La crítica como herramienta de relación con la tradición nacional define las coordenadas de lectura desde las que Maximiliano Barrientos (Santa Cruz, Bolivia, 1979) traza vínculos con la literatura producida en Bolivia. La marca de la periferia y los contextos que esta crea son dos elementos centrales en su reflexión. Autor de En el cuerpo una voz (2017) y de Hoteles (2012), entre otras, Barrientos muestra en esta conversación algunos vértices que singularizan su trato con la literatura boliviana.
Victor Vimos: Al momento de pensar en la tradición literaria boliviana como un espacio de diálogo con tu formación como lector, ¿qué características singulares aparecen?
Maximiliano Barrientos: Mi relación con la tradición literaria boliviana nunca fue canónica, es decir, no estuvo mediada por una serie de autores vinculados por influencias y por intentos de parricidio. Quizás se debe a que Bolivia siempre ocupó un lugar marginal en el panorama hispanoamericano. Escribimos desde la periferia. La condición periférica es lo que ha definido a la literatura boliviana, no sólo porque estuvimos ausentes en el boom, sino porque nunca contamos con una infraestructura para que se desarrolle como un oficio, como sucedió en otros países, donde hubo fomentos e incentivos como becas de escritura y un mercado literario establecido.
VV: Esta escritura desde la periferia, sin embargo, posee otro tipo de espacios, marcas y significaciones que tensan su relación con lo que podríamos llamar escritura de la centralidad. Para ti, ¿cómo opera ese lugar de la periferia en la contemporaneidad en lo que se escribe desde Bolivia?
MB: En muchos casos la periferia se convierte en precariedad: por eso en Bolivia la escritura se vivió en muchos casos como un hobbie, algo que se hacía los fines de semana o en las horas de descanso. No existe una infraestructura que sustente una cultura literaria: hay pocas librerías, pocos medios especializados en la crítica. En algunos casos la precariedad se romantizó como un culto a la marginalidad. De nada sirve que el nombre de Jaime Saenz empiece a circular por los medios académicos de Hispanoamérica o que los nombres de algunos otros autores aparezcan en editoriales reconocidas si a nivel de infraestructura en Bolivia sigue habiendo una serie de falencias. La periferia no es un estilo no hegemónico, es carencia.
VV: ¿Qué tipo de diálogos o cuestionamientos tienes con esta misma tradición al momento de plantear tu mirada como escritor?
MB: Haciendo eco del famoso ensayo de Borges, “El escritor argentino y la tradición”, puedo decir que mi abordaje en la literatura no tuvo un paradigma nacional. Los escritores y las escritoras que incidieron en mi mundo y en mi estilo pertenecieron a distintas geografías. Lo que no quiere decir que Bolivia esté ausente del imaginario en el que se forjaron mis libros.
VV: Como sucede en Ecuador o Perú, eso que llamamos la “tradición literaria” reconoce, generalmente, una serie de obras inscritas en un circuito con determinadas características: urbano, blanco mestizo, escritas en español… ¿Cómo miras los trabajos que desbordan estas categorías y que permiten una lectura de lo literario más cercano a lo no central, en el caso de Bolivia? ¿Están presentes en tu imagino como lector y escritor?
MB: Es que la idea de tradición ya implica todo un mecanismo servil al poder que establece una normatividad. En mi caso, cuando escribo, no pienso en la tradición o en cómo algunos libros de referencia han imaginado al país. Quizás se deba a una cuestión generacional, en la que se han presentado otro tipo de búsquedas. ¿Qué legitima a una novela como boliviana? Quizás lo que lo haga en este periodo histórico sea algo muy distinto a lo que lo hacía hace cincuenta años, cuando la literatura era una forma de consolidar una identidad nacional (buena parte de las novelas del boom pueden ser leídas desde ese ángulo). Creo que la pulsión literaria, antes de pensar en categorías, debería transgredirlas. Esa condición rizomática me interesa en los libros que leo y que escribo.
VV: Es interesante mirar, como propones, la movilidad de las representaciones simbólicas que la novela tiene a través de la historia. En este sentido, ¿cuáles serían, desde tu perspectiva, algunas de las representaciones que las novelas escritas en Bolivia o escritas por bolivianos, que llaman tu atención, cumplen en este momento histórico? ¿Qué lugar tiene la novela, en un momento como este, en Bolivia?
MB: Creo que responder a esta pregunta excede el espacio de una entrevista. Hay una pluralidad de imaginarios y representaciones. El impacto social de la novela es marginal, y esto no se refiere específicamente a Bolivia, sino a todos los contextos. A diferencia de lo que ocurría hace cien años, la novela no tiene incidencia en el imaginario cultural. Me parece que la música popular (el trap, por ejemplo) puede tener un impacto más incisivo que la novela. Ese desplazamiento me parece que le otorga ciertas libertades fundamentales al aspecto creativo, pero al mismo tiempo la convierte en un ejercicio elitista.
VV: Quizá uno de los elementos de presencia constante en las escrituras de nuestros países está apuntando hacia la relación conflictiva entre tradición y modernidad (entendiendo estas categorías, nuevamente, como bloques de tiempo y espacio definido). ¿Cuál es tu mirada frente a esa tensión? ¿Te sientes parte de un marco que también atiende a esta diferencia como punto de diálogo con la creación?
MB: Creo que resulta problemático hacer una distinción tan tajante entre tradición y modernidad. Se debería deconstruir esa pareja de opuestos y creo que toda novela que aspire a una condición literaria lo hace. El desafío consiste en cómo hacer uso de las técnicas literarias del modernismo europeo para narrar lo más local, cómo usar esas técnicas para configurar una voz propia. En ese gesto se produce la deconstrucción de esa pareja de opuestos, ya que los libros que nacen de ese cruce se inscriben en una línea opuesta al proyecto de McOndo, que siendo sudamericanos se querían vender como globalizados y por lo tanto “universales”. Esa categoría de “universal” es ideológica. Aparece como un ocultamiento de las diferencias, como una negación de lo singular.
VV: ¿Cuál sería, desde el otro lado, el lugar de “lo local” en esa singularidad?
MB: Lo singular siempre está del lado de la diferencia, aquello que no puede ser asimilado a una totalidad. Me parece que el reto consiste en cómo usar las técnicas narrativas del modernismo para que esa singularidad, que siempre es diferencia, no quede oculta, borrada por el discurso totalizador del momento.
VV: ¿Qué relación identificas entre tu narrativa y lo que podría considerarse la “narrativa boliviana contemporánea”?, ¿Cercanía?¿Distancia?¿Cuestionamiento?
MB: Hay una pluralidad de propuestas. Más que un proyecto de obra, habría que pensar en libros específicos y en los puntos de contactos que puede establecer con otros. Ese, sin embargo, me parece que es parte de la tarea del crítico y no tanto del escritor.
VV: ¿Cuáles serían algunos libros recientes, en el contexto boliviano, con los que logras esos puntos de contacto?
MB: No sé si con todos hay contactos, pero sí me parecen propuestas importantes: Los afectos, de Rodrigo Hasbún; Nuestro mundo muerto, Liliana Colanzi; Los dos entierros de Eleuteria Aymas, Máximo Pacheco; Cuando Sara Chura despierte, Juan Pablo Piñeiro; Click, Christian Vera; Los fantasmas del sábado, Adhemar Manjón; y Desvelo, Saúl Monataño.