Nota del editor: Nos complace publicar uno de los ensayos finalistas de nuestro primer Concurso de Ensayos Literarios: “Alejandra Pizarnik: el absoluto oculto en la noche”, del joven autor español Pablo Fernández Curbelo, con traducción al inglés de Michelle Mirabella.
En una fiesta, un amigo se encaminó al fondo del salón, halló un libro entre un puñado de bártulos, lo abrió al azar y leyó: “Buscamos siempre el absoluto y no encontramos sino cosas”. Sintió entonces esa clase de euforia que sentimos al leer una frase que nos atraviesa hasta la médula. ¿Pero qué maravilla es esta?, gritó. El libro en cuestión era el voluminoso Diarios de la poeta argentina Alejandra Pizarnik; y aquellas palabras, una cita que la poeta recoge de Novalis. Este suceso resulta significativo en cuanto incide en esa magia que a veces porta el azar: de entre las mil páginas de los diarios de Pizarnik, mi amigo se había topado con las palabras que resumen o condensan la poesía de Pizarnik por completo, con la columna vertebral de su cuerpo poético: la trágica búsqueda de absoluto.
Alejandra Pizarnik nació en Avellaneda, Argentina, en abril de 1939, y pasó la primera etapa de su vida en el hogar de su familia burguesa y, más adelante, en París, donde escribió sus poemarios más reconocidos. Sus poemas breves e intensísimos, de ritmos vertiginosos, la volvieron una de las poetas más destacadas y enigmáticas hasta día de hoy. En sus poemas resuenan temas universales que Pizarnik volvió propios: su condición de exiliada, de ángel caído, la duplicidad del yo, el miedo, los misterios del deseo, su fijación por el lenguaje, la imposibilidad de este para referirse fielmente a la realidad y, sobre todo, su atracción por la muerte. Dicha atracción alcanzó su culminación en septiembre de 1972 cuando, tras tomarse cincuenta pastillas de Seconal, la poeta murió de una sobredosis. Su suicidio la envolvió en un oscuro magnetismo y la consolidó, para bien o para mal, como el mito hispanohablante de poète maudit que sigue siendo hasta ahora.
Como en la obra de muchos otros poetas, en la suya subyace una arraigada sed de absoluto. Por ejemplo, el 18 de octubre de 1962, desolada por el paso de los días, escribió en su diario: “quisieras –una sola vez– cometer un acto puro, realizar el absoluto que te prometiste”. Escribió estas palabras durante su estadía en París el mismo año que publicó Árbol de Diana, su poemario más celebrado y con prólogo de Octavio Paz. Sobre Árbol de Diana escribe Patricio Ferrari en The Paris Review que “le concedió su entrada inmediata en el panteón de la poesía latinoamericana. También fue un punto de inflexión en forma y estilo”. Pero, ¿en qué medida impregna la sed de absoluto la poesía de Alejandra Pizarnik? ¿Y por qué resulta ser una búsqueda tan sumamente trágica y clave?
Como muestran Cristina Piña y Patricia Venti en Alejandra Pizarnik. Biografía de un mito (2022), su última biografía, la poeta convirtió en su emblema vital y poético la “contradicción básica”, la fricción o paradoja miserable de la que padece todo poeta: por un lado, el no esperar nada de la vida o la imposibilidad de ser partícipe del mundo real de los demás y, por otro, la búsqueda de salvación en la poesía. Como confiesa Novalis, en la vida cotidiana “no encontramos sino cosas”, razón por la que Pizarnik, que en Árbol de Diana se apoda a sí misma “pequeña viajera”, decida emprender su travesía hasta el absoluto a través de sus poemas, subiéndose a la inestable embarcación del lenguaje.
Durante el verano de 1950 Pizarnik escribió en sus diarios: “Conocer que la esperanza es una mentira, que lo absoluto es la única aspiración legítima y que es inalcanzable”. Ya entonces, Pizarnik era consciente del factor denominador y estructural del absoluto o, como nos muestra el psicoanálisis, también de todo deseo: su condición inalcanzable. Nada es capaz de saciar completamente el deseo o la sed de absoluto. Esta premonición, la de que ningún lenguaje es capaz de conducirnos hasta el significado pleno o a la salvación, se arraigará en todos sus poemas e irá afianzándose en el imaginario de Alejandra a lo largo de su vida y cada vez con más convencimiento, precipitándola lentamente hasta su propia muerte. Casi una década más tarde de la anterior entrada en su diario, en 1959, Pizarnik escribe desencantada: “basta de absolutos, basta de la nada”; y, en junio de 1963: “Cuando hablo siento que me traiciono, también cuando escribo […] todo esto deriva de mis deseos demasiado fuertes, estridentes, ‘absolutos’”.
“ESCRIBE POR LAS NOCHES, NOCTÁMBULA, OSCURA; SU ESCRITURA ES UNA TENSIÓN DEL LENGUAJE, UN INTENTO SIEMPRE ATROZ DE LLEVAR LAS PALABRAS AL PRECIPICIO DE SU SIGNIFICADO, DE TENSAR LOS SIGNIFICANTES COMO UN ELÁSTICO QUE ALGÚN DÍA HA DE TERMINAR ROMPIÉNDOSE”
Huelga decir que Pizarnik esculpió en vida su propio personaje alejandrino de ficción, su mito autoconstruido; Pizarnik se transfiguró en el personaje de sus poemas. De este modo, el viaje que Pizarnik emprende como poeta en busca del absoluto queda materializado también en su obra. Por ello, se invoca en sus poemas siempre un lugar simbólico más allá, un río, una noche, un “al otro lado”, un “jardín de lilas del otro lado del río”, como leemos en el poema Rescate, esto es, un paraje lejano, imaginario, ya perdido, en donde la vida aún es o sería posible (presumiblemente, dicha fijación espacial se deba al entusiasmo que Alejandra sentía por la pintura y las artes plásticas).
A menudo, este lugar de ensueño y rebosante de absoluto es el de la noche, con sus encantamientos y su oscuridad y sus recovecos sombríos pero llenos de esperanza, en donde la salvación parece aún posible. En Árbol de Diana, Pizarnik se refiere a “un agujero en la noche” o al “palacio de la noche”; y en Los trabajos y las noches, poemario publicado en 1965, también durante su estadía en París, escribe: “en la otra orilla de la noche/ el amor es posible/ –llévame–/ llévame entre las dulces sustancias/ que mueren cada día en tu memoria”. En este mismo poemario, Pizarnik señala más adelante que se refiere a “un lugar de ausencia/ un hilo de miserable unión”.
Como ella, muchos poetas se han referido al hechizo de la noche, a su oscuridad y sus sombras. La noche como jurisdicción de la subjetividad desbocada y las fuerzas pasionales en oposición al raciocinio del día. Novalis, por volver al poeta alemán con el que comenzamos, y en palabras de Víctor Vich en El absoluto literario de la poesía de Alejandra Pizarnik, concibió la noche como “reina protectora donde los ojos pueden ver más lejos y donde es posible percibir la unidad del todo”. En este sentido, sabiéndose ángel caído y nocturno, terrible en su condición de viajera oscura y de pretensiones desbordantes (alcanzar la plenitud), Pizarnik relega, como escriben Piña y Venti en su biografía, el día y el sol al “espacio de los otros”, al de la vida cotidiana, atroz y simple, al mundo terrenal de la monotonía y del trabajo. Recordemos su célebre poema La Jaula: “Afuera hay sol./ Yo me visto de cenizas”.
Esta morada del absoluto, en el que el amor y la redención son posibles y a menudo materializada en forma de orilla o noche, desprende ecos de paraíso perdido. Dicha pérdida se asocia inexorablemente con la infancia, con los vestigios de la juventud extinta, dejada atrás, ya abandonada; la infancia como reino de las pasiones y de las miradas inocentes, de las sonrisas burlonas, del amor puro o de los sentimientos verdaderamente genuinos. En una entrada en su diario en marzo de 1964, Alejandra Pizarnik escribe a modo de anotación: “Fournier, el amor será un absoluto o nada”. Con ello, se refiere presumiblemente a la novela de Alain-Fournier El gran Meaulnes, en donde el protagonista, Augustin Meaulne, anda buscando su amor perdido. En la novela, Fournier construye una alegoría del amor adolescente lleno de pinceladas surrealistas, de ese amor límpido, puro y unilateral, sólo posible durante la juventud y siempre trágico en su condición perecedera. Pensemos, además, en el título del primer poemario de Alejandra, La última inocencia (1956), que publica cuando era adolescente y con ayuda financiera de su padre. ¿Acaso representan la infancia y la noche en la poesía de Pizarnik un mismo lugar, a saber, la extinta morada del absoluto?
En su poema “Tiempo”, Alejandra escribe: “Yo no sé de la infancia/ más que un miedo luminoso/ y una mano que me arrastra/ a mi otra orilla”. Y luego: “Mi infancia y su perfume/ a pájaro acariciado”, es decir, a libertad fugazmente palpada, retenida, consumada. La unión que se dan la infancia y la noche con el absoluto es por tanto tajante: en su biografía, Piña y Venti se refieren a su concepción de la infancia como “ámbito de inocencia sagrada y de plenitud, donde se daba una especie de fusión con el absoluto”.
Sin embargo, con el tiempo, la trémula premonición de que el lenguaje no basta para darnos entrada a estos lugares de ensoñación, a las misteriosas edificaciones del absoluto, se torna cada vez más certera e infalible. A lo largo de su vida y durante sus estadías en Argentina y París, Pizarnik se confina en distintas habitaciones que alquila para escribir y de las que apenas sale sino para entablar contacto con algunas amistades célebres o para emborracharse. Escribe por las noches, noctámbula, oscura; su escritura es una tensión del lenguaje, un intento siempre atroz de llevar las palabras al precipicio de su significado, de tensar los significantes como un elástico que algún día ha de terminar rompiéndose. “Toda la noche hago la noche. Toda la noche escribo. Palabra por palabra yo escribo la noche”, leemos en un poema de Extracción de la piedra de locura (1968).
Esta búsqueda de la palabra exacta la persigue de por vida. En agosto de 1962, envuelta en una angustia amorosa, escribe en su diario: “Una se prepara años para poder decir con belleza las pocas palabras que quiere decir desde que saltó a este mundo”. Al leer esta entrada, somos testigos tanto de la impresión de Pizarnik de “saltada” al mundo (Heidegger diría “arrojada”), de su ardua empresa vital en busca de la palabra exacta y, por último, de su hallazgo fundamental y amargo: tan sólo es capaz de decir unas “pocas palabras”. Su desencanto con el lenguaje, del que bebe y del que se nutre, donde erige el castillo de palabras en el que pide refugio, irá in crescendo con el tiempo, poblando sus últimos poemarios de numerosas referencias a la imposibilidad de simbolización y culminando con su suicido temprano.
Por definición, el lenguaje mantiene una relación mortífera con el parlêtre –es decir, con el “ser hablante” del que hablaba Lacan–, puesto que este es incapaz de enunciar con fidelidad el nombre de la realidad. Pensemos en los grandes absolutos que, como hemos visto, Pizarnik pretende alcanzar y en la imposibilidad de decirlos con palabras, de evitar caer en la mera enunciación de las “cosas” de las que escribe Novalis. Pizarnik nos concede un ejemplo: “La tremenda intensidad de un instante amoroso es indecible”, escribe en junio de 1963, cada vez más desolada por la flaqueza de sus palabras. Al lenguaje le pidió antaño exilio y no halló en él sino “un muro, algo que me expulsa y me deja fuera”.
Este desencanto fundamental queda puesto sobre la mesa de forma prodigiosa cuando, en el poema “En esta noche, en este mundo”, Pizarnik se interroga a sí misma: “no/ las palabras/ no hacen el/ amor/ hacen la ausencia/ si digo agua ¿beberé?/ si digo pan ¿comeré?”. Finalmente cambia la dirección de las preguntas y escribe, como en un ajuste de cuentas o un lamento: “¿de dónde viene esta conspiración de invisibilidades?/ ninguna palabra es visible”.
Con el paso del tiempo, la imposibilidad de emprender un viaje a aquel jardín de lilas, a aquel paraíso trágicamente perdido, a la otra orilla o a la dulce noche mediante la embarcación del lenguaje se va esclareciendo sólida como un muro. Por desgracia, desolada por el vacío de los signos y temerosa de caer presa de la locura, Pizarnik piensa en la muerte, que, como reclamo de absoluto, suscita en ella honda fascinación. La muerte representa el último recodo de plenitud (como escribe de joven: “de una manera visionaria sé que moriré de poesía”).
En Los trabajos y las noches, poemario de inflexión estilística en su obra, Pizarnik publica en forma de clamorosa plegaria de auxilio un poema que sintetiza, con una brevedad apabullante y estableciendo un juego dialéctico con un epígrafe de Quevedo (“…en besos, no en razones”), sus dos luchas vitales. Mantiene dichas luchas a ambos lados de su poesía, impregnada por su feroz deseo de absoluto. En el poema, Pizarnik expone dicha partición, letal y terrible: el enfrentamiento que quien escribe libra, por un lado, contra la palabra y, por otro, contra la vida. El poema encierra esta tensión entre el cuerpo que siente y la palabra miserable. Desgarrador, se dirige a nosotros: “Del combate con las palabras ocúltame/ y apaga el furor de mi cuerpo elemental”.