En Caracas aprendió a leer y a escribir a los siete años con muchas dificultades. Creía que nunca aprendería a leer, las eles y las emes eran su tortura. Va a la escuela, después de los primeros llantos, conversa con las amigas, se descubre en la oralidad criolla, pero nunca demasiado criolla. Lástima no haber podido aprender a fondo más que una sola lengua, pero el proceso de fusión de ambos mundos andaba por ahí excavando solo y por su cuenta. A los nueve recita en silencio, no sabe con qué voz ni en qué lengua, tal vez con esa lengua transmental que, como una partitura, expansiona virtualmente lo que está dentro, por detrás y por encima de las lenguas.
Un domingo de 1950 lee los grandes titulares del periódico que su padre le ha enviado a comprar a la Pastelería Vienesa, a dos cuadras de su casa. Estalló la guerra en Corea (sin embargo, no tiene el menor recuerdo relacionado con la bomba de Hiroshima). Aterrada corre a casa a dar la noticia. Su madre la tranquiliza diciéndole que esa guerra está muy lejos, que a ellos no les ocurrirá nada. En la casa hay un Atlas. Se entretiene mirándolo. Océano Pacífico, ahí está la guerra. Repasa los nombres de ciudades. Tokio, Hiroshima, Guadalcanal, Madrás, Bombay, Shanghai. Del Pacífico al Atlántico: Dakar, Porto Alegre, Bahía, La Asunción. A los doce lleva un diario, por un corto tiempo. Durante la convalecencia de la parotiditis, se acomoda en la cama de la que tiene prohibido salir, a escribir, rodeada de libros, un verboso poema épico sobre el emperador Constantino, seis estrofas, que mal rimen no importa, el júbilo, el espasmo generador del poema es lo que cuenta. Tiene debilidad por las palabras que suenan extrañas: incólume, aldabas, séquito, cáliz, plugo al cielo. Más tarde incrementa su vocabulario con la lectura nocturna de la autoridad categórica de un diccionario. Con esas palabras llena cuadernos. Intenta describir el tulipán africano que ve desde la ventana del salón de clase, los bucares de la hacienda de Santa Lucía en la que pasa las vacaciones, los destrozos causados por la crecida del río Tuy, una yegua desbocada, la piel que, como traída por un fantasma, una coral ha dejado en el baño, el trapiche abandonado, el matadero, los paseos en burro, los baños en el río, las excursiones en bicicleta a la Fila de Mariches, los patios de secado de café, las luciérnagas en la completa oscuridad del campo cuando la noche se propaga, se desespera escribiendo, con su lengua pueril e indigente, aún cree en la totalidad del sistema de la lengua: aún cree que solo hace falta ser adulto para conseguir dominar el registro prescripto y la significación propia de todas sus referencias. Aún creía que sólo precisaba llegar a hacerse adulta para vencer inseguridades e incertidumbres. Tenía trece años, por el momento seguía confiando que era sólo un asunto de crecer y ganarle tiempo al tiempo. Pero el tiempo a su vez le bajaría los humos a ella y a sus falsas, montaraces e ingenuas creencias.
Entonces el tiempo pasa
Llegarán a ser nueve hermanos. De no ser por una pérdida, habrían sido diez. Las amigas, cuyas familias no pasan de tres o cuatro miembros, la envidian. Crece día a día, a los catorce supera el metro setenta en un cuerpo perfectamente infantil.
A partir de los diecisiete escribe. A veces suelta la presa. A veces tiene el placer de verla retornar de nuevo. Así será a lo largo de los años, ver partir la presa y volver de nuevo. A los veintidós, con el mentón en un puño, reflexiona sobre la prosa de ficción. El resultado de esa cavilación (traducido a las reflexiones de hoy) es la prosa concebida como despliegue prolongado de varios cruces de caminos y sus discursos respectivos: el del acaecer siguiendo su trabajo-en-progreso, el de las unidades mínimas espaciales y descriptivas, como funciones de apropiación de las diferencias cualitativas del mundo, el de la relación con el presente como momento de la inmersión lírico subjetiva bajo la que se descubre y encubre la materia de lo experimentado en relación inversa a sus fines prácticos. La andadura de la acción, la descripción, el hundimiento lírico: la narración en cuanto concurso de una multiplicidad de modos que, en interés de la objetividad, no pueden ni quieren ser dejados de lado. Sin contar con la modulación sintáctico-prosódica, con sus conectivos, con sus disyuntivos, sus adverbios, sus énfasis, sus pausas, sus sobresaltos, sus sacudidas, que acompañan la línea de flotación debajo de la cual corren las omisiones, porciones enteras de materiales transitorios acallados, las constelaciones, los contrapesos. Según Quintiliano, maestro de retórica, el ritmo de la prosa es más difícil que el del verso. Puede que sea así, puede que no. Pero todo lo que dice Marcus Fabius Quintilianus es que el ritmo es más difícil, no que la prosa en sí misma lo sea. Todo arte vivo, todo arte perpetuo y cambiante es complicado.
El hecho de que la acción avance no hace que se esté más cerca de la meta. No por ir rápido se llegará antes. Sólo hay que llegar, cómo y en cuántos contados pasos, cómo y en cuántos astutos desvíos, dependerá de la manera como se incrementan o se exprimen los elementos individuales de la experiencia con el concurso de las palabras y por la fuerza de la conexión de las frases pasando de la expresión al sentido. Sólo éstos, al margen de cualquier canon, si lo hubiera, prescriben los lapsos en que sedimentarán sus secuencias: secuencias temporales, secuencias intemporales y secuencias espaciales en sus niveles altos y en sus niveles bajos; como si se dijera, en la tierra y en el cielo, en terreno llano y terreno escarpado.
La prosa es como el periplo de Ulises de vuelta a Ítaca después de la caída de Troya, contado y cantado por el aeda. Homero entresaca episodios, abstrae, sutiliza, suma, articula, decanta intervalos de tiempo para transformarlos en tensiones, sorpresas, enigmas, aventuras, pero a Ulises, el hombre abocado a su destino, destino que antes de ser oído, leído, cantado, únicamente puede ser vivido, no se le ahorra ninguna de las instancias (penurias) del viaje para el que hay un itinerario de partida y el hecho cumplido, pero aún no resuelto ni tan siquiera asentado, de su llegada. En el entremedio años de incomprimibles necesidades, horas, días, semanas de movimientos tácticos, tránsitos sin lagunas, tránsitos que no se escurren con la misma rapidez instantánea y definitiva del agua de los dedos. De todos sus recursos, y la prosa ha hecho a plena luz uso y abuso de todos los medios privados y ajenos, el más propio e insoslayable es la demora que dimana directamente de la necesidad de retrasar, preparar, e intensificar el clímax, del amplio y regular desarrollo de sus convenciones temporalizadoras, de la alternancia, en razón de estos mismos fines, de sus modos de exposición y de sus vehículos de expresión, no cuantificables en extensión de páginas sino en el peso y suma de los tantos acumulados en el recorrido cuyos límites —puesto que cada camino recorrido puede llevar al comienzo de otro: así se hacen las historias— tanto el narrador como el lector, tan cerca el uno del otro que se confunden los jadeos de sus voces, aún desconocen.
Caracas, octubre 2004
Extracto del ensayo “Su vida”, contenido en el libro La refiguración del viaje. Mérida, Venezuela: Instituto de Investigaciones Literarias Gonzalo Picón Febres, 2005
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