Javier Sologuren (Lima, 1921-2004) es una figura fundamental de las letras peruanas del siglo XX, y su labor intelectual se desarrolló magistralmente en las vertientes más diversas. Labor en que se reúnen la inclinación instintiva por la creación poética (que él atribuye a vicisitudes de su infancia), la curiosidad e intuición del buen lector y la formación recibida en universidades prestigiosas: la Universidad de San Marcos (donde se doctora en Literaturas Hispánicas), el Colegio de México (donde conoce a Alfonso Reyes y es discípulo de Raimundo Lida) y la Universidad de Lovaina. Todo ello daría como resultado una poesía tan sustancial como sólida en su factura.
Además de profesor universitario, Sologuren es recordado como un influyente crítico de literatura y de arte. Su producción ensayística trata los temas más diversos, siempre con erudición y perspectiva personal: poesía española, literatura clásica japonesa, poetas franceses, suecos, alemanes, pintura, escultura, etc. Muchos de esos ensayos complementaban su otro campo de acción, la traducción literaria. Sologuren veía en la traducción un pleno ejercicio creativo, y muy estimadas son sus versiones de poesía francesa e italiana. La edición fue otra manera de ejercer la crítica. No solo editaría clásicos universales; conocido es su interés por la poesía peruana escrita por jóvenes: gracias a él, aparecerían los primeros libros de Javier Heraud, Luis Hernández y otros poetas que, tras ese espaldarazo, alcanzarían relieve en la literatura peruana.
Junto con Jorge Eduardo Eielson, Sebastián Salazar Bondy y Raúl Deustua, conformó en su juventud el primer grupo de poetas de lo que hoy (con la añadidura de Blanca Varela, Carlos Germán Belli, etc.) se conoce como “Generación de 1950”, generación de ambiciosas inquietudes culturales. Es en complicidad con Eielson y Salazar Bondy que publica la antología La poesía contemporánea del Perú (1946), que propone las líneas y los representantes de la poesía peruana del siglo XX: en adelante, José María Eguren y César Vallejo se instituirían como fundadores de la modernidad poética. Pero el prurito intelectual de Sologuren sería más profundo; esto lo distinguió de sus coetáneos, especialmente por la forma como incidió en su trabajo creativo.
En una personalidad creadora como la suya, el conocimiento era fundamental. El nombre que escogió para compendiar su obra poética, Vida continua (2016, en su quinta edición), delata cómo esta brotó con admirable fluidez durante seis décadas (1939-1999) en las que compuso más de veinte conjuntos poéticos (que él llamaba “cuadernillos”) y poemas largos. Si bien su vasta producción presenta temas e imágenes constantes, es patente la variedad estilística que distancia los títulos. En Vida continua se emplean —con felices resultados— los más diversos procedimientos formales, traídos incluso de tradiciones no occidentales.
La flexibilidad del autor para refundar sus directrices formales es consecuencia de una voluntad de experimentar que, en el fondo, es el germen de su poética: la poesía es flujo, no materia inmutable, y el poeta debe mantenerse en la búsqueda de su secreto. Por ejemplo, en sus primeras colecciones se observa un estilo basado en la acumulación de imágenes paralelas; y en colecciones posteriores aboga por un estilo conciso, con una sensibilidad que en ciertos momentos es próxima a la del haikú japonés:
Las frescas copas
de celeste licor:
lluvia en las hojas.
Sologuren, pues, dirá que el verdadero trabajo creativo está en indagar cuál es la forma precisa de expresión que un contenido requiere. Un conocimiento vasto de técnicas y formas es, entonces, primordial en su trabajo: el saber como herramienta, no por mera vanidad intelectual.
Eso lo hace un escritor de excepción en el panorama del Perú. Roberto Paoli lo confirma al estudiar cómo algunos poetas peruanos enfrentaron las limitaciones inherentes del lenguaje en poesía (Estudios sobre literatura peruana contemporánea, 1985). A veces, los límites empujan al autor a abandonar la escritura, como sucedió, por ejemplo, con Emilio Adolfo Westphalen y su silencio de décadas tras la publicación de Abolición de la muerte (1935). O con Eielson, quien tras sus dos poemarios de 1965 dejará la poesía escrita por las artes plásticas y los experimentos visuales, hasta 1980. En contraste, Paoli destaca de Sologuren la capacidad de asumir el silencio como parte de su lenguaje, lo que se observaría en la preferencia progresiva por versos más breves (como en Estancias, de 1960) y sus experimentos con el espacio tipográfico y los poemas icónicos:
asomarse
sin vértigo
al abismo
por solo
ver
la solitaria
flor
sin sombra
Abandonar la escritura no es opción para Sologuren. Aunque ello no se debe tanto a una asunción del silencio, como sí a una confianza en el potencial y la labilidad de la palabra. El poeta sabe que una palabra entre dos pausas despliega la plenitud de sus resonancias y sentidos. Y eso explica su preferencia por un verso breve que divida la frase. Al mismo tiempo, el silencio y la página en blanco son instrumentos de apoyo para la palabra, cuyos efectos potencian las posibilidades expresivas.
Esa fe en la palabra se basa en una consciencia técnica e histórica del idioma que Sologuren poseía más que otros autores. Es un crítico que siempre reflexiona sobre los usos del lenguaje. Su consciencia de la lengua castellana sin duda se nutre del gusto por la poesía española medieval y del Siglo de Oro. Sologuren es un experto en esta poesía, de donde bebe ricamente la suya, sin temor de delatar la impronta. Un poema como “Tema garcileño” configura su sensibilidad seleccionando imágenes del mundo poético de Garcilaso de la Vega:
Si seco el cauce está del arroyuelo
que mana del amante y lo alimenta:
será que amor perdió ya su señuelo.
No obstante, sus fuentes no se restringen y acude a la literatura universal, de todas las culturas y épocas que conoce. Así, en el poema “Corona de otoño” se vale del símil homérico para trazar su definición de la angustia de amor:
Tal como esta hoja purpúrea
que el agua de la tarde apaga
y ligero y triste arrastra el viento,
son los pasos abiertos, premiosos,
de aquellos que buscan el amable
ruido del calor, los muros
suaves y brillantes de sus casas:
viejas telas espesas, sedas olorosas
donde el amor trabaja y descansa.
Utiliza, entonces, uno de los procedimientos más antiguos de la literatura: el paralelismo entre la naturaleza y los procesos humanos. Tan antiguo y tan suyo a la vez, porque los símbolos e imágenes más memorables de Vida continua brotan de la naturaleza.
Pareciera paradójico tal arraigo a la tradición en una poética del cambio constante. Sin embargo, el autor no se aferra a la tradición como socorro estético. La poesía del pasado fluye natural en su verso, porque el autor comprende su espíritu, que es ser reserva del sentir y del saber de la especie humana, de una esencia que se mantiene invariable pese al tiempo y la distancia. Esta idea es tema en sus ensayos y de numerosos poemas:
mieles y aguijones en mi lengua
la obra ajena fue
parte de mi experiencia
obra
de los que ya no son pero perduran
y de los que aún se encuentran
y se empeñan
en ver claro
en el desvariado corazón del mundo
por esas sombras
tornadas luminosas
y por las otras en vida
que me alumbran
la palabra
dejó de ser ajena
para ir siendo mía
y a la vez de todos
no soy acaso al fin y al cabo tantos
Por eso, la literatura clásica japonesa y la épica griega tienen total actualidad en un autor hispanohablante del siglo XX. Por esa facultad de la poesía de reproducir y eternizar la condición del hombre, Sologuren ve en la palabra un logro técnico, que en su poema “Dédalo dormido” es análogo a las matemáticas y la arquitectura. Y lo reafirma: “todo lo que el hombre conquista se hace idioma. Desaparecen los grandes palacios, los grandes monumentos, pero quedaron en algún poema”.
De ese modo, la literatura provee al escritor de temas, metros, imágenes, que perviven y pueden refundirse. Su experimentación formal se conjuga con la tradición. Como observa Ana María Gazzolo, tal equilibrio de opuestos, responde a un principio de su poética (“Javier Sologuren: la poesía como ejercicio y como metáfora”, 1991). Ya su primer cuadernillo, El morador (1944), lo constituye una lograda mezcla de estilo gongorino y figuración superrealista. Asimismo, el poema “Fragmentos de elegía” une el experimento espacial al consagrado recurso del paralelismo sintáctico de términos opuestos:
sol sol sol sol
sol
y esta
gota de sangre
clara
sol sol sol sol
sol
y este
polvo oscuro
de sangre
De hecho, la misma fe en la palabra que lo acerca al pasado lo empuja a la renovación constante: es una confianza razonada, que no ciega. Sologuren es consciente de que el lenguaje es perfectible, que no siempre expresa a plenitud lo que desearía, que las técnicas envejecen y que no hay estrofa mágica ni absoluta. En consecuencia, al saber que en la escritura tanto el material como el procedimiento son limitados, su obra es una pregunta perenne por lo poético.
La obra de Sologuren es eminentemente autorreflexiva: el tema de la palabra constituye la línea maestra de la que germinan otras constantes. En principio, hay una patente preocupación por definir el fenómeno poético. Bajo ese signo se interpreta, por ejemplo, la cuarta sección de “dos o tres experiencias de vacío”:
las blancas paredes de la casa
los blancos huesos bajo tierra
la blanca soledad
del mar del cielo
la blanca mariposa
del sueño
sumidas
en el trazo
negro de la tinta
extendidas
hasta alcanzar su negra orilla
Estos versos de Folios de El enamorado y la muerte (1980) muestran una vocación metafórica que marca el estilo de Sologuren desde sus inicios. El lenguaje poético debe descubrir la analogía entre materias que bajo otra sensibilidad serían irreconciliables: de ahí que la blancura de las paredes que aíslan al hombre sea semejante a la blancura que conlleva la muerte; y que todo ello pueda contenerse en la tinta de la escritura.
Surge también la pregunta por el origen del poema y por el silencio, que para la consciencia técnica de Sologuren es una consecuencia ineludible, puesto que todo poema es una secuencia sonora finita. Pero el silencio es siempre abolido por un nuevo cantar:
las palabras
no caen
en el
vacío
por el
vacío
remontan
burbujas iris soles
de nada
las palabras
suben y estallan
(algo como la lengua
húmedo se pierde)
las palabras
por el aire
danzan
los aires
sin memoria
del
vacío
La poesía es entendida como oscilación entre el discurrir sonoro, el silencio y la regeneración donde el “vacío” se quiebra: por ello es difícil sostener que el silencio se incorpora como tal en su lenguaje.
Pese a la intención definitoria, estas poéticas no son impasibles ni sentenciosas. La definición nace de un sentimiento que traspone todo silogismo y dispone plásticamente las ideas. Es un sentir, limpio, templado y equilibrado. En Vida continua estas reflexiones cobran verdadero cuerpo porque el autor toma parte en ellas. Sologuren construye un sujeto lírico que se reconoce escritor, y en el cual se figura a sí mismo, con referencias autobiográficas y autocitas dispersas.
Esa presencia del Sologuren real en los versos conforma la otra línea maestra de Vida continua. Para él, toda obra debe nacer de la realidad, del mundo que circunda al escritor y del que bulle en su alma. En Sologuren, vida y poesía son interdependientes, análogas en tanto que procesos secuenciales en constante hacerse:
Cava la interna fiesta de la sangre
su cautiva azucena, su dulzura;
en pura sed levántase terrestre
y acércame la cárdena palabra
a la certeza lívida de un verso.
La poesía es moldear el lenguaje para plasmar y potenciar la emoción de una experiencia. Es afirmar y perennizar el vivir por medio de la forma: en consecuencia, escribir es la necesidad más íntima de Javier Sologuren y le es forzoso confiar en la palabra. Por eso la renovación poética se le hace tan urgente, porque el hallazgo de una forma tarde o temprano conduce a una cristalización, donde el flujo de la existencia es ya inaprensible.
Renato Guizado Yampi
Universidad de Piura /Universidad de Salamanca
Visita nuestra página de Bookshop y apoya a las librerías locales.