La lengua por ósmosis
Megan McDowell llegó a Chile, la primera vez, siguiendo una idea peregrina; y no es de extrañar puesto que a esta cola del continente americano suelen llegar los náufragos, los enamorados, los soñadores. Ella había adquirido un sueño (aprender castellano, hacerse editora de libros en traducción) y había encontrado un territorio para cumplirlo. Pero se equivocaba rotundamente. Chile no es el lugar para aprender el español estándar que requiere la industria editorial: aquí hablamos una variedad poco difundida y poco aceptada, una versión que resume las palabras y elude los finales hasta convertir en ruido algunas sílabas —pasamos del sí pues al sipoh al sip´, por dar un ejemplo—. Y cuando conjugamos los verbos se nos viene encima el voceo (el de la segunda persona española, vos) que Andrés Bello descartó en su Gramática de 1847. Por más descartado, este voceo persiste en la conjugación y nosotros pasamos del cómo estáis a cómo estai (en vez de cómo estás) y del ¿entendéis? al ¿entendíh? (en vez de ¿entiendes?), y Megan no entendía ni jota porque se había auto enseñado el idioma con un manual. Y aunque calificaba en el nivel avanzado, descubrió que no le servía de mucho. A los chilenos “no les cachaba nada”, me diría una tarde en un café cerca de su casa santiaguina, “nada nada”, usando esa repetición enfática tan chilena o tan mapuche. Nada, diría, y confesaría que dejó los libros decidida a aprender a hablar castellano desde la boca misma.
Entre lenguas
El hecho es que eligió Chile porque se había dejado seducir por un amigo suyo, uno que tras una temporada en Valparaíso volvió a los Estados Unidos fascinado por el puerto-paraíso. Era el año 2004, Megan rondaba los veinticinco, y lo que había hecho hasta entonces era leer insaciablemente junto a su hermana gemela: me dijo que leían las dos a todas horas (incluso en el auto o mientras comían sentadas a la mesa) y leían en todos los géneros: incluso leyeron novelones como Anna Karenina, pero a tan temprana edad se perdieron en la trama de ese libro ruso. Megan no había dejado nunca de leer así y ya tenía unos veinticinco, pero de su casa en Kentucky solo había escapado a los paisajes de las novelas. Pero esto es pura literatura: en realidad se había mudado unos años a Chicago para estudiar en De Paul (por decisión católica de su madre) y ahí siguió literatura inglesa en vez de española porque no se le ocurrió hacer otra cosa. No conocía a nadie que hablara una segunda lengua o fuera bilingüe, y no había reparado en que sus cursos favoritos eran los electivos de literatura mundial donde leía a autores alemanes o africanos o latinoamericanos en la lengua suya. Y por más que trabajó unos meses en Dalkey Press, una de las editoriales más sofisticadas de textos en traducción, no se había pensado ella en ese rol. No había comprendido que traducir era uno de los más apasionantes viajes imaginables, y ella quería viajar y conocer mundo. Iba a viajar, eso decidió, y en cuanto lo pensó, pensó también que no quería viajar para simplemente acumular lugares vistos, como una turista que colecciona postales. Lo que añoraba era vivir en otros sitios (de paso en otras lenguas) y yo interpreto ese deseo como una temprana manifestación de su derrotero. Trasladarse, a fin de cuentas, es un modo de traducirse a otro espacio, a otro modo de la existencia. Y su vivir en Chile durante tres años fue su primera traducción: la de sí misma. Tras esa larga temporada chilena pasó otra en Dallas haciendo su maestría en traducción (todavía pensando dedicarse a la edición), y luego, brevemente, en Salt Lake City y en Durham, cómodamente instalada en su idioma pero lista para largarse ocho meses a Portugal y a Suiza, donde por cuatro años se sumergiría en un alemán que nunca logró aprender: su existencia lingüística transcurría en inglés, todos le hablaban en esa lengua.
Una lengua huraña
Ha dicho muchas veces que no sabía entonces que iba a acabar dedicada a la traducción, arraigada en la lengua de Chile. Una vez le pregunté por qué se había demorado tanto en advertir que se encaminaba hacia ese oficio y me respondió que estaba convencida de que para hacerlo, y hacerlo bien, debía conocer su segunda lengua a la perfección o ser completamente bilingüe. Ella no lo era. No lo era todavía, no como lo es ahora, seis años después de haber regresado y haberse instalado (quién sabe si) definitivamente en Chile, de haber terminado de aprehender “las rarezas” locales. “Yo creo que aprendí como por ósmosis”, me dijo Megan otra tarde santiaguina, en otro café, como si se le hubiera metido la lengua en el cuerpo, como si la hubiera poseído con su acento particular. Pero no había sido nada fácil, eso me dijo, nada nada fácil; ella creía que los chilenos rehuíamos hacernos entender, que éramos hablantes huraños o desconfiados, que habíamos desarrollado un habla propia para defendernos de los extranjeros.
La lengua natal
Me arrepentí de no contarle que su predecesora, Edith Grossman, no parecía tan preocupada por su segunda lengua. A ella, la vieja traductora de tantos autores latinoamericanos, la traductora más reciente del Quijote al inglés, le habían preguntado más de una vez, no sin inquina, si sabía “suficiente castellano” como para traducir ese texto imposible del Siglo de Oro, las Soledades de Góngora. Pero la pregunta no debía ser si su castellano era “suficientemente bueno”, había respondido Grossman en su lengua natal, la pregunta fundamental era si su inglés lo era.
Poner en lengua
Retrocedo un poco. Megan todavía estaba en Zúrich cuando, armándose de arrojo, se animó a escribirle a Alejandro Zambra para preguntarle si podía traducir una novela suya. Sería el propio Zambra (cenando una noche, ambos invitados a un festival en Turín) quien me recomendó que le escribiera para preguntarle si podría traducir mi Sangre en el ojo. Tal vez se animara a leer mi libro y recomendárselo a un editor estadounidense, y eso fue exactamente lo que Megan aceptó hacer. Traducir algunas páginas de la novela y múltiples reseñas, escribir un informe de lectura, enviarlo a todos los editores que conocía: algo que ella nunca había hecho y que nunca volvería a hacer, porque las otras novelas de su catálogo personal ya tenían editor y eran en gran medida traducciones por encargo. Me contaría en nuestras primeras conversaciones electrónicas que le había parecido que mi novela debía transitar al inglés y había decidido ser ella el puente en un medio editorial donde todavía escaseaban los lectores de literatura en español; y agregó que esa inversión de tiempo le parecía fundamental si iba a incorporar autoras a su trabajo. Yo sería entonces “su primera mujer”, aunque muy pronto se sumaron las argentinas Samanta Schweblin y Mariana Enríquez, que, además de entusiasmo, le supusieron a Megan un nuevo desafío verbal: del qué queríh chileno al qué querés argentino, del entendíh al entendés, y el descubrimiento de una serie de palabras comunes que no significan la misma cosa a uno y otro lado de los Andes. Las tres nos convertimos en sus autoras “repitentes” junto al más repitente de todos, Zambra, y al dos veces traducido costarricense Carlos Fonseca (entretanto tradujo obras “únicas” de los chilenos Diego Zúñiga, Álvaro Bisama, Paulina Flores y Alejandro Jodorowsky, entre otros, y del argentino Carlos Busqued, del uruguayo Daniel Mella y de la española Sara Mesa. Su único autor muerto, pero prontamente repitente, es el chileno Juan Emar).
Biografía lingüística
Pero estoy desviándome en la biografía lingüística de mi traductora. Cuando yo le escribí, en el año 2013, ella seguía en Suiza barajando sus pretensiones editoriales, colaborando como editora con la revista virtual Asymptote, donde ya estaba traduciendo algunos de los textos que elegía publicar. Para esa revista versionó el inicio de mi novela Fruta podrida, que sigue sin publicarse en inglés, y de inmediato me declaró, vía email, el dudoso piropo de considerarme una autora desafiante, que quizás implicaba difícil pero nunca se lo pregunté. Yo la declaré asimismo una mujer osada cuando me dijo, al año siguiente, que lo dejaba todo para volver a Chile a probar suerte. Y suerte es lo que tuvo: de inmediato consiguió un puesto de traductora en un banco y obtuvo la residencia y se compró una casita algo descachalandrada en un barrio de clase media que la convirtió a ratos en mi vecina, o algo así. Fue arreglando esa casita ñuñoína (que en vocablo mapuche es “lugar de flores amarillas”) hasta volverla su único lugar en el mundo, porque ella, en Estados Unidos, ya no tenía ni un cuarto propio.
El ritmo de las lenguas
En Chile es donde nos encontramos siempre, salvo por la vez en que nos juntamos en una librería neoyorquina para la presentación de ese título, Sangre en el ojo, que Megan transformó, con convicción y hasta orgullo, en Seeing Red. Era la única expresión idiomática, me explicó en su momento, que trabaja el doble sentido del título en castellano. Tus títulos, me comentó hace apenas unos meses, siempre tienen un sentido evidente y otro latente, y no hay que desistir de ellos sino que descubrirlos traduciendo. Y era cierto y sobre todo bello eso de no renunciar a la palabra justa, a la expresión adecuada, al modo preciso y precioso de trasladar lo escrito de una lengua a otra sin caer en lo meramente literal. Y recordé a Ronald Christ, su ya anciano colega, diciéndome que nadie leía un texto con más cuidado que una traductora y que desconfiara siempre de los traductores que no hacían preguntas hasta de lo mínimo. Era como si me hubiera estado describiendo a Megan, que hacía y hace infinidad de preguntas buscando llegar a los porqués de la letra, a Megan, que en ocasiones hasta encuentra errores en el original que luego repara en su traducción. Sentadas alrededor de sucesivos textos míos —en rigor, alrededor de su pantalla y de un documento Word lleno de observaciones y de dudas— hemos conversado expresiones, significados y resonancias, hemos discutido el ritmo que las palabras van organizando y sobre todo nos hemos detenido en esto último, porque es lo que yo más valoro de su traducción: no la exactitud sino la cadencia del fraseo. Y si en Sangre en el ojo su traducción del ritmo fue un proceso inconsciente e intuitivo, los intricados juegos de palabra y las series de sustantivos en cursiva de Sistema nervioso le hicieron tomar conciencia hasta del conteo de las sílabas. Se me había olvidado que era difícil traducirte, me dijo, y me mostró su sonrisa satisfecha con mi libro que era su libro en la mano.