La escritura de María Fernanda Ampuero es un glitch. Ampuero es extravagante. Describe y nombra el código. Las imágenes fallidas detrás de las sonrisas de plástico, de maldad. Te entrega los huesos antes que la ceniza. El sudor. Con solo pestañear, quiebra todos los espejos del mundo que la atravesó. Cuando escribe no hay ruido, sino una imagen que te pincha los ojos. Son sus pestañas las que se mueven adentro tuyo.
Ampuero escribe Pelea de gallos (2018) en la casa de la destrucción. Escribe sobre lo que se pudre en cualquier vínculo atravesado por la familia. Los trece cuentos que componen su primer libro de ficciones, son el intento desesperado por revelar los secretos, los silencios, el desamparo, la falta de afecto y un sinnúmero de situaciones más que es posible listar en la casa de los espantos donde habita lo corrompido. En estos relatos el vacío del amor es inmediatamente el terror, es decir, el espacio de la imposibilidad de nombrar el horror. Pero Ampuero lo intenta. Insiste disparando historias a través de un arma otorgada a cada uno de los cuentos titulados con una sola palabra que convoca esas vidas rotas: “Subasta”, “Monstruos”, “Griselda”, “Nam”, “Crías”, “Persianas”, “Cristo”, “Pasión”, “Luto”, “Ali”, “Coro”, “Cloro” y “Otra” son historias tejidas por el hilo dorado de lo que se enferma en una sociedad; un hilo que se roba la respiración de sus protagonistas para dejarlos sin aliento y así es como la autora ecuatoriana plantea una estructura, un juego de tres en tres para crear submundos del horror donde la casa, el barrio, la migración, la religión, la precariedad del laburante y el suicidio son suelos llenos de polvo y austeridad donde se mueven las larvas, los cuerpos podridos y muertos de sus ficciones.
No hay ni un solo pestañeo donde ella no sea consciente de que nadie saldrá ileso después de que ella tire sus ojos ahí. Ampuero, ¿dónde escribes el horror?, ¿en el encierro de este cuarto de baño sin espejo?
Ella se mira en la pantalla. Ampuero es una mujer migrante. Una mujer que se pregunta qué es una casa. Ella no tiene azulejo ni espejo donde escribir, tan solo un goteo de palabras. Un líquido que se filtra hasta el fondo, hasta que duele la cabeza y retumban las sienes.
“We present for you this evening / A movie of death: observe / These scenes chipped celluloid / Reveals unsponsored and tax-free”, escribe el poeta norteamericano Weldon Kees. Ampuero continúa. Escribe y se refleja en la pantalla. El blanco en el baño invade por completo la habitación. Ella continúa. Se mira y pestañea. ¿A dónde mira?, ¿dónde se mira las manos y las venitas visibles en la piel? Donde pestañea, donde escribe, nadie sale ileso.
Ampuero no escribe sentada, escribe y la idea de no tener espejo la distrae. ¿Qué espejo? Un espejo que no existe. Hubo un espejo colgado en el toilette de su habitación. Ahora, ella escribe y alquila ese lugar sin espejo, con lo que apenas le deja un sueldo inestable. El sueldo de la escritora. Se mira y hace de cuenta que, sobre el lavamanos, en aquella pared vacía, existe un bendito espejo donde ella puede mirarse. Fantasea con un espejo bonito. Marco de madera y del tamaño de tres cabezas de largo para verse el torso y el culo. Piensa en un espejo donde ella puede mirarse. Y se mira. Su reflejo encendido se le nota en las ojeras. Necesita un destello. Algo que le ilumine el rostro y un espejo. Decide pintarse los labios de rojo y escribir. Se mira en un espejo, marco de madera y donde caben tres bocas como mínimo. Las tres bocas se pintan. Escribe.
Fantasea con un desayuno sencillo, un café y un pedazo de pan.
Ahora, en ese lugar a donde se dirige para la escritura, se convierte en otras criaturas perras, criaturas mujeres, criaturas ratas, pulgas, arañas, gusanas, gallitos, cerdos, criaturas potras con piernas de mujer y polleras, criaturas de piel marrón y tacos. Ampuero se transforma en otras vidas y así, deforme, inusual y monstruosa se mira de frente en la pared. La atraviesa y consigue mirar las caras de otras, las caras del mundo y su propia cara. Al cuerpo de Ampuero se le pegan los rostros de las demás y deja de ser un solo cuerpo. Ahora es los otros cuerpos. Una definición de la vida que nadie se atreve a decir.
A continúa viva y eso le parece una bendición. A escribe y recuerda que eso también es una bendición. Recuerda las palabras de Lispector: “escribir es también bendecir una vida que no ha sido bendecida”. Y entonces, se mira todos los rostros pegados en su piel de persona. Hay algo más que los aullidos, las mujeres violadas, las niñas solitarias y los cuerpos exiliados en los cuentos de Ampuero. Hay algo que no se dice y que ya no grita. No hay estruendo. Lo que existe y no es mirado de frente es silencio. Existe en un espacio de lo que ella escribe y por eso es posible en el terror. Al nombrarlo se vuelve materialmente un cuerpo sacrificado. Un pedazo de piel que ha sido ejecutado y atravesado, hecho acción cruel en la carne. Un verbo que se pronuncia tiende a ser laceración, herida sin cicatriz. Tajo.
Ampuero vuelve a intentar la escritura para el horror, pero ya no es sobre el grito sino un catálogo de doce Sacrificios humanos y así es como invoca las vidas. La autora escribe encerrada y extranjera en su propio país. La peste de nuestra generación la condena como a todas, a pasar la vida sola mientras se asoma a ver los cadáveres pudrirse en las calles de la ciudad donde nació. Ampuero escribe estos cuentos para seguir viva y los deja pendiendo de ese hilo para que nadie se olvide de esas historias, invoca en sus títulos a los horrores que vuelven a ser en la página, una sola palabra. “Biografía”, “Creyentes”, “Silba”, “Elegidas”, “Hermanita”, “Sanguijuelas”, “Invasiones”, “Pietá”, “Sacrificios”, “Edith”, “Lorena” y “Freaks” son los doce relatos que se publicaron en la editorial Páginas de Espuma en una fecha clavada como daga para la humanidad y que reza en el colofón: “Esta primera edición argentina de Sacrificios humanos de María Fernanda Ampuero se terminó de imprimir el 1 de febrero de 2021, segundo año de la peste, coincidiendo con el aniversario de la muerte de la gran Mary Shelley, creadora de monstruos”.
Los cuentos de Ampuero te ahogan. Te lanzan por un abismo sin preguntarte y ella te acompaña hasta el inicio de las civilizaciones. Te dice, ahora mira desde aquí cómo es que nació el mal. En sus cuentos algo tiende a ser corto. Esa medida es la extensión de lo que tarda un disparo en perforar el cuero. Ese tiempo es la síntesis de quien se sacrifica, de quien sacrifica o de quien es sacrificada. Por eso, los títulos de su segundo libro de cuentos son altares para el rito, la celebración o la indiferencia.
En este intento de lo que escribe, Ampuero vuelve a ese lugar de la imagen quebrada y vos, lectora, te reflejás. Se te inserta en el vacío que la mira, aún sin un espejo. Sabe que se (te) mira sin mirar-se del todo, porque toda posibilidad será la certeza y las verdades son el aliento del mal.
Entonces, parpadea(mos) y teme(mos) que ese leve movimiento de abrir y cerrar los párpados obnubile las palabras, lo que quiere contar de su rostro y las demás cabezas que habitan la escritura. Pero no sucede. Las palabras ocurren. Atraviesan. Las palabras aparecen con cada caricia de pestaña a pestaña. Y ella no se da cuenta. Nadie. Y, de repente, brazos y hombros tiemblan y también los labios rojos cuando pronuncia a destiempo, como intentando perseguir eso incontenible del agua, del lenguaje, del río, de eso que se escribe.
Ampuero piensa que la escritura es agua y sangre. Y que la sangre será el último líquido que podrá beber. Lo escribe.
Con el tiempo, cuando ya no se da cuenta a dónde ha ido, Ampuero pronuncia algo que nadie más escucha. Está perdida cuando pronostica en “Biografía”: “qué imprudente, qué loca”, y a continuación inventa una vida de nuevo. La bendice con sus definiciones. La bendice con el nombre. Les da entidad a los horrores. Es la vida, suponemos que dice Ampuero, porque se pregunta ¿cuándo comienza un mundo? y “era un inicio de todo, de nuestras vidas y de la ciudad, puede que del mundo entero”. En este fragmento del cuento “Invasiones” como en el resto de Sacrificios humanos (2021), Ampuero muestra los hilos de la vida y para ella eso es una bendición. El horror y la imposibilidad de nombrar el miedo, la muerte, los celos, los odios, la pobreza, la esclavitud, la psicopatía. De quién es este desborde, suponemos que se dice a sí misma.
Ampuero necesita definiciones para que su propio burnout no la consuma. A falta de tener una definición de su existencia, se atreve a definir las del mundo, las demás existencias. Intenta hablar de una vida que tampoco pueda pagar las cuentas, ni el café, ni un pedazo de pan. Escribe acerca de las madres esclavas que sacrifican a sus hijos enfermos y precarios a cambio de la vida capaz de la crueldad, del poder y la resistencia de los degenerados. Cuenta la historia de una niña incapaz de contar su propia historia porque el trauma de su piel quemada por la leche le robó su ingenuidad, su propia dignidad. Escribe la vida de los monstruos víctimas y de los monstruos bestias que han sido criados olvidando que “la medida de la distancia de la familia es la medida del dolor de la familia”.
Ampuero imagina en los animales un gesto inimitable por los humanos sacrificados y crea personajes incapaces de ser perros, impedidos de alcanzar la ternura salvaje de la sinrazón de las bestias.
Ampuero sale de la habitación. Se mueve. Sale. Viaja. Quiero decir, sus piernas caminan hacia afuera, pero ella sigue quedándose en la fantasía del espejo y en las caras que la atraviesan. “Qué loca, qué imprudente”. Ampuero sigue mirándose en ese espejo. Nadie se mira dos veces en el mismo espejo. Ampuero piensa en el agua. Se obsesiona con el agua, con la vida y con la desaparición. Se mira las manos. Dice, aquí estoy, pero a dónde se fueron las otras. Sus piernas siguen moviéndose, pero ella se mira las manos y piensa en algo que nadie creería. Piensa que baila con las que desaparecen. Escribe los sudores y los presagios. Ampuero nombra el mal, porque no existe el bien si el horror mata lo que respira. Ampuero piensa que los temblores no son por el burnout. Piensa en la sangre y en cuánto tardará para que sea el único líquido que podamos beber. Piensa en plural, en la humanidad, en los animales, en su cabeza. En las pastillas que le quedan en el blíster. Y se desplaza al terror de sus historias. Escribe sobre las capas de las películas que vio. Escucha un sonido, por primera vez, en ese lugar donde escribe.
Una gota de agua se filtra y ahora es blanco plomo. Lo que venga a oxidar esa gota será blanco, dice. Piensa en el plomero que instaló esos tubos, vuelve a pensar en Goya y en el hambre, en alguna madre lavando las verduras con esa insignificante gota de agua. “[…] we have seen fit / To synchronize this play with / Squealings of pigs, slow sound of guns, / The sharp dead click / Of empty chocolatebar machines”, recordamos, otra vez, lo que escribe Kees. Por supuesto que su pensamiento horroriza. Pero el paisaje se alimenta del terror que supimos engendrar. Por eso sigue escribiendo.
Sus piernas continúan moviéndose, pero ya no baila y las demás no están. Y sus pestañas se enredan en sí mismas porque ahora las palabras van apareciendo pronunciadas, gritadas, aulladas, lamentadas. “¡Véanme!”, grita como una mujer que corre y nadie sabe a dónde va a parar. ¿Se salva? Se pregunta si dar es romper, si dar es maltratar, si lo que se da, si lo que nos dan es únicamente para violentar-nos. Si dar es dar. Se pregunta si la primera cárcel de los cuerpos es la casa, cuando alguien vive bajo techo, se dice dónde es la cárcel de los que no tienen techo y entonces piensa en qué es más enclenque que la fe misma.
Ampuero se sienta en un café. Pide una magdalena y un latte. Cuando se lo traen piensa de nuevo en eso que ha dicho en voz alta. Piensa que es extravagante, que sus mañanas lo son y que nadie sabe que el blanco de la leche en su café no es leche sino veneno y que por eso lo pide. Porque lo blanco es veneno y porque no tener un espejo donde mirarse es veneno. Porque veneno es lo que corre por el tubo que conduce el agua de su lavamanos. Y que el agua con la que recién se ha lavado todas sus caras está contaminada. Y que por eso ha pensado en el veneno, en las palabras, en los rostros… en el espejo.