Cuando en el año 1964 Albalucía Ángel salió de Colombia no podía saber que su viaje de ida era un regreso constante a su tierra. Tampoco podía imaginarse que revolucionaría la literatura colombiana con su experimentación y, por qué no decirlo, nos abriría a los terrenos de la mística, a la conciencia como forma de escritura en estos tiempos de incertidumbre y brutalidad.
Nació en el año 1939 y pasó su infancia en Pereira, leyendo, oyendo a todas las personas, guardando la voz de la gente que, algún día, resonaría para que escribiera su propia obra. Allí vivió el 9 de abril, el día del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, de la revolución fallida colombiana. Allí dirigió un cineclub y los jóvenes cercanos a ella se preguntaban qué manual, qué diccionario se necesitaba para hablar con esa joven tan imbuida en su propio pensamiento y tan dispuesta al juego de las palabras.
Ya joven decidió viajar a Bogotá a estudiar en la Universidad de los Andes. Tomaba cursos de arte, literatura y filosofía. Allí entabló una amistad fundamental con Marta Traba. En el campus de esa universidad se perfilaba su fuerza de pensamiento cuando le dijo al profesor Antonio Panesso Robledo, quien le daba clase de Filosofía: “Yo no pienso, ergo soy”. Pero Bogotá, al igual que Pereira, se queda corta. Son ciudades que la limitan. Viaja a Barranquilla donde teje una de las amistades más importantes de su vida con Álvaro Cepeda Samudio. En esa ciudad trabajó para Aerolíneas Peruanas y así consiguió el dinero para embarcarse en el Donizzetti rumbo a Europa. Para esos años Colombia no era el territorio para una andariega, que aún no se sabía tal, pero que ya lo podía intuir. Colombia era, eso sí, el territorio del que ella escribiría, la historia por narrar.
Vive en Roma donde estudia cine y continúa también los estudios de historia del arte. Gracias a una crónica sobre Picasso, Alberto Baeza Flores le dice un día que ella debe ser escritora. Y si un ex secretario de Pablo Neruda lo decía había que creerle. Incluso le regaló un cuaderno que por días Albalucía guardó sin saber qué escribir. Hasta que volvió a hablar con Baeza Flores y le preguntó por dónde empezar: “¿Cómo se escribe una novela?”, indagó Albalucía, a lo que el chileno respondió: “¿No has leído novelas? Pues así, como lo que has leído”. Después Jorge Zalamea Borda le dijo que si escribía como hablaba iba a ser una gran escritora. Ahí empezó esa gran catarata que han sido las novelas imprescindibles de Albalucía Ángel.
En París, en el cuaderno regalado, empezó a escribir Los girasoles en invierno en el año 1965, novela publicada en Colombia en 1970. Mientras tanto seguía viajando por diferentes ciudades europeas. Y cantando. Era una muchacha con cuaderno y guitarra que esperaba la oportunidad de reemplazar a diferentes cantantes entre ellos a la mismísima Violeta Parra. Así se mantenía mientras escribía. Luego, en Londres, escribió Dos veces Alicia, publicada en 1972.
En sus andares, los ires y venires europeos de quien ya pronto sería la pájara pinta, siguió apareciendo y desapareciendo. Era como el cometa Halley, le decía Mercedes Barcha cuando se hospedaba en casa del Gabo, en donde dormía en una de las camitas de los hijos del escritor. Por esos días conoció a Carlos Fuentes, a Mario Vargas Llosa, conoció a Cortázar en París. Construyó una amistad más honda con José Donoso. Vivió tertulias, intensas conversaciones donde casi ninguno quiso darse cuenta de que ella también era una escritora. En 1972, cuando el editor Carlos Barral la publicaba, se encontró un día con Mario Vargas Llosa a la salida de la editorial. Él la miró alelado: “¿Qué haces por acá, Albalú?” Ella salía de recoger un ejemplar de la edición de Dos veces Alicia. Esa noche, Vargas Llosa, en la tertulia de siempre, quiso saber si alguien más estaba enterado de que Albalucía era escritora, pero nadie se detuvo en la conversación. No estaban interesados en las escritoras que también hacían parte de ese momento maravilloso de la literatura latinoamericana. La escritora, la que cantaba, siguió su camino. Quedarse en ese mundo no era importante. Ella tenía que seguir viviendo y escribiendo.
Mientras tanto en el año 1972 le intentan robar un carro, y sufre un accidente en medio del atraco. Ve la muerte, vive ese tránsito y regresa. Ella dice que regresa porque del otro lado de la vida le dieron permiso de volver a terminar de escribir lo que terminaría siendo Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón. Manda el manuscrito al premio Vivencias en Cali en Colombia, y se lo gana. Pero el premio le cuesta muchos dolores de cabeza. Dudaron de ella como escritora, que tal vez eso lo había escrito García Márquez, dijeron. Los titulares de prensa la denigraban: “Desvirolada de Pereira gana premio literario”. La atacaron por todas partes. ¿Pero qué más puede esperarse de una cultura patriarcal tan arraigada como la colombiana? ¿Cómo podían aceptar que una mujer libre, libertaria, que nunca ha estado atada a ningún territorio, a ninguna esclavitud, a ningún hombre, se gane un premio literario? ¿Cómo podían tolerar que una mujer como Albalucía fuera la Virginia Woolf de nuestra literatura? Ella nunca fue a reclamar el premio.
Se dijo que nadie la leía porque era una escritura confusa, que nadie podía entenderla. Extraño eso de que los intelectuales colombianos leían a Proust, a Joyce, a Kafka, pero no podían entender a la escritora que, desde una experimentación deliciosa, inteligente, mordaz, inventaba una forma de narrar a la colombiana, un fluir de conciencia en sintonía con las literaturas del momento dado vuelta al mundo latinoamericano. Por esos años también le publicaron en Colombia el libro de cuentos Oh gloria inmarcesible, que causó aún más escándalo y revuelo que los libros anteriores. “Libro pornográfico”, decían los detractores.
Pero ella insistió en la escritura, en la libertad y en los viajes. Publicó Misiá Señora en 1982 y Las andariegas en 1984, esta última más un poema épico que una novela, y además la obra que marca el quiebre de la obra y del trasegar de Albalucía Ángel. Porque ya habiendo pasado los cuarenta años nuestra escritora descubre que ha empezado una nueva etapa de su vida. Una fuerza que viene de atrás y se expresa de manera intensa en ese momento. Es ella una mujer galáctica, una mujer de muchos lugares que debe empezar a vivir de otra manera. Y así viaja a Asís, a reencontrarse con ese maestro que desde niña la ha acompañado: Francisco de Asís. Guarda silencio por dos años y empieza a escribir Los cuadernos de Arathía Maitreya. Veintiocho cuadernos escritos a mano alzada de una perfección inusitada, que constituyen el viraje de su obra hacia el mundo de la compenetración con la conciencia. Y como el viaje no para, como ella siempre va de un lado a otro sin quedarse en ningún lugar, se interna en los bosques de Noruega y allí sigue su periplo y su escritura. De Colombia se distancia; no pretende regresar. De vez en cuando vuelve a América Latina. Ya la leían en Chile, en Argentina, en México, en Perú, en Estados Unidos, en Europa. En Colombia, silencio total. No querían leerla, porque ahí no se leía a las mujeres libres como Albalucía Ángel.
Por esos años viaja a Chile donde empezó un proyecto que la acompañaría por varios años: un libro de entrevistas a escritoras latinoamericanas llamado De vuelta del silencio. Libro que se ha mantenido hasta hoy inédito y que está a punto de ser publicado en Medellín. En la ruta de las escritoras, como lo narra ella misma, conversó con cuarenta mujeres: con Luisa Valenzuela, con Silvia Molloy, con Nélida Piñon, con Elena Poniatowska, con Carmen Ollé y con muchas otras mujeres. Fueron entrevistas íntimas, muy poderosas.
Albalucía no se detenía, era una testigo del presente, una mujer de una nueva visión. Parecía estar en todas partes, en la India, en América Latina, en Estados Unidos, en Europa. Vivía en el no tiempo. Y mientras decidió no volver a Colombia, en las universidades empezamos a leerla. Profesores como Cristo Figueroa e Isaías Peña, profesoras como Paulina de Sanjinés y Betty Osorio la leían en sus clases, y el culto a la obra de la autora pereirana creció. Habían aparecido los hombres y mujeres capaces de descubrir en esa obra la inmensa grandeza que iba a transformar nuestra concepción de la escritura.
En el año 2002 regresa por fin a Bogotá, regresa en ese viaje que parecía no tener retorno. Un grupo de mujeres le ayudan a hacer una edición limitada de una nueva novela: Tierra de nadie. Pero la mayor sorpresa de ese momento para ella fue descubrir que en ese país que la había denigrado, había cientos de personas que la leían, que hablaban de su obra. Escribe dos novelas más que, junto a la anterior, componen la trilogía de la Nueva Conciencia: No hay mariposas en el bosque y El regreso a la montaña, estas dos aún hoy inéditas.
En el año 2015, cuando La pájara pinta cumple sus cuarenta años de haber sido publicada, Colombia por fin le da su bienvenida definitiva. Ya diez años antes el Ministerio de Cultura, en una serie de eventos que celebraban a las escritoras colombianas, le había hecho un primer reconocimiento. Pero el momento más importante sucede cuando estas nuevas generaciones de lectores y lectoras ven publicarse por fin La pájara pinta (2015), Oh gloria inmarcesible (2016), editadas por Ediciones B y Los girasoles en invierno (2017), editada por la editorial de la Universidad de los Andes. Y siguen aumentando los títulos que en el presente las editoriales colombianas vuelven a publicar. Pronto saldrá Misiá Señora y seguramente llegaremos al día de ver publicadas sus obras de conciencia, Los cuadernos de Arathía Maitreya, La cartilla del Panda y la trilogía de la Nueva Conciencia completa.
Albalucía ha dejado de ser solamente una escritora de culto, porque cada día más gente joven la lee, porque ella que se adelantó en el tiempo, como le decía Jorge Zalamea: “Albalú naciste cien años antes”; ha encontrado finalmente su lugar. Y no dudo en decir que, más que una autora que llegó antes de tiempo es una sabia que llegó a resonar en muchas épocas. Esa pájara que asumió la locura completa, porque, como ella dice, no le servía la locura a medias y se lanzó sin paracaídas para mostrarnos que la vida se puede vivir así, sin asidero, sin contención. Esa andariega que ha escrito con una deliberada conciencia del lenguaje y la historia, que con su gran figura de Chamana puede salir a las calles en Colombia o en cualquier otro lugar del mundo donde se encuentre a llevarnos esa energía contundente, esos cánticos: yo soy paz, somos paz. Una mujer de varios nombres y varias frecuencias: Arathía, Arathaia, Aihtara. Una mujer que fue testigo de tantas revoluciones durante el siglo XX, y que sigue hoy en el XXI viendo desmoronarse esa cultura que ella misma ha contado.