el otoño, porque estoy invitada en Tel Aviv, a pasar el año nuevo con Ana Landau, que se ha quedado viuda ¡Cuánta pompa! No conozco nada que funcione con mayor similitud a un Ministerio de Relaciones Exteriores bien organizado, que una familia judía. Ya estoy a punto de tener el rango de embajadora. Sólo hay que esperar que a los gemelos Kafka les apresten a celebrar los trece años en la ciudad de Río de Janeiro”.
Lydia, Amelia, Berta, Olinda, Susana eran las amigas de papá. No se trataba de un flirteo concienzudo de parte de ninguna de ellas, tampoco un asunto de papá. Nunca hubo esposo más tierno, amoroso y conciliador que él. Mamá era una pequeña déspota ansiosa y protectora. Gracias al orden, obstinación y orgullo de su nostalgia –sobre todo a las valijas locas que pudo traerse en el barco– vivíamos en una lejana comarca de ficción que estuvo moviéndose con tal ruda errancia en el atlas, cual si en éste sólo hubiera cabida para aguas, aguas, mares tenebrosos, barcos de dimensiones gigantescas que transportaban poblaciones enteras como si fuesen ataúdes descomunales.
La ciudad que mi madre levantaba con tal esmero en nuestra casa nunca tenía sitio verdadero y establecido en el mapa. Tamaña injusticia me hizo incrédula frente a los diseños más hermosos de la geografía de la cual comencé a sospechar que era como una señora caprichosa, de ánimo sujeto a muchas variaciones. El paso de los años me afirmó en mi convicción de que es dama poco seria, casquivana, que cambia de fronteras al igual que si se tratara de hombres: de amantes de pocos días.
Papá era el dueño de una sorna suave, educada, que tomó la realidad con distraída clemencia. Por eso mismo no servía para estar, todo el tiempo, encerrado en la rigurosa comarca inventada por el sueño añorante de mamá.
Algunos sábados en la mañana (si la maestra daba buenos informes sobre mis estudios en el colegio, a través de la boleta que debía traer a casa), me llevaba consigo en un paseo breve, pero poco convencional por entre las estrechas calles del centro de la ciudad. Sospecho que el paseo, para papá, comenzaba mucho antes. Más de un viernes a las siete de la tarde, después de saludar a Dios y tomarse una copita de moscatel (el cuerpo con flux a rayas se había dispuesto como un mantel para recibir las copas), ágil, contento (con la jarra del corazón algo repleta de vino) corría para ver a su amada Lydia, a su desvalida Amelia, antes de que llegasen las ocho (la melancolía del universo) y cerraran los comercios.
Mamá planeaba simulaciones largas de actriz de compañía, con repertorios de comedia de tres actos. Cuando se aproximaban las festividades de “Hanuka” tenía lugar el primero. Pretextando colaborar con el club israelita, elaboraba una tarta a base de miel, nueces y pasas. El club, a ratos, conllevaba una suerte de casa de beneficencia algo bohemia, de hospicio cordial.
Los viernes, protegidos por la clemente música de los rezos, aparecían hombres con aspecto de no tener donde caerse muertos.
En el segundo acto las actrices cambian de vestimenta. Alivian los atajos de la intriga, colocándose lentejuelas, plumas por doquier, vaporosos modelos. Para hacer los honores al segundo acto, mamá se ponía su traje de falda y chaqueta de seda “imprimé” (así llamaban a las telas estampadas las sabihondas empleadas de “El gallo de oro”), con el firme propósito de dejar ella misma, colgada del brazo de papá en el club israelita, la deliciosa tarta confeccionada con primores de asesina inglesa. A colación sacaba el argumento de estirar las piernas de ama de casa (tullidas extremidades de esposa, sacrificadas como las de las sirenas en un mar que no ofrecía viajes a mundanas tierras de disfrute y de placer) para arribar, dignamente, a los fingimientos del tercer acto. Acompañando a papá en la corta travesía a las tiendas de sus amigas (mientras él efectuaba alguna insignificante compra), mamá acaso quería cerciorarse acerca de si esas visitas no eran una utilísima disculpa para acariciar con la mirada o la voz, con el roce enigmático del amor que no tiene patria en la cama, a Lydia o a Amelia, que detrás de sus seguros mostradores de vendedoras, en la dulzura del temprano anochecer, eran como remotas damas ocultas en los torreones de sus castos castillos.
Mamá admiraba y al mismo tiempo menospreciaba a Lydia. Las colinas de su displicencia tenían todos los tamaños, altos y bajos. Mamá, la pequeña déspota doméstica, a Lydia le envidiaba la habilidad inquietante en el despacho de los diversos pedidos de aceitunas negras, nueces, almendras y quesos de Maracay. El uniforme blanco, limpio de manchas maritales, que le deparaban emancipación, independencia.
Lydia era de baja estatura, un poco gruesa. El culo era la parte menos animada de su cuerpo. Pero parecía guardar pajaritos cantores bajo una barriga algo entrometida en el mundo. La imponencia del uniforme pretendía acallar los indiscretos pajaritos de cierta digestión algo atribulada. La cara, los ojos verdes, eran los de alguna artista de la época. Una Kay Francis, más baja y rechoncha (las rebajas del almacén de lujo llevadas a una autorizada expresión de cordialidad), feliz por poder asir a su cintura la blanca bandera de libertad del trabajo estable y seguro.
Kay, contenta de mirar la vida a través de los cristales untados de niebla amarilla de la mantequilla Kuppermidt. Pero papá hubiera hecho cualquier sacrificio para comprar las butacas necesarias (también las innecesarias) de haber sido Lydia, de verdad, la altiva Kay Francis, a quien los maridos de argumento regalaban alhajas divinas ocultas en el lustroso campanario de plata de la vianda de los desayunos, en rendido homenaje a la noche anterior, cuando entre las galas de la fiesta, los zorros de pieles corrían de un lado a otro de sus hombros, como los copos de nieve que el viento mueve entre las gárgolas en la techumbre de un palacio.
A papá le guiñaban los ojos de avispas de entusiasmo cuando miraba el remedo doméstico de Kay Francis. Lydia, como las otras señoras de las mañanas de los sábados, no hacía mucho caso de mí, una niñita flaca, pálida, de trenzas bien atadas al igual que cordoncillos de inhibidos zapatos de invierno, con traje rojo de lanilla escocesa a grandes cuadros y de huesos endebles como pasta dentífrica para los que prescribían frascos inmensos, rebosantes como un tanque lleno de agua, de calcio. La vida era una prisa. Para amarse había que correr como los andarines de los estadios. Ellas y papá contaban con esas pocas horas a la semana para poner en calor las chimeneas del azar, para encender los leños de ternura fogosa de un árbol no demasiado corpulento y duradero.
Yo, por Lydia, tenía simpatía y, quizá, algo de respetuosa piedad. Mamá comentaba con alevosía (con apoteósico desdén) que se trataba de «una mujer separada». ¿Qué diablos podía significar eso? Veía a la gordezuela Lydia agitando su uniforme entre el ir y venir de la tienda de Samuel, como un mar pletórico de vida y de olas blanquísimas. ¿Es que, acaso, lo de la separación era una enfermedad adulta, distinta a mi desmayada falta de calcio? ¿O es que así se la tildaba, de mujer separada, porque en su casa tenía un biombo chino detrás del cual se escondía para colocarse sin que la inquietaran los minutos y los segundos como en la tienda, unas poleas de lencería que accionaba para reducir el vasto aposento de su barriga?
La diestra operación, encoger o aflojar –minuciosamente– las cintas de una fatigosa faja eran como la de un capitán de barco en el momento en que iza o baja las velas del bergantín que le ha sido encomendado.
Papá, cargado de sus riquezas mediterráneas, de aceitunas negras relucientes cual botones de viuda, con uvas para dientes de hadas y la niña esmirriada al lado, como un trofeo poco agraciado de su matrimonio, entraba veinte o veinticinco minutos después a la tienduca de corbatas, medias y camisas para caballeros, de Amelia.
Ella lo recibía con palmoteos de alegría, con la melodramática gimnasia de unos brazos abiertos. La sonrisa de papá era un cordial acantilado de dientes luminosos. No recuerdo si Amelia estaba casada o lo decidió después. No tiene importancia. De todos modos, su corazón albergaba una extraordinaria comprensión y acceso al mundo masculino. La venta de camisas y corbatas de hombres la maduraron para tales facultades.
Algunas veces me sorprendía que la ansiedad en los saludos, ese bullicio íntimo de los encuentros entre Amelia y papá, dependieran de la visita banal, fortuita y sabatina, a la tienda de artículos para caballeros. Parecía injusto que la afectuosa vendedora no formase parte de los invitados a nuestras comidas familiares y que la evidente alegría que le deparaba la llegada de papá tuviesen marco y tiempo tan reducidos. Mis ojos de niña lo advertían: un mutuo regocijo quedaba circunscrito a una esmerada efusión que debía buscar apoyo en la astucia de los cariños rozados por la fría nieve de las montañas lejanas.
Amelia ponía empeño en lucir bien ataviada durante las horas que le dedicaba a la tienda. Pero las blusas de raso malva o azul, las faldas de lanilla gris, parecían envejecer rápidamente en su cuerpo. Sólo la encontraba encantadora, con el corpiño rumano de seda blanca, cuajada de alforzas y con acicalada profusión de cintas amarillas, azules, rojas y verdes. ¡Qué hermoso hubiera sido ver su entrada a casa, vestida con el corpiño rumano, para algún inocente ágape doméstico y con el leño de los ojos quemándose en oro de afecto, entre ramas verdes! Entonces el amor en Amelia, quizá, no se hubiera limitado al abrazo mordido por la similitud de la despedida, desde un tren en marcha hacia rutas remotas. En el éxtasis de estar en una proximidad a papá (distinto del horario escurridizo y heridor que, de pasada en la tienda, él le ofrecía sabatinamente), acaso, Amelia me hubiera dejado tirar de las multicolores cintas de su atavío, como si se tratara de la tramoya o telón de un teatro pequeño y fugitivo.
Berta tenía instalado su restaurante en una casa larga, una manzana más arriba que la tienda de Amelia. Las mesas estaban colocadas al fondo, en una zona algo empinada a la que se accedía subiendo tres o cuatro desnudos escalones, no protegidos por las fantasías de la escena. Pero, para mí, llegar a esa zona erguida de la casa, era como estar instalada en la sedosa colina de un teatro de cámara.
Siempre me quedó un sentimiento de frustración con relación a estas visitas a Berta. Papá y yo llegábamos en los momentos que estaban teniendo lugar los últimos preparativos para la comida del mediodía. En las mesas ya se habían colocado grandes platos rebosantes de ensalada de papa, remolacha, cebolla y tomates. Los trozos de lechuga eran verdaderos jardines.
Cuando papá se despedía de Berta, me parece que perdíamos la función, el entretenimiento: la presumible actividad de los actores, el sorpresivo instante de los comensales. “Hay que irse ya”. Papá miraba la vida en los celosos espejos del apresuramiento. A las doce y media en punto nos esperaba la tirana de mamá en el sitio del comedor, con la persiana en alto, reluciente de sol y una fuente repleta de ensalada de picadillos de huevo, papa y cebolla. Es así que, en ninguna ocasión, llegué a tropezarme con los comensales de Berta. Nunca comí en su establecimiento. Un restaurante era aventura prohibida: una magnitud de muy altas olas. Para aproximarse a aguas tan orgullosas, acaso, era necesario hacer una travesía que se tomaba todo el tiempo de la niñez.
En la parte baja de la casa estaban las habitaciones donde los huéspedes taciturnos encontraban cobijo. Berta tenía un marido delgado y simpático, con cuerpo de bailarín que sólo usaba para llamar a los actores a escena: golpes leves en las puertas para ofrecer analgésicos, llavines de calle, correspondencia procedente de comarcas remotas o difusos recados. De resto pasaba las horas en un rincón, la silla en difícil equilibrio contra la pared, detrás de las escaleras que conducían a las mesas, vigilante perezoso (a cuestas de su delgado cuerpo, el insomnio que florece en las casas de pensión y también en los teatros).
A veces dejaba rodar por las escaleras el periódico que había tenido entre las manos, mientras murmuraba con voz entrecortada:
¡Ay Leivale! ¡Leivale! Dios santo, el único entre nosotros que llegó tan alto y no han descansado hasta buscar el último rincón del mundo para matarlo.
Papá me apretaba fuerte, muy dulcemente de la mano, tratando de apaciguar con su sonrisa el infortunio del mundo. Pero una bruma muy triste nublaba la piedra triunfal de su dentadura.
Recuerdo que Bernardo, el marido de Berta, cogía una servilleta de alguna de las mesas y no era sudor lo que quitaba del rostro. Eran lágrimas frágiles y pequeñas como lápices de niño. Al igual que si él ya se hubiera servido de la ensalada, sin esperar compañía por parte de los comensales, su nuez de Adán se hinchaba desordenadamente. Como si las espinas de un pescado maléfico se le hubieran incrustado en la garganta.
En este restaurante suspendido como en el sueño de una alta terraza, las mesas venían cubiertas de un hule que, generalmente, se reserva para muebles de cocina. Yo estaba encantada con el cándido zoológico, las dalias escolares, el estampado de hule.
La pequeña déspota materna nunca supo lo que eran los materiales groseros sobre una mesa. Ahora lo comprendo: para ella prescindir de los manteles blancos almidonados, hubiera sido como renunciar a la nieve de su ciudad natal.
Las veces que se desplegaron manteles blancos en el restaurante de Berta, las huellas del crimen y de la sangre (la salsa de tomate Del Monte vertida por comensales negligentes), terminó por oscurecerlos. De todas maneras, la dueña del establecimiento nunca hubiera tenido la paciencia de hojear una revista femenina, para orientarse en el decorado del mobiliario.
Y fue Berta la del triunfo. Brincó sobre las mesas como un caballo de raza por encima de las vallas. No se detuvo en obstinadas delicadezas. A mamá la enfermedad la amortajaría –temprano– entre sus impolutos manteles de añoranzas.
Berta era ligeramente fornida y a su rostro asomaban los gestos de una mundanidad perspicaz y fiera. Los ojos los tenía vivarachos y fogosos. Era imposible que esas pupilas fueran víctimas de la miopía o de cualquier otro padecimiento visual. El carbón de lujuria de esa mirada hubiera hecho añicos el vidrio de los espejuelos ¡Violetas imperiales! Su pelo era un ensortijado bullicioso como el de Imperio Argentina o alguna otra cupletista. Regocijo de negros bucles.
El garbanzo tranquilo de un lunar, cocido a fuego lento sobre la piel y ubicado entre la nariz y el labio superior, anunciaba beligerantes noticias relativas a una boca grande y brutal que soltaba risas viriles e imprecaciones jocundas a modo de saludo.
A veces las risas corales, las insolencias guasonas parecían abandonar un cuerpo tan ocupado en vaivenes de menú, en coloquios con huéspedes poco atractivos, de dientes como una verja herrumbrada. Y, de verdad, que las broncas y fiestas de la altisonante garganta se iban a otro lugar más lejano y libre del cuerpo, se marchaban a los brazos. Las toscas travesuras de Berta recorrían sus propios miembros superiores hasta llegar a las manos, en un gesto de rozar (de abrazar) a papá. Sólo que ella, en breve plazo, debía volver a la cocina por más fuentes de comida, pronto habrían de llegar los comensales y el aceite y el vinagre se regarían, entre las mesas, como el incienso en las iglesias. A papá le esperaban los horarios perfectamente gubernamentales de la tirana del hogar.
Acaso porque iba de visitas a un restaurante donde no llegué a atisbar a ninguno de los señores que venían por los platos, comencé a tener sueños con un comensal que, en medio de los calores torrenciales del mediodía, entraba todo orondo, trajeado de esmoquin negro y con suavísimos zapatos de charol. Un hombre de espaldas corpulentas y de maneras galantes, de bigote y sienes encanecidas como el actor Arturo de Córdoba.
Hacía chasquear sus dedos al igual que un timbre de mando y les expresaba a Berta y a su marido:
“–¿Veis mi lujoso traje? Sírvanme. Pero, por el amor de Dios, no más ensalada de papa con remolacha. He triunfado. Es fiesta desde el amanecer. ¿Qué platos recomiendan para hoy? Que no falte el vino para todos. Para Leivale, nuestro infortunado hermano, también. A su memoria. ¿Después de todo, ah Berta, qué somos nosotros? Comercio y memoria. Un último favor: que venga el limpiabotas de la esquina a lustrarme los zapatos. Así se darán cuenta de que no me arrastro más por las cunetas y las calles. Quiero que todos adviertan que mis zapatos son de charol, de sala de fiesta”.
Berta y Bernardo aparecían rodeados de mesoneros en ropa tan almidonada, como miembros del ejército. En homenaje al cortés comensal, mi fantasía se trasladaba al gran salón del restaurante “París” con su comedor vasto como un camposanto. El elegante comensal elegía un plato de filet mignon.
Olinda en la zapatería “Odessa” permanecía de pie, anfitriona sin fiestas, atenta a la puerta y a las maniobras de la caja registradora. Su pelo era movido por una gorda nube dorada. Reinaba en la tienda con su gracia petulante y virtuosa, vestida con blusa de seda rematada con la excelente caligrafía de un lazo de ordenado primor, faldas patas de gallo o príncipe de Gales. Pero en la tez blanquísima, la boca pintada, inesperadamente, de un rojo descarado, era la de una mujer de atrevimientos. Capaz de emplear a fondo la noche como a una casa grande, algo desconocida, tupida de cortinones de terciopelo, rodeada de verjas doradas. Una mansión a la que era necesario domeñar, de la que había que adueñarse en plena juventud y vigor, cuando sobran fuerzas para la acometida y la decisión.
La rotunda déspota casera gimoteaba de despecho cuando veía llegar a su niñita con una bolsa que contenía los zapatos comprados en “Odessa”. También sollozaba de amargura, al notar que papá entraba con el paquete de aceitunas y mortadela, adquirido en el comercio donde Lydia despachaba o, con las medias compradas, apresuradamente, en el bazar de Amelia. Pero a mamá las visitas a «Odessa» le traían más fastidio.
Olinda, la encargada de “Odessa”, era una mujer lo suficientemente audaz como para haberse embarcado sola a América. Las clientes de la tienda (sobre todo en los días que hubo una subida en los precios) murmuraban: en La Habana dejó plantado al novio que, quizá, le habría comprado el pasaje del largo viaje. Allí se había dedicado a bailar la rumba y, entre baile y baile, conoció al zapatero ruso artífice de “Odessa”.
Pero ir donde Olinda era como aficionarse a una amante cara. Por lo que aparecieron los sábados en que papá me condujo hasta una zapatería con menos pretensiones, la de Susana, vecina al mercado.
Susana era voluminosa y grande, pero el énfasis en la nariz le ofrecía caminos ciertos a su figura. Ella misma, sin acudir a los dependientes (de rostros melancólicos y vestidos de telas oscuras, como en la celebración de un sepelio), se sentaba en un pequeño taburete para probarme los botines. Era generosa, complaciente y diestra. Sus rodillas, jugosas como naranjas recién traídas del campo, rozaban sin melindres las piernas de papá, mientras disimulaba una lucha ardua con mi calzado.
Pero yo creo que él prefería a Olinda, la del alto precio, junto a las palomas que encontraron un maíz perfecto bajo la lazada de una blusa de seda. Esas palomas que la noche de La Habana echó a volar sobre el cuerpo del artesano ruso.
Con el transcurso de los años –al parecer– me he convertido en Lydia, Berta, Olinda y Susana: en momentos de coquetería humillante, soy Amelia. Las fugitivas ilusiones de los sábados de su juventud, son hoy mis anhelos.
Un hombre afable y tímido, en rachas breves y afectuosas, corre de su marmóreo matrimonio a mi casa, azarosa como el naipe que un ciego elige. Y de mi casa casual, otra vez, al mármol frío e imponente de su domicilio conyugal donde, a la hora del aperitivo, se nutren de almendras coléricas.
Las corredurías de mi amante son tan rápidas y esforzadas para poder estar justamente a tiempo, de regreso al castillo tenebroso de sus bodas que, en la primavera, tropezó y tuvo, durante meses, el brazo derecho en cabestrillo. Otra vez –ya era invierno– se rompió el talón de Aquiles. Una escayola enemiga de la acción y de la aventura (montañas de nieve sobre el jardín, el parque vecino, los senderos amigos), lo tienen arrumbado en el fracasado asiento monárquico de una silla de ruedas.
Adoro en mi amante la exquisitez de sus modales, la excelsa higiene de su cuerpo rociado con agua de colonia Loëwe. Por lo demás, estas fracturas son parte de las costumbres de nuestro apasionado amor.
El volverá a mí, la próxima primavera, cargado de muletas (de valijas de invalidez), dispuesto a perder una u otra pierna, como en una guerra antigua. Porque nunca dejará de correr entre su matrimonio de edredones solitarios y el amor que le ofrecemos Lydia, Amelia, Berta, Olinda y Susana.
Madrid, 1989