Álvaro Enrigue (México, 1969) es uno de los escritores que más han destacado de la literatura mexicana contemporánea. Desde su primera novela, La muerte de un instalador (Joaquín Mortiz, 1996), se instaura como una de las voces más novedosas de su generación. Su obra novelística y ensayística tiene una clara relación con su vida intelectual y su tránsito entre México y Estados Unidos. Sus cuentos transitan entre los universos que crea la literatura y un yo que se encuentra con realidades concretas, pero difíciles de digerir como sucede en Hipotermia (Anagrama, 2006). Durante la última década, Enrigue ha publicado una serie de novelas, Muerte súbita (Anagrama, 2013), Ahora me rindo y eso es todo (Anagrama, 2018) y Tu sueño imperios han sido (Anagrama, 2022), que de una manera tangencial han cuestionado los problemas de la identidad y la nacionalidad, pero que, sobre todo, han dialogado con la literatura mundial de los siglos XX y XXI.
Rodrigo Figueroa: Tu sueño imperios han sido es una novela que nos presenta una visión alterna de la historia, de un momento crucial para la formación de México. ¿Por qué es tan importante que la ficción produzca esta posibilidad en particular?
Álvaro Enrigue: Es un juego. La ficción, la literatura —si mis libros arañaran ese cielo—, es siempre un juego. Un juego guiado por preocupaciones políticas e inserto en una tradición, pero un juego al fin. Y un elemento fundamental en todos los juegos es el deseo. Quien juega acuerda que se sustituyan temporalmente las jerarquías y demandas de productividad que regulan nuestras vidas con otro sistema de reglas y posiciones que permiten imaginar un orden distinto de las cosas del mundo. Eso hace importante a la literatura. Lo siguiente es un lugar común, pero también es cierto: no hay nada más serio que un juego aunque nos muramos de risa jugándolo. La idea de sacudir la historia mediante la ficción para proponer una mirada distinta sobre el presente pasa fundamentalmente por el deseo. Si al echar la moneda del enfrentamiento de Moctezuma y Cortés cae águila y no sol, a lo mejor es posible ver con ojos nuevos alguno o varios de los problemas que nos parecen insoportables en la realidad presente. Imagínate qué delicia, un mundo en que Europa se hubiera quedado en Europa –nomás colonizándose y dándose leña a sí misma y extrayendo como si no hubiera mañana sólo en sus Cárpatos y sus Pirineos. Habría problemas igual de insoportables —en América también se colonizaba y daba leña, por supuesto—, pero a lo mejor el mundo en que vivimos, y que se nos está acabando, estaría un poco mejor. Las sociedades americanas tuvieron una preocupación por la igualdad que las europeas no registraron hasta el siglo XVIII —y de todos modos no hicieron nada por resolverla hasta el XX, por ejemplo—; seguro que habría racismo, pero no sería el argumento único para definir quién tiene acceso a un mayor desarrollo personal y quién no; las preocupaciones ambientales que empezamos a tener en los años setenta del siglo pasado eran parte fundamental de la toma de decisiones políticas diarias en América antes de la invasión europea, y así. Tu sueño es una meditación política —seria y serena— sobre el mundo del primer contacto, pero también es un juego. Cada quien lee como quiere, pero te puedo decir que yo escribí pensando en una ópera bufa sobre la ridiculez de los valores occidentales cuando se les mira fuera de contexto, en una comedia de errores, en otro capítulo de la batalla mítica entre punks y rockers, en la que por fin ganaran los punks.
R.F.: Gerónimo de Aguilar y Jazmín Caldera son dos personajes que se debaten entre dos mundos, mostrando que éstos no son tan distintos como se nos hace creer. ¿Cómo funcionan en la novela estos personajes y en qué se diferencian?
Á.E.: Me imagino que hablar con el novelista mata a la novela. Caldera y Aguilar son personajes, pero también son funciones. Jazmín tiene una sensibilidad amplia y cultivada; es un renacentista víctima avant la lettre de las ambigüedades y nostalgias del temperamento moderno. Y la semilla de otra forma de ver al mundo con la que una persona más o menos ilustrada y más o menos progresista se puede identificar. Sus desavenencias con el proyecto de Cortés y Alvarado son lascasianas, mariategiuistas, neozapatistas, como quieras llamarles. Puede ver cosas que los demás españoles no pueden ver y no le gusta la idea de que la prodigiosa ciudad flotante de los tenochcas se vaya a la mierda para satisfacer las ambiciones confusas del bruto de Cortés. Todo siempre dentro del juego de reglas que propone esta novela: el Cortés histórico era un criminal de guerra, pero no tenía un pelo de tonto y, de hecho, siempre lamentó la destrucción de Tenochtitlan de la que fue responsable. En la cuarta carta a Carlos I, argumenta que si continúa el extermino de naturales y la demolición de comunidades, el proyecto de constituir Nueva España como un reino productivo es inviable. Su preocupación es sólo extractiva, pero transparenta la ansiedad de la que también partió el pensamiento de Las Casas. Aguilar es el traductor, traduce palabras, pero también media entre las culturas —incluida la nuestra, que ve de modos distintos a como veían los europeos y los americanos de 1519—. Traduce para los españoles, pero también para los lectores. Además él, particularmente, tiene una función estética importante para mí: es un infiltrado que vive en la raja entre los dos mundos, un chamán, un punk entre los rockers. Con Cuauhtémoc, es el personaje que más le debe a los millares de comics que leí de chico porque tenía problemas respiratorios tremendos, faltaba mucho a la escuela y mis padres salían a trabajar desde temprano. Mi madre era laboratorista en un hospital público, no se podía quedar en casa a darle tecitos a un chamaco con dolor de oído; mi padre era empleado público también. Me quedaba en el departamento de la colonia Nápoles en que vivíamos, monitoreado por una vecina y en la insuperable compañía de pilas de historietas.
R.F.: Atotoxtli le da la oportunidad a Malinalli de cambiar de bando, a esta figura tan vilipendiada de la historia mexicana, pero ella la rechaza. ¿Cuál es la importancia de estas dos mujeres en la novela, dado que alcanzan una cercanía amistosa, pero parece que sus destinos se van a dividir en el futuro?
Á.E.: Mis hijos mayores son unos cabrones. Yo le pongo ganas, pero al final soy un criollo cincuentón educado en el período más rancio del nacionalismo revolucionario mexicano. Ellos son naturalmente progresistas y los escucho con atención. Cuando estaba escribiendo, el Dy me hizo examen. ¿Hay mujeres fuertes? Le respondí que, aunque la novela tiene a Cortés y Moctezuma, Malinalli y Atotoxtli son mucho más importantes que ellos. Ah, dijo, pero son esposas. Así era, le respondí. Dejó caer un Mmmmm e insistió: ¿Así era? Y después de una pausa tan inquisitiva como humillante: ¿Y siquiera hablan entre ellas? Sin saberlo, él propició la pieza clave para la resolución del relato. Yendo hacia atrás en el manuscrito y estableciendo las condiciones para que Mallinali y Atotoxtli fueran verdaderas agentes del relato más allá de la voluntad de sus parejas, entendí cómo debía resolverse. Dicho esto, el tema del vilipendio de Malinalli da para horas de conversación. Sólo señalar que me parece que ya la leemos de otro modo. En su momento no había “ellos” y “nosotros”. No trabajaba para los colonizadores europeos porque no era ni siquiera concebible —para tirios ni troyanos— que América entera se convertiría en una colonia, que los hijos de los altivos macehuales tenochcas iban a morirse siendo esclavos de facto. Los españoles inicialmente pensaban en anexar un reino —que es muy distinto a explotar una colonia— y los mexicas querían evitar ser tributarios de Tlaxcala, que encabezaba el enorme ejército multinacional del que los españoles eran una parte bien armada, pero minoritaria. Malinalli era nahua –hablaba maya porque había sido esclava en la corte de un rey del sur. No era ni mexica ni tlaxcalteca. No se jugaba más que el bienestar de su descendencia en esa guerra. Hizo su trabajo y vio por la victoria del grupo que le convenía que ganara, que eran los tlaxcaltecas. No traicionó a los indígenas: ni siquiera había una palabra para “indígena” en nahua. Después de la caída de Tenochtitlan, cuando se vio que el modelo de desarrollo europeo era completamente diferente y mucho más cruel con la gente del continente de lo que fueron nunca los mexicas o los señores mayas, se acuñó el término nahua “nosotros-los-de-acá” para definir a los americanos, pero en ese momento los españoles eran para ella sólo guerreros de otro altépetl —uno al otro lado del mar—, que valoraban su conocimiento como una persona multilingüe.
R.F.: En la carta a la editora que se incluye al principio de la novela, mencionas que para alguien que nació y creció en la Ciudad de México las culturas nahuas pueden ser tan exóticas como para alguien que no es de ahí. Si bien la novela presenta una historia alternativa, se puede ver un intento a lo largo del texto de pintarles a los lectores una sociedad tenochca sumamente compleja y con intrigas políticas embrolladas. ¿Puede el proceso de ficcionalización desmitificar esta sociedad o agrega otra capa al mito?
Á.E.: La intimidante sofisticación de la cultura mexica está clara desde las Décadas de Pedro Martir de Anglería, que fue el primer europeo que escribió sobre México desde Europa —admirado por los cautivos y el tesoro que mandó Cortés en 1519—. El ejercicio de naturalización de los personajes e intrigas en la novela responde, más bien, a ese mecanismo de idealización de las culturas prehispánicas, tan pernicioso y ridículo como la más común e identificable condena a los mexicas porque no compartían los valores de los europeos. Para que la novela funcionara había que sacar a Tenochtitlan del mural estalinista de Diego Rivera y de la paleta grecolatina de Alfonso Reyes —pelearse con la izquierda y con la derecha, aunque por supuesto la derecha y la izquierda ni se enteran de mi valiente declaración de guerra—. Pero tampoco es que esté inventando nada: el único libro que me ha parecido realmente convincente sobre lo conmovedor que fue el movimiento de Independencia de 1810 es Los pasos de López, de Jorge Ibargüengoitia. Es una comedia genial sobre los malentendidos que condujeron a un grupo de criollitos más bien ricachones y muy de pueblo a declararle la guerra a Napoleón el 15 de septiembre de 1810. Algo que, por cierto, es lo que en realidad sucedió. La gesta posterior es otra cosa y reboza mérito, pero al mero principio el alzamiento no fue contra España, sino contra Pepe Botella, el hermano mayor de Napoleón.
R.F.: La idea del sueño es central para la novela, tanto como el proceso fisiológico como el inducido por los tomates mágicos. En este último, Cortés y Moctezuma logran dilucidar los puntos de encuentro de sus culturas, por lo que puede asumirse que la novela abre la posibilidad de otra historia alternativa. ¿Crees que el relato de la conquista de Tenochtitlan puede ser aún un abrevadero abundante para la ficción?
Á.E.: Es muy divertido que asocies tu pregunta sobre las posibilidades narrativas del tópico de la invasión a la trama psicodélica de la novela: el tempo del relato, efectivamente, lo lleva la insigne cantidad de alucinógenos que se va administrando Moctezuma durante las cinco horas que dura la acción —he tenido amigos así, y algunos siguen entre nosotros—. En estos días leí por primera vez uno de esos clásicos que uno va posponiendo, La imagen azteca, de Benjamin Keen, una historia monumental de la percepción europea sobre los mexicas. Keen señala la persistencia de la descripción que hizo Gomara —el primer historiador de la guerra entre españoles y mexicas— de la gente del mundo prehispánico como caníbales, sodomitas y borrachos. Caníbales sí eran —pero sólo ritualmente, igual que todas las demás culturas que han practicado el canibalismo—. Sigue sin haber un mejor argumento para defender esta práctica que el ofrecido por M. Montaigne en el siglo XVI: cenarse simbólicamente a un representante de los enemigos es más civilizado que exterminarlos. Sodomitas, no sé, pero me parece estupendo que estuvieran menos reprimidos que los europeos. Keen tampoco lo sabe, pero lamenta una y otra vez que se acusara de adepta a la embriaguez a una cultura que tenía normas casi tan estrictas como las de los musulmanes para el consumo de alcohol; ni siquiera se le ocurre que la embriaguez de la que hablaban conquistadores y cronistas era producto de una cultura regulada, pero masiva, del consumo de alucinógenos. No se puede entender nada del mundo prehispánico si no se entiende que el arte, la cocina, la arquitectura, todo, está diseñado pensando en que distintos ritos —de la lectura de códices en el colegio, al sacrificio de un tlaxcalteca en el templo— implicaban un viajecito a distintos estratos de la conciencia.
R.F.: Al final de la novela proporcionas una serie de fuentes para dejar explícitas tus referencias al hecho histórico y al arte de narrar en esta novela. ¿Hay, además de las fuentes que mencionas, algunos creadores de ficción especulativa que hayan sido de relevancia para Tu sueño imperios han sido?
Á.E.: No. Nunca fui un lector de ficción especulativa. Ahora mismo me interesa mucho y estoy empezando a descubrir un continente maravilloso ahí, pero un poco de rebote.
R.F.: Durante el siglo XXI se ha propuesto la idea del “fracaso del mestizo”, que fue el centro de la identidad mexicana hegemónica tras la revolución. ¿En qué medida Tu sueño imperios han sido dialoga con esta idea?
Á.E.: No conozco esa idea ni su contexto, así que mejor cerrar la boca para no decir burradas.
R.F.: En los pasajes que se pueden interpretar como autoficcionales en obras como Hipotermia o Ahora me rindo y eso es todo se nota una postura del narrador que adopta un lugar específico en la diáspora mexicana, uno muy personal. Sin embargo, en Tu sueño imperios han sido es más difícil ver esta veta autoficcional, aunque está ahí a la manera de “El Aleph”. ¿Cómo se relaciona este yo borgeano de tu última novela con el de tu producción anterior?
Á.E.: Ese yo en un Aleph es más anecdótico, tal vez teórico, que autoficcional, ¿no? Trata de inscribir al libro en una tradición: no es una novela histórica, es una novela fantástica. Pero los libros, como la tierra, son de quien los trabaja y cada quién puede decir lo que se le dé la gana de los míos si me concedió el honor inestimable de leer alguno. Tu sueño tiene tanto que ver con mi aburridísima y convencional vida real como Hipotermia o Ahora me rindo: nada. La familia que viaja al Suroeste en Ahora me rindo cubre una función narrativa. Hay episodios que se parecen a cosas divertidas o intensas que pasaron durante los viajes de investigación a Arizona y Nuevo México, pero sirven sólo para apuntalar la extraordinaria historia de resistencia de los apaches chiricahua. Los personajes que llevan nuestros nombres no se parecen a nosotros, nomás les pasan cosas que mueven la trama o fundamentan una idea. E Hipotermia no tiene nada tiene que ver con mi vida en el período en que lo escribí —en que era un estudiante de posgrado casado, no un profesor divorciado—. La historia del divorcio funcionaba como metáfora de la ruptura que significa vivir transterrado en Estados Unidos por decisión propia. El libro termina en un descenso al infierno y el infierno no existe —aunque si existiera, estaría en México, como se indica ahí—. Más tarde tuve terribles fracasos amorosos, pero por entonces nunca había experimentado esa cosa tan desgarradora que es el rompimiento de una familia. Aprendes a llevarlo, pero no se cura. Más que autoficcional, Hipotermia fue profético y hubiera preferido que no lo hubiera sido. Lo que sí creo en relación a todo esto de lo que estamos hablando es que, si, inevitablemente, el tiempo en que vivimos marca lo que escribimos, no hay por qué sostener la burrada decimonónica de la suspensión de la incredulidad. La cuarta pared es una convención tan innecesaria como los guiones que anteceden las líneas de diálogo entre personajes. Mugre. La familia de Ahora me rindo tiene esa función: son quienes hablan por el presente. Lo mismo pasa con el tan celebrado como escarmentado “Realmente no sé de qué se trata este libro” con que abre el apartado sobre Vasco de Quiroga en Muerte súbita; o el capítulo de Tu sueño narrado en pluscuamperfecto, en que Jazmín Caldera camina por la ciudadela de los templos de Tenochtitlán. Son aperturas hacia la lectoría: por supuesto que lo que estoy contando es ficción, pero lo que sabemos de esa circunstancia es esto y lo que yo pienso, sinceramente, es esto otro. Dicho todo esto, si alguien quiere leer mis novelas como históricas o autoficcionales, tiene derecho y yo quedo igual de agradecido.
R.F.: El narrador de la novela se ubica en el presente del lector y en la Ciudad de México. Los juegos temporales y espaciales son de central importancia en la novela para que personajes como Jazmín Caldera funcionen. Los personajes, por otro lado, que comparten el mundo de los tenochcas van de Jesús a Diego Rivera y López Velarde. Aunque en la novela aparece la idea de un Aleph, ¿cómo es que en el contexto de Tenochtitlan se formula este mismo concepto?
Á.E.: Qué hermosa pregunta. La respuesta perfecta la daría el gran Sergio Pitol: “Todo está en todo”, ¿no? Supongo que al final es más fácil creer en la sacralidad del mundo tras un viaje de hongos que tras la conmemoración de la eucaristía —en la que hay que tener de plano mucha fe para creer que de verdad pasó algo—. Tu sueño es una comedia. Seguro que Moctezuma nunca escuchó, ni en sus viajes de peyote más esforzados, “Monolith” de T. Rex, pero hay algo envidiable en las religiones mesoamericanas, que por cierto siguen vivas aunque con 500 años de mestizajes: nuestro mundo y el de los dioses están superpuestos, nomás hay que cambiar de canal un rato para ver el fundamento divino de las cosas. Da un consuelo que las abstracciones judeocristianas más bien quitan. “Pon la otra mejilla.” ¿Qué mamada es esa?