Nota del editor: Victoria de Stefano (Rimini, Italia, 1940 – Caracas, Venezuela, 2023) fue miembro fundador del Consejo Asesor de Latin American Literature Today y asidua promotora y colaboradora de esta revista.
“Andrés, hoy en la tarde vienen unos amigos, ¿quieres merendar con nosotros? –no, abuela, tú y tus amigos siempre están hablando de cosas que no existen, prefiero quedarme en mi habitación”. Con esa anécdota, a Victoria de Stefano, mi amiga Victoria, le gustaba caracterizar el tipo de reuniones que ocasionalmente, aunque no con mucha gente, tenía en su casa. A comienzos de este año Victoria nos dejó, de modo inesperado. Su hijo Martín la encontró como dormida en su cama una mañana de enero.
El nombre de una de sus novelas, El lugar del escritor (1990), tal vez sea el que mejor exprese lo que fue el centro de gravedad de su extraordinaria obra literaria, conformada por nueve novelas, tres libros de ensayos y un diario. Desde ese, su permanente lugar de escritura, esta novelista y ensayista venezolana nacida en Rimini, Italia, en 1940, no hizo otra cosa más que acendrar su pasión por explorar las posibilidades expresivas de esa lengua que le obsequiaran sus padres al sembrarla entre nosotros, en Venezuela (adonde llegó en 1946), para crear una obra de carácter excepcional, única en la literatura escrita en castellano.
En una conocida colección de aforismos denominada “Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero”, Franz Kafka, autor varias veces citado por los personajes de las novelas de Victoria de Stefano y manifiestamente admirado por la autora, dice lo siguiente: “No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate completamente solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar; no puede dejar de hacerlo, se prosternará extático a tus pies”. Esta imperativa afirmación bien podría servir de epígrafe al compendio de la obra de Victoria de Stefano. Son muchos los pasajes en varias de sus novelas en las que algún personaje pone de relieve la necesidad y preponderancia de ese espacio en la psiquis y el ánimo del escritor; ese espacio, esa pequeña habitación desde la que se vive y rememora la existencia propia y ajena, desde la que se convoca al mundo para hacer plural la más raigal intimidad. Así lo afirma Claudia, esa escritora, suerte de “alter ego” de Victoria: “Un cuarto es el mundo, el mundo cabe en un cuarto, el mundo cabe el cuarto, nos cabe. ¿Oyes cómo crujen las puertas al cerrarse? Las sombras crecen, se hinchan, diríase que con la mejor levadura. Es el mundo que está por entrar. El cuarto se está llenando hasta el borde, un borde, por lo demás, del que carece. Está colmado; colmado de mí, colmado de mundo, repleto como una colmena. Vivo, hormigueante”. Es el lugar del oficio elegido, el sitio donde se anida la conciencia de la imposible perfección y se afianza la certeza de que dicha labor entraña una condena: la extenuante tarea de corregir. Pues como afirma uno de sus personajes: “Corregir no es, como creen algunos, trabajo de limpieza, tachar aquí, agregar allá, un punto aquí, una coma allá; corregir es una demente y constante rectificación, es ponerlo todo de cabeza cuando se creía que todo se mantenía en pie. De nuevo, una vez más desde el principio y otras tantas veces más de principio a fin […] De nuevo, otra vez de principio a fin”.
Al modo de Marcel Proust, W.G. Sebald, Thomas Bernhard o su amigo Sergio Chejfec, por nombrar sólo algunos autores afines con los que su obra tiene un “aire de familia”, la descripción exhaustiva y una infinita red de relaciones, de citas, de objetos, de situaciones, de reflexiones, de digresiones, toman cuerpo en este espacio narrativo brindando una acabada sensación de detención y densidad, ajena a la tradicional inercia de la novela de intrigas, sorpresas, efectos y aventuras. Tal vez podríamos hablar de una novelística de la quietud que va al encuentro de los umbrales, de los puntos de quiebre o de inflexión desde los cuales se detona la memoria creadora para trenzar historias que cabalgan unas sobre otras, recorriendo el inventario de los recuerdos hasta el agotamiento. Como un cóndor, el narrador en esta novelística se detiene en las alturas y planea sobre sí mismo, en círculos, una y otra vez, observando sin prisa los accidentes montañosos, las vetas de la memoria. Y esto lo hace no con un lenguaje que busca enmascarar o descentrar el signo verbal, nada más alejado de la intención estética de Victoria de Stefano que el barroquismo o el malabar metafórico. La tarea primordial del mecanismo que pone en marcha este cuerpo narrativo es, más bien, la del desentrañamiento. Acá todo recuento exhaustivo, toda multiplicación de historias gira en torno a las mismas preguntas, irradiadas desde un común centro de exploración: la existencia humana y la indescifrable urdimbre sobre la que ésta transcurre.
En el computador de su cuarto, lugar donde falleció en soledad y donde vivió a plenitud una vida comprometida con la lectura y la escritura, dejó lista su novela póstuma, llamada Un grano de polvo se levanta. Seguramente, cuando sus amigos podamos leer esas páginas, continuaremos conversando con ella, una y otra vez, sobre esas cosas que –según su nieto Andrés– no existen pero que nos hacen más cierta la existencia. Es inmensa la deuda que la literatura en castellano tiene con la obra de esta artista excepcional. Ojalá, ese grano de polvo que nos dejó, en efecto, se levante y sea el inicio del rescate y de la justa proyección de esta virtuosísima prosa más allá de las fronteras de su habitación y del país que la acogió e hizo suyo, y en el cual, lamentablemente, también sufrió y padeció las penurias de un tiempo presente, signado por carestías, ignominias y desilusiones.
Gracias, querida Victoria, gracias por tanto, querida amiga. Te extrañaremos.