Cada hombre es prisionero de su lengua, (…)
la primera palabra lo señala, lo sitúa
enteramente y lo muestra con toda su historia.
Roland Barthes
Todas las generaciones usan el lenguaje para
construirse su propio pasado resonante.
George Steiner
Cualesquiera que sean las formas del exilio,
la lengua es lo que permanece en nosotros.
Jacquès Derrida
1. Herencias defectuosas
La herencia es reafirmación de lo que nos es asignado y reactivación de sus contenidos a través de un acto de traición de parte del legatario: no dejar intacto el mandato recibido sino interrumpirlo, ejecutarlo, traicionarlo, transformarlo, como un modo de serle fiel, incluso a costa de su pérdida y abandono. El heredero es aquel que le otorga una nueva vida al mandato, lo que supone, de su parte, no solo su recepción sino sobre todo su intervención. Decirle que sí a la herencia no significa elegirla ni repetirla, sino plegarla a otra voluntad, hacerla hablar de otro modo, abrirla a nuevos devenires y desenlaces, finalmente, mantenerla en vida, lo que supone también sacrificarla.
El heredero se pone a prueba cuando descifra el legado y se juega los ojos tratando de comprender lo que de secreto hay en él. Leer esa lengua familiar y ajena que la herencia constituye es lo que el mandato quiere transmitir: no tanto entender lo que quiere decir sino entender que es imposible decirlo y que su contenido es intransferible.
La reflexión sobre la herencia es una cuestión ineludible a la hora de pensar en la memoria dividida en la lengua y en la literatura que se escribe desde el tránsito entre una y otras lenguas.
2. Sonidos de la memoria
La memoria es una cuestión de oído. No se puede recordar sino dentro de una lengua y la memoria es el modo como esa lengua suena. Esta representa entonces su zona más íntima, el lugar donde el pasado adquiere una forma sonora y se vuelve efecto y afecto de una voz. Recordar es un sonido que se escucha, una materia verbal que la memoria solicita para que el rumor del pasado se despliegue.
La lengua madre es la primera memoria, en ella se hace audible aquello que de la identidad es puro sonido porque allí donde la madre suena, la pertenencia es una posibilidad sonora, un hecho de voz, una afectividad de la lengua.
Todo pasado está determinado por una lengua que lo hace en la medida en que lo dice. Esa lengua que es el pasado es también su posibilidad de existencia. Es el reconocimiento de una voz lo que conduce al sujeto a reaccionar ante ese llamado que es siempre y solo una cuestión de oído que interpela su intimidad más entrañable.
¿Cómo habla la memoria cuando está hecha y dicha por más de una lengua; cuando lo más propio de ella está fracturado en la madre, en esa sonoridad compacta y singular que nos es dada desde el “origen”? ¿Cómo suena el pasado cuando está determinado por un entre-lugar lingüístico que quiebra la pertenencia o hace de la pertenencia un lugar sin sosiego?
Sobre esta condición intersticial fundada en la concomitancia y simultaneidad en un sujeto de más de una lengua, el escritor franco-argentino Héctor Bianciotti dice: “(…) cada lengua nos induce a mentir porque excluye una parte de nosotros, excluye una parte de los hechos, de nosotros mismos; pero en la mentira hay una afirmación y es una manera de ser en otro momento; muchas lenguas que conviven al mismo tiempo nos niegan, nos fragmentan, nos diseminan en nosotros mismos”.
Este argumento señala una relación estrecha entre lengua y experiencia al mostrar en qué medida, hablar y recordar son actos atravesados por un idioma que determina una forma específica de sentir lo que acontece, anclada en la lengua en que ésta ocurrió y evocada a partir de su especificidad lingüística. De esto se desprende que la memoria es también la lengua en que el pasado sucedió, como si su verdad más íntima estuviera en el idioma en que los hechos fueron vividos y en la manera como estos suenan en el recuerdo.
Para los sujetos bilingües o multilingües, la lengua materna es un plural problemático y difícil de habitar, como si la madre fuera también la que nos separa de ella para devolvernos a su cobijo a través de la fractura que supone haber escuchado su nombre en otro idioma, lo que implica su estallido en una dispersión irreversible.
Jacques Derrida, en el libro autobiográfico El monolingüismo del otro (1997), desde su condición de franco-magrebí, se pregunta acerca de cómo es posible ser monolingüe, tener una lengua, que a la vez no es la propia: “No tengo más que una lengua; ahora bien, no es la mía”. Esta “contradicción” sugiere la idea de que la lengua madre no es una sino más que una; es decir, que nunca es una sola porque en ella habitan, en una simultaneidad problemática, otras lenguas que revelan la presencia en su interior de una alteridad radical que hace imposible la propiedad de y en la lengua.
Para un sujeto multilingüe la lengua materna, “el nacimiento en cuanto a la lengua”, es un estado de alteración donde varias fuerzas se disputan el poder de nombrar y de hacer sonar la memoria desde una pertenencia lingüística específica; es un entre-lugar donde nada se pacifica ni apacigua sino más bien donde cada fuerza se abre paso y se enuncia justo allí donde se rompe y se lesiona.
En La lengua absuelta (1980) Elías Canetti, escritor dividido entre varios idiomas, reflexiona sobre la relación existente entre lengua y experiencia cuando observa: “cada deformación de las palabras me aflige, como si las palabras fueran criaturas sensibles al dolor” y, al referirse a su condición entre-lenguas observa: “Me contaron los cuentos en búlgaro pero los conozco en alemán y esta misteriosa transposición sea quizás la cosa más singular que yo puedo contar de mi infancia”.
Llama la atención el modo como Canetti define esa lesión de infancia que es el transitar entre-lenguas al llamarla “misteriosa transposición” porque pone el énfasis en el traslado que supone ir de una lengua a otra, hacia ese más allá de una lengua, mediante un “misterioso” recorrido donde se pisan dos idiomas sin estar del todo seguros de dónde termina uno y comienza el otro. Este no saber es el que determina la forma que tiene la infancia en la memoria, su enigmático modo de sonar.
Si la lengua madre como lengua lesionada es capaz de constituir “lo más singular de la infancia”, la experiencia de una fractura irreparable que hace posible su recuerdo desde ese lugar donde su lengua se quiebra; del mismo modo, esta puede convertirse en lengua criminal capaz de matar a sus hijos y dejarlos sin tumba.
Joseph Brodsky en un conmovedor ensayo titulado “En una habitación y media” (2006) se refiere a su infancia en Rusia cuando vivía con los padres en un apartamento de quince metros cuadrados y rememora diferentes episodios del pasado familiar. A lo largo del texto manifiesta su dolor e indignación por los daños que sus progenitores sufrieron a causa del totalitarismo stalinista y por la muerte que la máquina del terror les causó. El modo que elige para hacerse cargo del daño irreparable inscrito en su genealogía es escribiendo sobre sus vidas en inglés. Con este gesto extirpa el cuerpo de sus padres de la lengua madre, la rusa, y lo trasplanta a una lengua extranjera para que esta les dé una sepultura más digna al albergarlos en la ajenidad de su tierra y de su dictado:
Quiero que María Volpert y Alexander Brodsky cobren realidad conforme a “un código extranjero de conciencia”, quiero que verbos ingleses de movimiento describan sus movimientos. Con ello no resucitarán, pero al menos la gramática inglesa puede demostrar ser una mejor ruta de escape de las chimeneas del crematorio estatal que la rusa. Escribir sobre ellos en ruso no sería sino intensificar su cautividad, su reducción a la insignificancia, cuyo resultado es la aniquilación maquinal […]. Ya sé que no se debe equiparar el Estado al lenguaje, pero fue en ruso como dos ancianos recorrieron, arrastrando los pies, numerosos ministerios y cancillerías con la esperanza de obtener un permiso para salir al extranjero a visitar a su único hijo antes de morir y recibieron una y otra vez, durante doce años seguidos, la respuesta de que el Estado consideraba dicha visita “sin objeto”. […]. Así pues, que el inglés albergue a mis muertos. En ruso estoy dispuesto a leer, escribir poemas y cartas. Sin embargo, para María Volpert y Alexander Brodsky el inglés ofrece una mejor apariencia de la otra vida, tal vez la única que exista, salvo mi propio yo y, por lo que se refiere a este último, escribir esto en esta lengua es como lavar aquellos platos: es terapéutico.
Brodsky se enfrenta a la lengua materna para rechazarla y desheredarla, para señalar su corrupción y complicidad con la bestia totalitaria. Escribir el relato de los padres en inglés, optar por una lengua extranjera que además es la lengua de adopción después de su traslado a los Estados Unidos, implica señalar la dimensión siniestra de la lengua materna convertida en ruido ensordecedor, en jerga incomprensible y corrupta para darle sepultura a la memoria de su apellido. Escribir en nombre de los padres en una lengua ajena significa entonces hacer sonar su historia de otro modo, sacar sus cuerpos de la insignificancia del exterminio para inscribir en ellos otra resonancia capaz de trasladarlos lejos de la lengua criminal. Lograr de este modo, a través del “afuera” de la lengua, ese viaje “sin objeto” que la escritura realiza vicariamente al recordarlos con la sintaxis de otro idioma y al atribuirles la significación que la lengua madre les negó al quitarles la vida.
3. Las lenguas de la literatura
La literatura es un espacio que registra los sonidos de la memoria y da cuenta de ese estar entre-lenguas en el que se juega la identidad de un sujeto, una comunidad, una nación. Son numerosos los casos de escritores e intelectuales que después de las guerras, al emigrar a otros países europeos y a otros continentes, experimentan esa lesión en la lengua madre que los conduce a hacer casa y obra en otras lenguas.
Nombres como Walter Benjamin, Elias Canetti, Ezra Pound, Franz Kafka, Samuel Beckett, Vladimir Nabokov, Hannah Arendt, Joseph Brodsky, Hélèn Cixous, Jacques Derrida son figuras centrales de una literatura y un pensamiento marcados por el bilingüismo y el multilingüismo, el desplazamiento entre culturas e imaginarios, la traducción, la contaminación, el intercambio. Sus obras dan cuenta de cómo las culturas y las lenguas se trasladan, emigran, se exilian y como ese entre-lugar incómodo e indecidible donde se encuentran y se rozan, define formas de pensar y hacer la literatura así como modos de hacerse una lengua propia.
Si pensamos en el caso de la literatura latinoamericana, cabe destacar la presencia en su tradición, tanto la más lejana como la reciente, de voces y lenguas extranjeras que muestran la dificultad de trazar una frontera entre lo propio y lo ajeno, lo nacional y lo extranjero, en el ámbito de los corpus literarios nacionales. Autores como Vicente Gerbasi, Witold Gombrowitz, Arnaldo Calveyra, Juan Rodolfo Wilcock, Roberto Raschella, Sylvia Molloy, Fabio Morábito, Sergio Chejfec, Arturo Carrera, Márgara Russotto, Raúl Zurita son solo algunas de las voces que ponen en escena, mediante poéticas disímiles, esa lesión en la lengua madre atravesada por tantas implicaciones culturales, políticas, identitarias y estéticas.
Ante los constantes procesos de migración y desplazamientos de sujetos, lenguas, culturas, memorias; frente a la circulación cada vez mayor de escritores por fuera de su pertenencia nacional, se hace necesario plantear un concepto de canon nacional menos rígido y más permeable a la pluralidad, al contacto, al avecinamiento de los legados y a su endeudamiento recíproco. Un canon que se piense no desde el criterio de la permanencia y la homogeneidad, sino más bien de la inestabilidad y la rareza, de la inclusión de voces clandestinas, poco audibles, pero no por eso menos contundentes en lo que a su aporte en el proceso de formación y de cuestionamiento de una literatura nacional se refiere.
Ricardo Piglia, uno de los críticos que mayor atención le ha prestado al problema de los usos por parte de la literatura de las herencias que la conforman, plantea cómo la literatura (alude al caso de Argentina), está atravesada por corrientes subterráneas, por lenguas extranjeras y menores que activan “los mecanismos de falsificación, la tentación del robo, la traducción como plagio, la mezcla, la combinación de registros, el entrevero de filiaciones”. Este conjunto de sonoridades ajenas, de mínima o pequeña visibilidad, dispersan y fracturan de forma “irreverente” el corpus nacional mermando su estabilidad y coherencia. Es el “complot” que estas lenguas menores traman en la lengua mayor, la confrontación entre lo “superior” e “inferior”, lo familiar y lo extraño, el cruce de las lenguas donde se enrarecen y se vuelven inciertas, lo que pone de manifiesto cómo una literatura es también el relato de su disgregación y traición.
Siguiendo esta misma línea de reflexión, Sergio Chejfec, en un ensayo sobre la literatura judía, destaca la importancia de ese espacio intersticial donde se desdibujan los límites de la lengua y la cultura cuando dice: “Una circunstancia similar ocurriría en América Latina, cuya literatura de mayor complejidad y aliento estético no es la inmediatamente emblemática, la que se identifica con la mirada exterior, sino aquella que tiende a escribirse sobre la frontera borrosa de las tradiciones culturales, confundiendo las nociones de lo propio y lo ajeno”.
Tanto Piglia como Chejfec reconocen la importancia que tiene una lectura de la literatura nacional que no se centre solo en sus libros más representativos o en los que la tradición señala como los más emblemáticos, sino también en aquellos marcados, como dice el autor de Respiración artificial, por “la extrañeza de la lengua” a sabiendas de que “las formas cristalizadas de la lengua literaria, las maneras y las manías de los estilos ya convencionalizados anulan cualquier música de la lengua porque en los lugares más oscuros e inesperados se pueden captar los tonos de un estilo nuevo”.
Cabe preguntarse entonces qué ocurre con la escritura cuando sale de “su casa” y emigra, se exilia, se desplaza hacia otros destinos geográficos; como se relacionan los escritores que “están afuera” con su lengua y cómo se inscriben o no en esa construcción difusa e inaprensible, cada vez más diseminada y deslocalizada que es la literatura nacional.
Sylvia Molloy en el libro Poéticas de la distancia. Adentro y afuera de la literatura argentina (2006) responde a esta interrogante cuando dice que el escritor emigrante, tiene la necesidad “de hacerse una lengua propia —generalmente derivada de los procedimientos de la traducción que se transforma en una práctica de supervivencia en la nueva cultura y la posibilidad/necesidad de construirse una “biblioteca” personal a partir de préstamos, apropiaciones e intercambios— una colección de referencias nuevas capaz de articular de manera creativa ese novedoso lenguaje propio con la tradición normativa de la cultura que supo ser propia y que ahora se percibe como algo ominoso, a la vez ajeno y familiar”.
Esta lengua “propia” de la que habla Molloy, resultado de un proceso de transformación y cambio que se produce cuando la lengua sale de su ámbito de pertenencia y se abre a un exterior que la desvía, la fractura, la intensifica, la hace dudar sobre el uso correcto de su sintaxis y gramática, es la única lengua posible para quien está afuera. Su estado lesionado, su estar en el límite de lo decible, su desequilibrio e intensidad revelan su dimensión afectiva porque la lengua también es capaz de sentir y de hacerse sentir mediante su modo de sonar y vibrar, de desafinar y desentonar. Este sonido que la escritura emite, su paso entre lenguas como recorrido audible que hace sonar la materia verbal de la que está hecha la literatura, es el lugar donde la memoria teje su relato más secreto y muestra la complejidad de su trama.
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