“Nana”.
Nunca he preguntado por qué, pero a mi abuela, a mi abuela materna, le decimos nana. En verdad su nombre es María Angélica, pero siempre le hemos dicho así: la Nana, con mayúscula. Cuento esto para narrar una anécdota relacionada con José Donoso. O con la forma en que leo a Donoso.
Hace tiempo, mucho tiempo, mi familia materna tuvo una casa en Las Cruces. Y alguna vez hablando con la Nana, no sé de qué, me contó sobre sus veraneos cuando joven. En verdad, no recuerdo si era en Las Cruces o Cartagena, pero bueno. Entonces Chile no era muy distinto al de ahora: las elites se juntaban en un balneario y sus hijos se relacionaban entre sí. No es mucho lo que la Nana me cuenta. José Donoso era parte de ese ambiente. Y ella era menor, pero aún así lo recuerda. Hablaba mucho, se veía bastante lampiño con el traje de baño y era hijo del médico José Donoso Henríquez. Y punto. Y así, cada vez que he intentado sacarle más información al respecto, repite lo de arriba o vuelve a una anécdota que a estas alturas he escuchado un millón de veces. Resulta que, durante gran parte de su infancia y juventud, la Nana fue gorda. Gorda-gorda. Y así pasó su adolescencia con vergüenza, traumatizada y atacada por la timidez. Cuando se iban de vacaciones, por ejemplo, no se atrevía a bañarse y se resguardaba bajo un quitasol, con capas de ropa sobre el cuerpo, mientras Donoso y los otros jóvenes, probablemente, se bañaban.
Mucho tiempo después, a principio de los noventa, cuando Donoso era Donoso, en la época de sus talleres en Galvarino Gallardo y todo eso, la Nana se acercó a hablarle durante una feria del libro. Entonces mi abuela había perdido mucho peso. Estaba flaca. De hecho, en todas las fotos que conozco de ella se ve flaca, como si su gordura fuera una mentira con la que intentaba convencerme de que no comiera tanta comida chatarra cuando chico (aunque ese es otro tema). Pero volvamos a la Estación Mapocho. Imaginemos la situación: José Donoso en el stand de Planeta, una fila no tan numerosa, pero sí una buena línea de gente detrás de ella, mientras la Nana se acerca con su copia de Casa de campo. A Donoso, se sabe, le gustaba hablar con la gente en las ferias de libros, hacer preguntas, comentar, reírse, etc., así que me imagino que, como acostumbraba, en aquella ocasión se tomó su tiempo con cada persona. Hasta que llegó el turno de mi abuela.
—¡María Angélica! —le dijo Donoso apenas la vio.
—Pepe —le respondió mi abuela—, ¿te acuerdas de mí? Pensé que iba a tener que recordarte quién soy.
—Pero claro que me acuerdo de ti, mujer. Cómo te voy a olvidar si eras tan gorda cuando éramos jóvenes.
El comentario de Donoso no ayudó mucho. Al contrario. Revivió el trauma juvenil de la Nana. Y esa copia de Casa de campo —que ahora está en algún lugar de mi biblioteca en Santiago—, no tiene ninguna firma, ni dedicatoria.
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No mucho tiempo después de esos veranos, en 1949, luego de casi tres años en el pedagógico de la Universidad de Chile —infelices años, al parecer—, José Donoso viajó a Estados Unidos para terminar sus estudios de pregrado en la Universidad de Princeton. El sistema universitario estadounidense dicta que los estudiantes de primer año son freshman, en el segundo sophomore, después junior y por último senior. Donoso, a los 25, era junior, algo extraño frente a la realidad del resto de sus compañeros: la mayoría con suerte alcanzaba los 21 años. Y no sólo eso: el escritor chileno ya tenía ciertas experiencias de vida que asombraban a los otros estudiantes —la mayoría ni siquiera había salido de Estados Unidos—, como el trabajo que hizo de ovejero en Magallanes o su viaje por Argentina donde conoció a Borges.
Es inevitable vincular a Donoso con los temas de su obra (que él mismo instauró y se hizo cargo), como las casonas, las abuelas moribundas, lo monstruoso y el ocaso de un Chile decimonónico. Lo atípico es hablar de un Donoso joven. Casi nadie habla, o ahonda, en el Donoso de formación, el viajero empedernido, el que intentaba encontrarse a sí mismo. Puede ser porque he escuchado tantas veces esa anécdota familiar, es decir, me he imaginado tantas veces a Donoso con traje de baño (y a la Nana gorda), que aquello es lo que primero aparece, en mi cabeza, al abrir cualquiera de sus libros. O porque mi lectura no está distorsionada por las lecturas educacionales obligatorias (fui a un colegio waldorf y me salvé de leerlo a la fuerza). Como sea, es a partir de esa anécdota familiar, y pese a que sus libros parecen ir en contra de esta idea, que me imagino a un Donoso joven. A ese Donoso que durante sus veintitantos viajó por el sur de Estados Unidos y México a dedo (un par de años antes que Kerouac y compañía). O el que le puso a su segundo libro de cuentos El Charlestón, un título energético y muy en sintonía con Francis Scott Fitzgerald, el autor estadounidense que escribió en Este lado del paraíso, su novela de iniciación sobre un joven con aspiraciones literarias que estudia en Princeton: “No quiero repetir mi inocencia. Quiero perderla de nuevo”.
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Más de sesenta años después, Princeton parece haberse congelado. No sólo por el duro invierno del hemisferio norte que no quiere irse; también porque sus edificios lucen intactos desde hace siglos. Caminar por Princeton es como caminar por Hogwarts, la escuela de Harry Potter. Acá los estudiantes no usan varitas, pero puede ser por el espíritu ivy league, o porque todo está nevado y hay chimeneas humeando, que todos parecen jóvenes magos. Es una escena muy propia de esta área de Estados Unidos que parece siempre estar en otoño o celebrando navidad. El mismo Donoso, en una crónica que publicó en El Sol de México (“Breves encuentros con la fama”), narra algo similar al recordar el ambiente de la universidad durante invierno: “Los edificios neogóticos cubiertos de nieve. Garrafas de sidra que dejábamos para que se enfriaran en los alféizares de nuestras ventanas, de modo que a la luz de la tarde se veían como glóbulos de ámbar suspendidos en las fachadas de nuestros colegios. Ardillas. Muchachos embozados en larguísimas bufandas de franjas negras y naranja transitando por el paisaje cuya blancura absorbía los sonidos”.
Fue gracias a una beca de la Fundación Doherty que Donoso pudo ingresar a Princeton. Muchos pintores y artistas visuales chilenos obtuvieron u obtendrían la beca (Carlos Faz, Pablo Burchard Aguayo y Nemesio Antúnez). Y si bien lo oficial es que Donoso partió a Estados Unidos gracias al dinero de la fundación Doherty, ya en Princeton el escritor se encargó de correr un rumor diferente. Robert Keeley, uno de sus compañeros y amigos durante esos dos años, recuerda en MSS revisited, un librito auto-publicado por él sobre sus recuerdos de esos años: “Contó que era un destacado estudiante de una universidad en Santiago, y que obtuvo una beca de una mujer millonaria la cual se había casado con un prominente chileno. La beca consistía en dos años de estudio en cualquier universidad estadounidense”.
Más allá de las posibles exageraciones, lo cierto es que, según el mismo Donoso, algo de ayuda económica recibió de Inés “Momo” del Río, la famosa mecenas y protectora de variados artistas y literatos chilenos. Lo divertido, finalmente, es que en gestos como estos se nota que Donoso entendió que la mejor forma de convertirse en escritor era crear un mito alrededor suyo. Desde su primer día de clases Donoso se presentó como un ser extravagante, ayudado por el hecho de ser mayor, de venir de un país tan lejano y desconocido como Chile y de, pese a tener un manejo del inglés impecable (obra de sus años como estudiante en el Grange), su particular acento. Sobre su padre se remitió a decir que era médico. Pero sobre su madre elaboró un poco más: “Su madre era una formidable mujer que alguna vez pensó en postularse como alcalde de Santiago, o tal vez así lo hizo. Cuando me contó sobre este gesto, José lo atribuyó a la menopausia”, escribe Keeley, quien dice haber escuchado a Donoso en variadas ocasiones rememorar sus meses en Magallanes cuidando ovejas y leyendo y releyendo En busca del tiempo perdido de Marcel Proust (en francés). “Aprendí a apreciar las historias de José”, dice Keeley, “aunque nunca las creí enteramente”.
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Donoso vivía en una pieza el Edwards Hall, un edificio/dormitorio para estudiantes construido en 1879 y con fama de ser un lugar oscuro y excéntrico. Antes de entrar a la biblioteca y encerrarme un día entero para revisar papeles y manuscritos, me detengo en este edificio. Sin identificación de estudiante no se puede entrar, por lo que espero que salga alguien para colarme. Así sucede y, ya adentro, subo por las escaleras hasta la parte sur, habitación 24, donde Donoso y Keeley se conocieron. En este sitio empezaría una amistad literaria. Tanto el chileno como el estadounidense habían escogido literatura como área de estudio, pero en el fondo querían ser escritores. Por un momento, incluso, planearon una novela a cuatro manos sobre el dorm en que vivían, aunque la idea no prosperó. El título sería Edwards Hall y la idea consistía en crear un fresco narrativo sobre los personajes que entraban y salían de este dormitorio, una serie de sketches acerca de “la amplia gama de excéntricos, neuróticos y primitivos que habitaban este edificio”.
Lo que sí prosperó fue MSS, la revista literaria en la que Donoso debutó como escritor. Y en inglés.
En ese entonces existían varias revistas literarias en Princeton. La más famosa era el Nassau Literary Magazine, con una larga historia detrás. MSS, a su vez, llevaba poco tiempo, apenas un número. A Robert Keeley le ofrecieron ser director de la revista. Y lo primero que hizo fue poner a Donoso como su brazo derecho para pensar en qué cambios hacer y a quiénes les gustaría publicar. Sin embargo, prontamente tuvieron que interrumpir sus planes: el semestre se acababa y la mayoría de los estudiantes regresaba a sus hogares por el verano. Keeley pasó junio, julio y parte de agosto en Martha’s Vineyard, una isla situada en la costa este. Donoso, a su vez, partió a México, siguiendo su espíritu trotamundos. A su regreso, meses más tarde, cuando cruzaba la frontera en Texas, se dio cuenta de que había olvidado sus documentos en su pieza, en el Edwards Hall. Por poco no consigue volver a Princeton y, de hecho, se hizo pasar por ciudadano estadounidense para no tener problemas más serios, como que le quitaran la visa y lo mandaran de vuelta a Chile.
De vuelta en la universidad, Keeley se sorprendió al ver a Donoso instalado afuera del gimnasio, con una mesa, ofreciendo suscripciones. El plan consistía en asegurar económicamente la revista antes de editar el segundo número. La meta era vender 400 suscripciones era la meta. Sin mucho éxito, decidieron ir de puerta en puerta, a través de los edificios de estudiantes y profesores. Donoso resultó ser el mejor vendedor. Además de su acento y apariencia llamativa, el escritor chileno usaba un argumento infalible: presentarse como un empobrecido estudiante de un país tan remoto como Chile. Por último le aseguraba a los posibles suscriptores que los escritores que MSS publicaba, sin duda, serían famosos. Keeley: “Pero el elemento más efectivo de su capacidad de venta era su persistencia, su habilidad para convencer cautelosos estudiantes de años superiores que cometerían un grave error si es que lo rechazaban. Generalmente Donoso se auto-invitaba a la pieza, sin siquiera preguntar, tomaba posición de algún asiento desocupado, y daba la impresión de que no podía irse de la residencia hasta que le colaboraran. “Un dólar no es tanto dinero cuando se necesita para conseguir paz y calma. De esa forma José vendió más de 200 suscripciones, mucho más que los otros miembros de MSS juntos. Alcanzamos un total de 350 y decidimos continuar con el primer número”.
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Hay algo fronterizo en la forma en que Donoso escribe en inglés. No usa un inglés americano, sino uno cercano a la tradición inglesa de fin de siglo. Nada raro: estos son años de descubrimientos literarios. En Princeton Donoso lee en profundidad a Henry James, algo que se nota en la prosa de sus dos primeros cuentos, tanto en el constante uso de la coma como en las frases intercaladas, la figura de los padres y los espacios físicos de las casas.
Con fecha de noviembre, 1950, en el segundo número de MSS, “The Blue Woman” es el primero de los dos relatos que Donoso publicó en Princeton. Cuenta la historia de Myra, una frágil mujer en sus cuarenta que trabaja en una agencia de publicidad en Nueva York. Sin pareja ni familia, y apenas un par de amigos que visita de vez en cuando, Myra pasa sus fines de semana en un estado de bovarismo: con frecuencia asiste a las funciones dobles del cine para evadir la realidad. Entonces, aburrida de su vida y de su apariencia, decide operarse su nariz. Su cambio facial, una noche que conoce a un par de extraños en un bar, comienza a aterrorizarla; en diversos espejos y vidrios ve a una mujer azul que le recuerda su rostro anterior.
El hecho de que el primer relato que Donoso publicó tuviera a una mujer de protagonista es clave. “José estaba enamorado de las novelistas mujeres. Tenía planeado escribir su tesis sobre Jane Austen”, escribe Keeley. Antes que Austen, eso sí, Donoso manejaba la idea de investigar la obra de Virginia Woolf, otra de sus escritoras favoritas, y a quien, él mismo reconoció en muchas entrevistas posteriores, le robó técnicas narrativas como el monólogo interior. Pero cuando pidió permiso para trabajar sobre Woolf, su guía de estudios se lo negó rotundamente: “No existe un corpus crítico serio sobre su obra”, le dijo. Finalmente el autor chileno escribió sobre Jane Austen: The Elegance of Mind of Jane Austen. An Interpretation of Her Novels Through the Attitudes of Heroines.
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Princeton, como la mayoría de los pueblos universitarios en Estados Unidos, es un territorio finito. Solo en una tarde es posible recorrer las calles comerciales y ya sentirse en un estado de déjà vu turístico. Empiezo en la tienda oficial de la universidad, donde venden merchandising de Princeton. Veo varias copias de Este lado del paraíso y de El Gran Gatsby, libros de Einstein, quien enseñó acá, y un volumen donde se destacan los alumnos famosos que han pasado por Princeton: no aparece Donoso. A un par de cuadras está Labyrinth Books, la mejor librería en toda el área. Voy a la D y encuentro algunos pocos libros de Donoso. Son solo traducciones al inglés: Curfew, The Garden Next Door, Taratuta and Still Life with Pipe: Two Novellas. Abro los libros y veo que son viejos y con sellos que han empezado a desvanecerse, probablemente de colecciones de profesores. En las contraportadas hay blurbs de John Barth, Kurt Vonnegut y Robert Coover.
A una cuadra doy con la calle Witherspoon donde, según Keeley, lavaban ropa: “Un día noté que había una larga pila de camisas sucias en una de las esquinas de la pieza de José. Cada vez que necesitaba una camisa limpia, José iba a la tienda de la universidad y compraba una nueva. Luego de decirle que eso era estúpido y una pérdida de dinero, le presenté a la señora que me lavaba la ropa, una italiana inmigrante que vivía en Witherspoon Street”.
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Se ha creado un mito en torno a los papeles y manuscritos de Donoso. Años atrás, cuando su colección se abrió al público general, algunas revistas y diarios chilenos publicaron artículos enfatizando su homosexualidad (o bisexualidad). La mitad de esos papeles hoy está en Iowa, donde Donoso enseñó escritura creativa, y el resto en esta universidad. Me paso dos días buscando sobre su relación con Princeton; cartas a amigos que conoció acá, apuntes y otros textos. Pero en el camino me entretengo y divago. Entrar en la vida personal de Donoso es entrar en la historia de la literatura latinoamericana reciente. Así que lo obvio sería buscar su correspondencia con los otros autores del Boom: García Márquez, Vargas Llosa, Fuentes y Cortázar. Son sus amigos y colegas de los años en que Donoso y su esposa, María Pilar Serrano, vivían en España, principalmente en Barcelona, donde escribió muchas de sus obras más famosas. Sin embargo, en vez de eso me pongo a buscar sus vínculos con las generaciones posteriores.
Encuentro cartas de Alberto Fuguet y Edmundo Paz Soldán, dos autores del McOndo, ese movimiento o antología que suplantaba el realismo mágico por un realismo moderno y urbano. Ambos, sin embargo, se muestran cercanos a la obra y la sensibilidad de Donoso. Fuguet escribe desde Iowa, donde fue invitado al famoso International Workshop. “Todos tienen los mejores recuerdos de usted. En este sentido, el solo decir que fui estudiante suyo me sube de estatus. Lógicamente, me aprovecho de ello aunque sé que no lo merezco”, escribe Fuguet en 1994. Paz Soldán había conocido a Donoso en Buenos Aires, a fines de los años 80, en una feria del libro. Y poco después de ese encuentro el escritor boliviano se instaló en Alabama, donde fue a la universidad. “Recuerdo las charlas que tuve con usted, sus consejos, y sé que esos encuentros, por más pequeños que hayan sido, marcan un hilo fundamental en mi vida literaria, es decir en mi vida”.
También encuentro una carta de César Aira en la que el escritor argentino se queja de una visita cancelada a Buenos Aires: “¡Qué bajón inmenso que no venga a la Feria del Libro! Me había hecho la ilusión de verlo, y como me tomo tan en serio mis ilusiones, realmente lo vi por anticipado, y estuvimos charlando… Cuando me dijeron que no vendría fue como si me expropiaran, y me hirvió la sangre. No me adapto a cosas así”.
Asimismo un mensaje de la profesora estrella de NYU, Diamela Eltit, quien en el 92 era agregada cultural en México y se quejaba del mundillo literario local: “Me repuse ya del impacto de estar en Chile y ver que ahora: espejito, espejito, el que más vende es el más bonito. Yo pues ni modo (a la mexicana) quedé abajo de la pasarela por tonta y desubicada”.
Y me encuentro con varias y muy largas cartas de una inspirada Isabel Allende, mucho antes de La casa de los espíritus. “Siempre pensé que las personas famosas vivían rodeadas de admiradores respetuosos, preparando conferencias o aisladas en el silencio y la soledad de su escritorio”, le escribe en 1971, un año después de que se publicara la novela más celebrada de Donoso, El obsceno pájaro de la noche. “Tu carta, sin embargo, es la de un hombre tranquilo y sencillo, que mira mucho, habla poco, escucha y existe honestamente en un precioso lugar de España donde nadie habla de política y donde no hay smog. En resumen: algo muy cercano al Paraíso”.
Me detengo en una carpeta que contiene los originales de los dos relatos publicados en MSS, “The Blue Woman” y “The Poisoned Pastries”. También dos traducciones de estos, aunque al parecer no se publicaron. Los autores son María y Hugo Achar, el segundo un académico uruguayo. En la misma carpeta se encuentra la única reimpresión, hasta la fecha, de estos relatos (Chasqui, la revista de estudios latinoamericanos de la Universidad de Wisconsin, Madison). Así, los cuentos permanecen inéditos en español. Esto porque Donoso nunca se sintió muy cómodo con ellos. En una nota al final, de hecho, se ve un comentario al respecto, con una letra apenas legible: “Profundizar más la armonía de la prosa”.
Además de papeles hay una carpeta llena de fotos. Muchas fotos. Parto con las del Boom: Donoso con Fuentes, Vargas Llosa y García Márquez en distintas situaciones, todos sonrientes y abrazados. Encuentro cinco imágenes de su tiempo como estudiante en Princeton. En una está sentado en el borde de una ventana, lleva el corte de pelo que esta universidad hizo famoso (the Princeton haircut), camisa blanca, corbata oscura, sin zapatos y de brazos cruzados alrededor de las rodillas. Mira a la cámara, pero sus lentes —ya gruesos en ese entonces— no dejan ver sus ojos. Atrás dice: Princeton 1949. Otra imagen de la misma serie lo presenta con una pipa, en un salón de la universidad, también descalzo. Donoso parece un personaje de un relato de John Cheever antes que un futuro escritor de casas señoriales. Hay una más de esos años; sentado con una camiseta blanca y un gorro de safari. El lugar podría perfectamente ser México; tal vez un pueblo de clima árido. Y hay, al final, una foto de una foto. Es de José Donoso y su madre, Alicia Yáñez. Fecha: 1926. Donoso tiene el pelo rubio y ruliento (a lo “príncipe valiente”) y está de blanco. Parece una niña. Le toma la mano a su mamá, y ella, sonriente, lo mira.
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Fabián Casas lo dijo: “Las parejas y las revistas literarias duran casi siempre dos números”. En el tiempo que Donoso estuvo en Princeton, MSS tuvo tres ediciones. Dos con relatos del escritor chileno. “The Poisoned Pastries” fue incluido en la edición de mayo, 1951. “The Poisoned Pastries” parte con un hombre rememorando su infancia y las pesadillas surrealistas que tenía con su padre (un sueño recurrente en el que el narrador se hincha como un gigante globo rosado hasta reventar, lo que hace que desde su interior una moneda caiga al pavimento). Le sigue a esto la aparición de una extraña señora que le ofrece unos pasteles al niño y a su hermana, quienes se niegan a probarlos. En “The Poisoned Pastries” hay varios elementos que adelantan pistas de por donde avanzará la narrativa de Donoso, como el personaje de la abuela religiosa y enferma que el narrador y su hermana deben visitar cada noche, y la presencia/ausencia de los padres. Incluso en esta etapa inicial Donoso es donosiano. Según Keeley, el escritor chileno le comentó que se había inspirado en un episodio de su niñez.
“Es una historia bien planeada, pero el escritor ha tenido dificultad en desarrollarla, la clásica dificultad de intensificar una anécdota y hacerse cargo de ese tono de reminiscencia con que se presentan a los personajes. Cuesta evocar a la repelente y patética mujer”, escribió Robert Fitzgerald, profesor de la universidad, al reseñar el número de MSS para el periódico de Princeton. Aunque a Donoso no le dolió tanto la crítica: “Por lo menos no dijo que estaba imitando a otro escritor”, le comentó a Keeley.
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El autor de Coronación nunca fue un estudiante ejemplar. Ni en el colegio, ni el pedagógico, ni menos en Princeton (“resulté ser un alumno deplorable”). Siempre estuvo más interesado en vivir que en estudiar. O en leer. Ahora, además, tenía a su disposición todos los autores que siempre había querido y en su idioma original. De ahí que su paso por Princeton lo ayudara a confirmar que como estudiante era irregular y su condición de escritor. En uno de los archivos que hay en Princeton, una autobiografía, Donoso recuerda al respecto lo siguiente:
Mi guía de estudios me preguntó sobre mis calificaciones malas. Le respondí que estaba enamorado. Protestó que sin duda yo no era el único princetoniano enamorado. Cuando respondí a su protesta con un “pero señor, comprenda, yo soy latino”. Me hizo salir, seguramente, para reír.
De todas maneras, el sistema de universidades estadounidenses daba libertad a sus estudiantes. Muchos exámenes y evaluaciones eran bastante autónomos. En enero de 1951, iniciando su último semestre en Princeton, le escribe a la “Momo”:
Yo cada día más interesado por la pintura. Tengo ahora el curso más maravilloso del mundo, que se llama “The Northern Rennaissance”. Tres clases y una discusión cada semana. El examen final es lo siguiente: nos dan la quotation de Eckhardt “What is man that thou art mindful of him?”, y uno puede hacer lo que se le dé la real gana con ella. Un amigo mío escribió sólo un soneto; otro, un cuento de cuarenta mil páginas; Waring Bidle hizo un film; John Elliot pintó un tríptico moderno; Bob Belknap escribió una cosa que él llama “Interplanetary Pastiral”, totalmente genial e insano; Tony Devereux, un diálogo entre él y Lutero; Art Windels, un diálogo entre tres bolas de billar blancas, etc. Yo escribí una cosa larguísima llamada “The Private Collection of J. M. Donoso”, en la que hago con palabras un grupo de diez pinturas imaginarias, por pintores del renacimiento.
Y luego narra la recepción de su proyecto en clase:
Tuvo un success feroz, pues en el estilo de inglés traté de imitar el estilo de pintura, y las ideas eran siempre las mías, no las del pintor; tratando de poner cada cuento —es en realidad una serie de diez cuentecitos de más o menos cuatro páginas de largo cada uno— fuera del tiempo”.
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El fin de paso de Donoso por Princeton coincidió con el matrimonio de su amigo Robert Keely. Apenas terminó el último día de clase, el escritor chileno tomó un tren a Nueva York. Su plan era ir a la mayor cantidad de museos, librerías o simplemente recorrer las avenidas y parques.
“Llegó tarde, justo para la cena”, escribe Keeley sobre el día del matrimonio y la aparición de Donoso. “Le trajo a la novia un regalo en la bolsa de la tienda donde la había comprado, ya que no tuvo tiempo de envolverlo. Era un recipiente de aluminio rojo para poner hielo con la forma de una manzana gigante”. Adentro tenía una tarjeta con la siguiente inscripción: “Para Eva de la serpiente”.
Esa noche Donoso no prestó atención a las atractivas mujeres que bailaban y buscaban compañía. En vez de eso estuvo con la madrastra de Keeley, entonces en sus treinta años. Conversaron largamente y brindaron un par de veces. “Típico de José”, recuerda Keeley ya que Donoso, en esos dos años, tenía un historial al respecto. “Le gustaban las mujeres en general. Pero José no salía en citas durante sus años de estudiante. No lo necesitaba. Tenía dos amigas en el pueblo, aunque no eran chicas. Eran mujeres. Una era una viuda en sus cuarenta, la secretaria de uno de los departamentos académicos. La otra era la esposa de un doctor, un psiquiatra en verdad, en sus treinta. José regular y seriamente dormía con ambas mujeres, en las camas de ellas, nunca en su dormitorio. Cuando le pregunté por qué le atraían las mujeres ‘adultas’, me explicó que tenían tres ventajas. La primera es que eran ‘serias’. Segundo, eran ‘experimentadas’. Y más importante, eran muy ‘agradecidas’”.
Si lo que Keeley asegura es cierto, puede ser entonces que Donoso frecuentaba a la mujer de un matrimonio que vivía en el pueblo de Princeton. Un matrimonio de amigos que había conocido en la universidad y que lo recibieron en una navidad. En el artículo “Breves encuentros con la fama”, el escritor chileno lo recuerda: “Yo me había hecho amigo, entretanto, de un médico y su mujer que vivían en Princeton. Esa Navidad, cuando la mayoría de los estudiantes partieron a sus hogares, yo permanecí en la universidad y el doctor Howland y su mujer me invitaron a pasar la víspera en su casa. Oiría o podría tomar parte, me dijeron, de un concierto de flautas verticales. Alrededor del fuego y del ponche se reunió un grupo de grandes y niños tocando las viejas melodías de esas latitudes”.
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La noche del matrimonio el alcohol corrió y se bailó mucho. Horas más tarde Donoso apenas caminaba. El mismo Keeley se encargó de llevarlo al hotel y registrarlo en el lobby. Cuando terminó, vio que el futuro escritor chileno dormía en uno de los sillones.
Luego de esa noche, y con el tiempo contra (su visa expiraría pronto), Donoso comenzó su retorno. Tenía 26 años.
Al terminar mis estudios en Princeton emprendí mi regreso a Chile en autostop cruzando lentamente el sur de Estados Unidos y México, donde permanecí varios meses. Partí desde Washington, donde fui a despedirme de don Juan Ramón Jiménez, a quien veía con cierta frecuencia. Vivía en una de esas casitas horribles y oscuras, por no decir sórdidas, que los escritores españoles en el exilio tienen ese don especial para encontrar.
Pero no sólo pretendía despedirse del poeta español, también quería pedirle una carta de recomendación. El plan de Donoso era ir a México, a Xalapa, donde Gabriela Mistral vivía. Jiménez, a regañadientes, le escribió una carta. Y así, meses más tarde, el autor chileno se presentó frente a la poeta y premio Nobel en tierras mexicanas: “Le conté mi procedencia princetoniana y mi obligado regreso a Chile. Le relaté mis peripecias mexicanas, donde vivía hace casi un mes sin dinero, manteniéndome con un ‘trabajo’ insólito: flaquísimo (entonces), con crew cut y bermuda shorts, casi negro de tanto estar al sol, me iba en las mañanas al castillo de Chapultepec a esperar que llegaran los autobuses llenos de turistas norteamericanos. Me acercaba a alguna dama de aspecto crédulo y con mi más culto acento inglés le decía que yo era estudiante de psicología (falso) en Princeton y que me hallaba capacitado para hacer un estudio de su carácter por las líneas de sus manos”.
Luego de unos días junto a Gabriela Mistral (se negó a que ese parlanchín joven chileno le leyera la mano), Donoso siguió su recorrido por América Latina. La llegada a Santiago sería un golpe duro. Luego de estos dos años en el extranjero, sintió que el país, más que nunca, se estrechaba y lo asfixiaba. En Princeton se sentía al otro lado del paraíso. Pero ahora le tocaba retornar. “Mi regreso a Chile marcó el comienzo de años áridos para mí, duros, sin dirección, insatisfactorios, prolongadísimos, en que iba a escribir y no escribía, en que enseñaba y no me gustaba enseñar, en que pensaba volver al extranjero sin lograr emprender el viaje, recordando con nostalgia Princeton, o a Gabriela Mistral en Xalapa”.
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Pese a los viajes, el paso del tiempo y los libros publicados, Donoso nunca perdió contacto con Princeton y sus compañeros. A lo largo de los años intercambió cartas con Robert Keeley, quien se convirtió en diplomático, viajó por diversos países y terminó viviendo en Washington DC; se alojó con John Elliot en Nueva York reiteradas veces; y Walter Clemons Jr, otro compañero que no escribió ficción, aunque sí desarrolló carrera como periodista y reseñó El obsceno pájaro de la noche para Newsweek (“con este libro se ha transformado en un novelista de categoría mundial”).
En 1973, Donoso le escribió a Keeley desde Calaceite, España, donde mantenía a su familia con 300 dólares al mes. La vida en la costa catalana no era cara. Pero Donoso se lamentaba no ofrecerle a su familia estabilidad financiera. Especialmente ahora que Pilar, su hija, cumplía seis años:
“No quiero dejar esta simple y sencilla vida para conseguir un trabajo en Madison Avenue. Aunque me gustaría pasar un año en una universidad estadounidense, pero ya veremos. Estoy hablando con tu hermano, y me dijo que le escribiera el año entrante, pero Dios sabe qué sucederá. Es difícil dejar esta solitaria, simple vida por algo que uno no está seguro de que le gustará. Aunque Princeton, especialmente Princeton, es tentador. ¿Ha cambiado mucho?”.
Así fue como Donoso regresó a Princeton de profesor invitado durante los años 74/75, gracias a la gestión de Edmund Keeley, el hermano de Robert. Ya tenía camino recorrido: en Iowa había sido profesor de varias generaciones de jóvenes escritores norteamericanos, entre los cuales se cuenta a John Irving, además de entablar amistad con Kurt Vonnegut. Su regreso a Princeton también sería tiempo de saldar deudas. Pese a la beca de la fundación Doherty y las ayudas de la “Momo”, Donoso se graduó y dejó una deuda de varios dólares con Princeton. Ya reconocido un escritor internacional, llegó a un acuerdo: ceder papeles y manuscritos para no seguir moroso.
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Le escribo un correo electrónico a mi madre mientras espero el tren de regreso a Nueva York. En el mensaje adjunto las fotos de las fotos de Donoso que saqué en la biblioteca. “Tal vez se las puedes mostrar a la Nana”, le digo, “si es que la vas a ver pronto”. Luego reviso mis apuntes y transcripciones. Me quedo pegado en un texto de Donoso sobre su infancia y juventud. No hay mucha información sobre dónde se publicó.
“Princeton me dejó marcado cosas importantes, tales como el hecho de que la literatura no estaba desprovista de encantos, ni tampoco era la fuente culpabilidad y miseria como me había advertido mi padre diciéndome que me convertiría en paria, sino, por el contrario, me di cuenta que para mí, por lo menos, encerraba un gran placer”.
El texto continúa con un tono nostálgico. Donoso recuerda a sus profesores, compañeros y el ambiente cultural de la universidad; sus fines de semana en Nueva York y sus visitas a museos; y repite que fue un pésimo estudiante, pero eso, aclara, no importa. Fueron años decisivos no sólo porque lo pusieron en contacto con escritores fundamentales para su futura obra, también porque se mantuvo vital; viajando, leyendo y escribiendo.
Allí se me dio a conocer las grandes obras del arte universal, con las cuales siempre había anhelado tomar contacto. Esas obras las vi en compañía de amigos nuevos e interesantes, en nuestros viajes de fin de semana a Nueva York. Durante las vacaciones me dediqué a hacer un viaje por México a pie, publiqué los primeros cuentos y me di cuenta que, para bien o para mal, era escritor.